Lourdes Cacho Escudero

El hospital del alma


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y yo rezaba a oscuras sobre el consuelo de la almohada para despertar en los días de calor porque mi abuela nos decía que el sol lo traería de nuevo. “Debe ser por las manos”—le decía a mi primo— “que no las junto bien”. Porque yo intención ponía y apretaba fuertemente los ojos como si así se fuese a producir el milagro de hacer desaparecer el frío. Años más tarde, en un pelotón de fusilamiento, a mis dieciséis años, recordé con Aureliano Buendía, aquella tarde remota en que mi padre me llevó a conocer el hielo. Habían hecho una gran bola de nieve en la plaza y el aliento salía de la boca y se podía tocar. Cerraba los ojos para imaginar las palmeras que en Ceuta daban sombra a mi tío, mientras desde los tejados el hielo con su cuerpo alargado y su cabeza de punta me miraba como si quisiera hipnotizarme. Fue el invierno de los descubrimientos, el invierno en que mi abuelo a punto estuvo de morir, el invierno en que las mariposas negras visitaron por primera vez el árbol de mi jardín, el invierno en que los carámbanos, tras su presentación oficial en la plaza, se asentaron cual nómadas en la tierra fértil de las inmediaciones de mi ventana.

      No recuerdo la vuelta, así como sus cartas o sus fotografías crecieron en cajones y sobre cómodas de una habitación que fue descifrando los pergaminos de los años, su regreso ocupó el espacio de lo cotidiano; supongo que el sol se puso una mañana y el campamento de hielo de mi ventana desapareció tras haber pasado allí cien años de invierno y nunca más regresó “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

      Tardes de campo

      En las tardes de río y azadilla, la cuesta de los guardias se convertía en el comienzo de una carrera distinta. Llevaba en mis coletas el alivio del gris, de haber dejado el luto de la siesta en la calle en silencio, el calor, entre las cuatro paredes de una casa sujeta a las costumbres. Para llegar a la pieza de tierra de mi abuelo había que cruzar el puente de la Venta, el que el río en crecidas se asomaba para besarlo y alguna que otra vez había pretendido su cuerpo de cemento. Era como un premio escuchar la desnuda corriente del agua, el dormitar de los chopos, aquel sereno espacio que tras la faena soltaría con mimo mis coletas y acortaría discretamente la largura de mis cabellos. El camino se anchaba al llegar a la finca, no sé si era real o es que tomaba las medidas de un gigante al divisar la higuera y la caseta. Recuerdo las esquinas del sudor de un pañuelo, los huecos que en la tierra, a cubierto del sol por los enormes brazos de la higuera, mi primo y yo cavábamos con prisa en nuestro oficio de labradores. Mi abuelo nos miraba, anclado entre dos surcos, dando color rojizo a los tomates o aleccionando a las lechugas para evitar otro alzamiento. Yo aún desconocía su tiempo de soldado, de hombre hecho de un día para otro, de joven a la espera de un amor clandestino al otro lado de la frontera. Mi única preocupación era que no llegara hasta la alubia verde, que después me miraba dos horas desde el mediodía de un plato, hasta que no me quedaba más remedio que darle cobijo en mi interior. La merienda era una forma de dar cuerda al reloj, de comer los minutos en un bocadillo de chorizo o salchichón o en rebanadas de pan, vino y azúcar. Después llegaba el río, la extraña sensación de que el mundo era agua o de recibir aquel otro bautismo que carecía de normas estrictas o de atamientos pobres, el pequeño relajo donde el sol se sentaba para echar un bocado antes de acostarse, antes de resumir el día en la bodega. Los pájaros se acercaban desde los chopos para beber, para humedecer el vuelo de la tarde que, otra vez calurosa, les había mantenido en una rama de sombra al margen del cielo. Noble daba frescor a su hocico cual Narciso a su rostro y los juncos me ofrecían una diadema. En el regreso a casa, los pájaros cantaban como ahora y la cama del sol descubría sus sábanas sobre el horizonte. La calle había abierto sus puertas y candados y el calor de las cuatro paredes de la casa daba paso a la fresca…

