y el destino le arrebató con la intervención de las Parcas. Es más, aún si se hubiera convertido en Emperatriz, Agripina la Mayor nunca habría dispuesto de las potestades de su hija. Ahí, precisamente, radica su importancia histórica. La Roma de Claudio no era la misma que la de Tiberio. En el 49 d.C., cuando Agripina la Menor recibió el título de Augusta, la corrupción había debilitado el poder del Senado. La plebe urbana, por otra parte, reclamaba con más fuerza sus derechos y era urgente reforzar el poder imperial. El principado romano, si quería mantener sus prerrogativas, debía reconvertirse en una monarquía de tipo oriental. Es decir: absoluta, hereditaria y que justificara sus poderes con un presunto origen divino. Era, pues, el momento oportuno para reforzar el papel de la Emperatriz. Livia ya había apuntado maneras, pero durante el gobierno de Augusto se limitó a actuar como la primera gran matrona de Roma y, mientras duró el mandato de su hijo Tiberio, ejerció como una auténtica co-soberana en la sombra.
Para Agripina eso no era suficiente. Dispuesta a aprovechar una ocasión única, tomó atributos reservados a las diosas como la corona de espigas de Ceres y ciñó la corona de laurel que hasta entonces solo había estado reservada al Emperador. Sentada al lado de Claudio, primero, y de Nerón después recibió embajadores de las colonias, dispensó audiencias públicas, mandó acuñar moneda con su efigie y gozó de privilegios reservados a las diosas o a las vestales.
Pero ella no lo era. Ni una diosa ni, mucho menos, una vestal. Cierto que, escarmentada por la trágica muerte de Mesalina, cuidó de no caer en sus excesos pero, aún así, conservó a Palas como amante y dejó gobernar libremente a Afranio Burrro y a Séneca, amante que fue de su hermana Livila y al que confió la educación de su hijo. De hecho, a Agripina no le interesaba la alta política. Ese, posiblemente, hubiera sido el objetivo de su madre, que disfrutaba del placer de gobernar. Las aspiraciones de Agripina la Menor se decantaban por gozar de una situación de preeminencia social y asegurarse en el trono afianzando el destino de su hijo. Esto último no era tan fácil.
Contra sus aspiraciones se alzaba un niño, Británico, hijo de Claudio y Mesalina, y unos años menor que el futuro Nerón. Claudio no tenía la suficiente resistencia como para oponerse a la sutil batalla emprendida por su joven esposa. En el año 50 Claudio adoptó al hijo de Agripona, que cambió su nombre de Lucio Domicio Enobardo por el de Lucio Domicio Nerón Claudio. Poco después, contando solo 13 años, vistió la toga viril. Ese fue su despegue definitivo: con solo quince años fue autorizado a hablar en el Senado y, poco después, contrajo matrimonio con Octavia, hija de Claudio, que tenía tres años menos que él.
En este estado de cosas, Claudio enfermó. Agripina se apresuró a informar al Senado de que, en caso de fallecimiento, Nerón estaba dispuesto para la sucesión, pero, ante la sorpresa de todos, el Emperador se recobró y, pese a que, en primera instancia, había ratificado la decisión de su esposa, se desdijo y designó a Británico como su sucesor. La cólera de Agripina fue terrible y, decidida a no apartarse del camino trazado, optó por reconducir los designios de la naturaleza. Para ello se valió de los inestimables servicios de Locusta, una prestigiosa envenenadora profesional, que aderezó convenientemente un plato de setas que sirvió a Claudio la noche del 13 al 14 de octubre del año 54. Pero sabido es que el más perfecto la yerra y eso le pasó a Locusta. El veneno no actuó y simplemente acarreó al Emperador algún que otro desarreglo intestinal.
Agripina no se dio por vencida y, buscando rematar la faena, recurrió a los servicios de Estertinio Jenofonte, un liberto griego originario de la isla de Cos que ejercía de médico imperial. El sistema utilizado para asegurarse su complicidad nos es desconocido, aunque no es difícil imaginarlo. El caso es que la Emperatriz le convenció de la necesidad de provocar el vómito al Emperador puesto que, al parecer, “habían” querido envenenarle. Casualmente ella misma le proporcionó la pluma de ave que, con fines eméticos, el médico introdujo en la garganta de Claudio. El resultado es de todos conocido: el instrumental clínico estaba envenenado y el Emperador apenas si sobrevivió unas horas a la maniobra.
Había pues que orquestar la segunda parte de la representación. Nada de llantos estentóreos como Agripina a la muerte de Germánico, nada de actitudes heroicas, mucho menos aires de viuda apesadumbrada. Había que actuar y hacerlo en la sombra. Agripina, ayudada por sus secuaces capitaneados por su amante Palas, organizó un verdadero ejército que se dedicó a expandir por Roma bulos y rumores —evidentemente todos favorecedores de Agripina y Nerón— sobre la causa de la presunta muerte del Emperador. Entretanto, elementos bien pagados de la guardia pretoriana lanzaban aclamaciones a Nerón. Ni más ni menos que lo que hoy calificaríamos de creación de un estado de opinión favorable para que el Senado se viera obligado, una vez confirmada la muerte de Claudio, a proclamar Emperador a Nerón.
Agripina vivía su gran momento. A sus treinta y siete años, o mejor dicho gracias a los diecisiete de Nerón, el poder la pertenecía por completo. La juventud de su hijo le llevaba a ser considerado como “el muchacho de Agripina”. Por tanto las riendas del Estado estaban plenamente en sus manos. Más aún de lo que lo estuvieron en vida de Claudio. Para asegurarse el reconocimiento público de su cargo, se hizo proclamar por Nerón “óptima mater” y, si bien por poco tiempo, Agripina, feliz y poderosa, hizo y deshizo a su antojo.
Manejar a su hijo no le resultó difícil pero no ocurrió lo mismo con su entorno. Séneca y Afranio Burro le disputaban el ascendiente sobre el joven Emperador y se mostraban reticentes a seguir las órdenes de Agripina. Pero con la habilidad que le era propia consiguió neutralizarlos para ejercer plenamente de Emperatriz-madre.
Ese fue su error. Agripina se negó a separar su faceta maternal de su condición de Emperatriz. Mal asunto era querer administrar el poder y al Emperador con esquemas y modos domésticos. Cuando se trataba de su hijo, Agripina perdía su habitual inteligencia y, negándose a reconocer que Nerón ya no era un niño, le encasquetaba larguísimas peroratas sobre lo divino y lo humano, le reprendía sobre su conducta e interfería en todos los ámbitos de su vida pública o privada.
Nerón, evidentemente, tenía todas las características de aquel que ha crecido sabiéndose el eje presente y el objetivo futuro de su madre y, como tal, el centro absoluto del mundo. Así que solo hizo falta que encontrara a otra mujer que mantuviera su ego pero sin pretensión alguna de mando, para empezar a calificar a su madre de estorbo. Y si la sucesora era joven y bonita, mejor que mejor.
La primera de ellas fue Acté, una liberta de origen griego, que pasó por la vida de Nerón como un soplo de frescor y desinterés en un ambiente tan corrompido como era la familia imperial. Fue, tal vez, el único amor verdadero en la vida del Emperador y, puesto que sus sentimientos eran verdaderos y profundos, la concedió todos los honores que, aparentemente, desplazaban a Agripina de su papel de consejera.
La Emperatriz formuló reproches, la tachó de criada e hizo valer ante ella su condición de nieta de Augusto. Por fin, viendo que poco tenía que hacer ante tal estado de cosas, amenazó a su hijo con apadrinar a Británico ante la milicia y arrebatarle el trono. Contaba para ello —le aseguró—con la condición de hijo biológico de Claudio y su propio prestigio como hija de Germánico. Nerón por más que contara con el apoyo de Séneca y de Afranio Burro, tenía pues las de perder.
¡Imprudente! En un ámbito como la Roma imperial pleno de intrigas y violencia, todo aquel que lanzara una amenaza o bien la cumplía de inmediato, o de detenerse, concedía a su oponente ventaja en el juego. Y, en este caso, la ventaja se llamó Locusta que, en esta ocasión, acertó de pleno y Británico cayó fulminado por las artes de la envenenadora. Agripina, afortunadamente para ella, corrió mejor suerte. Nerón se limitó a privarla de algunos honores y a apartarla de la mansión imperial.
Todo hubiera quedado en eso e incluso hubiera acabado por producirse la reconciliación entre madre e hijo de no ser por la aparición de una enemiga peor que la dulce Acté. Popea era una de las más bellas jóvenes de Roma. Rubia —algo infrecuente en tierras latinas y por tanto muy apreciado—, escultural y de modales tímidos y recatados, la acompañaba una aureola de pieza inconquistable que la hacía aún más codiciada.
Todo era puro artificio. En realidad, era una mujer ambiciosa, calculadora, fría e inteligente que además tenía una cuenta pendiente con la familia imperial. Su madre, Sabina Popea, fue considerada