      Noviembre

      De todos sus santos, en noviembre, San Martín era mi preferido. No porque en algunas casas comenzara la moraga sino porque a la mía traía su veranillo. Las sayas de mi abuela eran un libro abierto de historias de otro tiempo, se acababan las misas por los muertos y el triste cementerio volvía a su tertulia con los cipreses. Noviembre comenzaba con flores amarillas, crisantemos en forma de cruz y algún que otro clavel en un tarro de cristal que fue morada del almíbar de septiembre. Mi madre sacaba brillo a la tumba de su abuela y yo la acompañaba, con las flores y el agua y la curiosidad de leer cada nombre que había sido vida o de dar movimiento a las fotografías que hacían de epitafio. Un extraño hormigueo recorría mi espalda y la edad de los muertos, relativa, a mí me parecía muy lejana pero a la vez me ponía en contacto con el silencio brutal del descanso eterno. Pulmonía, un cólico cerrado, escarlatina, un rayo, la cirrosis, el tufo de un brasero, se olvidó las cerillas y no salió del lago, el corazón, la rabia, las cornadas del hambre… Yo tenía a mi madre en un continuo trajín de la memoria, en una sala de autopsias y recuerdos, diagnosticando la causa de cada muerte: de la de la niña vestida de comunión, de la del joven que se parecía a Machado y que resultó ser mi tío abuelo, de la del niño rubio que tenía la piel tan blanca que parecía de porcelana. Al irnos, mi madre recorría las tumbas de los huérfanos de flores y ponía un puñado de pétalos en cada una para distraerlos del olvido. Y la escalera en casa, las rajas para ser plato de lumbre, la sopa de gallina o el arroz, el flan o las torrijas eran muda del uno de noviembre. En los días siguientes, una misa de siete acortaba aún más la luz del día y pedía a su dios recordar a sus hijos. Así que San Martín era como poner camisa blanca al otoño y sábanas limpias a la cama de un domingo, hacer bosque en la calle y encontrar un trébol de cuatro hojas entre la hierba de la ermita, recoger los enseres del duelo y aliviar por fin a los muertos del inevitable trance de ir de boca en boca…

      Las casas del verano

      El otoño cerraba las puertas a los besos. El jaleo se recogía en maletas envueltas por el paso del tiempo y la tristeza se acodaba en las esquinas de la calle y en las cuerdas vacías de los tendederos. El sonido de una guitarra se escondía en las rendijas de un banco de madera que a veces permanecía sobre el cemento a la espera de algún fin de semana donde el sol saliera de cuentas. Al principio, el silencio con las manos a la espalda saboreaba un beso o el resplandor rojizo de finales de junio, el nirvana de la segunda estación que, de nuevo, comenzaba su viaje hacia otras tierras. Desde la esquina donde un balón ocupó alegremente los años de mi calle, contemplaba aquella ceremonia de maletas que otra vez se llevaba el calendario. Entonces no contaban sino el agua y la risa, la dulce coincidencia de miradas que te hacían familia, cómplices de un territorio que yo aún no sabía que ocuparía un resto hasta el final, hasta igualar los años, las medidas de la respiración, el amor al fin y al cabo. La despedida guardaba los olores tras las puertas, el particular aroma de cada casa que salía a la calle en el verano: la lavanda poeta o el incienso de una vainilla virgen que nunca te empachaba. A veces me quedaba un ratito en la pared después de que el bullicio se hubiese marchado y cerraba los ojos y ponía nombre a los olores, que poco a poco a la vez que la tarde se acortaba se iban mezclando en la cercana humedad del invierno. Al abrigo de las cuatro, en los meses de frío, las cáscaras de almendrucos saltaban en la lumbre de los mayores mientras la escuela me refugiaba entre pupitres de números y volcanes. Las chimeneas hablaban como si fuesen recuerdos y los montes hacían más largos los aullidos de los lobos; entonces la soledad salía al escenario; como si la madera de mi pecho o el telón de mi memoria se abriera, los olores de cada casa del verano, del bullicio, de la alegría, caminaban despacio por un reloj de cuerda para representar su función, y el corazón, protagonista, aflojaba las tuercas a mis ojos en el primer acto de una obra que se llamaba Vida

      El turrón de pobre

      La Navidad se acercaba en bolas de cristal que se agitaban para hacer nieve. En el comedor donde una tele en blanco y negro mostraba los pies del comienzo de otra era, los días olían a mazapanes y la inocencia sacaba brillo a sus zapatos. Las manos de mi abuelo daban cuerda a un martillo que deshojaba los frutos de los almendros y las nueces del nogal que me llevaba al río en el verano eran molidas en el almirez donde mi abuela emprendía la laboriosa tarea de hacer turrón de pobre. En la escalera, un árbol no muy grande, vestido de espumillón, anunciaba vacaciones y señalaba el camino donde el frío tenía otro refugio: los botes de cristal con la conserva, las pasas sobre cama de cañizos, el último jamón, los orejones, aquel dulce de higo que endulzó las tostadas de mi abuelo, las pocas avellanas que como oro en paño