Lourdes Cacho Escudero

El hospital del alma


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en el primer escalón, envuelto en el apetito de los secretos, haciendo noche en el inicio de las horas gastadas y día en la piel desconocida de mis piernas. Tus dedos caían como pequeñas gotas de agua por la redondez de mis muslos tempranos hacia el verde valle de algodón que frecuentaba las ganas. Los renglones de mi escritura se torcían irremediablemente hacia el sabor de tus manos. “Las musas —te susurraba al oído—. Que se me escapan”. Y salía corriendo a la vez que los ruidos de la hora levantaban de su colchón de campo al deseo. Al cabo de un rato volvía con mis trenzas arregladas y mi cuaderno al escondite donde cada tarde tú intentabas descifrar la criptografía de aquel extraño sentimiento. Ni la muerte ni el dolor existían en aquel espacio. La edad de la inocencia, la que es cómplice del principio de una escalera me dejó en un papel arrugado, a la orilla de mis pies, tu letra: “las musas no existen— escribías en cada siesta— pero tú sí…”

      La última fila

      Por aquel tiempo, todos los sabores confluían en la espalda de un cine. En la última fila, las manos se adentraban en otra pantalla más pequeña donde los protagonistas eran cuerpos inexpertos que necesitaban sentir. Aprenderse en la penumbra bajo una cazadora era como poner al tiempo cuellos almidonados y camisas de seda; porque el rumor de los besos irrumpía despacio en una sala donde el sexo era dirigido por la incertidumbre. Los años necesarios para saber nunca llegaban; siempre era demasiado pronto para explicar el placer, y los secretos de una piel eran como pequeños murmullos desordenados que se adentraban por la mirilla de una nuca. El nombre de una película llevaba a unos labios, a un eterno hormigueo en la cintura, a las caderas de una tela que no había forma de desenredar de la memoria. Porque hasta los segundos de aquellas tardes en brazos del séptimo arte se hilvanaban en los bolsillos de un pantalón que delataba las ganas. Si me acerco hasta el consuelo de aquella espalda, me viene al pensamiento El nombre de la rosa, el frío en las aceras en aquel enero de 1987 y el rubor de mi estómago a tu lado, el miedo entre las yemas de mis dedos que aunque no destilaban tinta azul parecían morir solo por el hecho de leerte. Pero como todos, fuimos escribanos bajo una cazadora, en aquellas tardes de última fila donde las caricias se rodaban a oscuras.

      Mirillas

      Las pupilas de una puerta la llevaban a un espacio de luz desde el cual él la miraba. Las baldosas de un cuarto de baño adquirían la forma de una cerradura por donde su cuerpo, transparente, caía entre los brazos del sexto mandamiento. Él no comprendía aquella conducta, que años más tarde le haría perder el sentido hasta querer volver al catecismo del otro lado de la puerta. Porque había un extraño desconsuelo en los años, una frontera entre el placer y las sábanas, una amarga creencia que hacía al sexo cosa de hombres. Ella imaginaba su rostro desconcertado y en la pila bautismal de aquel espacio de carne y cerámica templaba el agua que había de derramar por su frente para iniciarlo en la doctrina de la piel y las manos. Apadrinado por aquel tiempo de cerezas, los faldones de una tradición desgastada le inclinaban a otras creencias. Las mirillas eran jornaleros que a tiempo parcial mostraban el sencillo mecanismo de los sabores, pizarras que describían el equipaje frágil de la sensualidad, órbitas boquiabiertas que susurraban al sudor. Después de aquel ritual húmedo, de aquella oración que arrodillaba el sentido común, las escaleras del abismo se llenaban de caramelos de incomprensión y de monedas que expiaban las culpas. Y él, sin saberlo, recibía su premio…

      El mediodía del vino

      Hacia la conquista de un castillo partía el mediodía del vino. El verano ponía punto de abeja a los vestidos de niña y sayas de luna a las madres. Las mozas casaderas lucían bajo el delantal blusas que abotonaban el diccionario del frío en el comienzo de un escote. La calleja que nos llevaba a las eras de tierra y mariposas o a las laderas de tomillos y caracoles servía a la vez de escondite a las bocas en celo. La sombra ocultaba allí los nombres y la memoria, la prisa por escribir en el corto espacio del sol de los emperadores una historia de amor condenada a la distancia. Siempre había un porrón, mediador de las ganas, un fruto de bodega que cronometraba el tiempo de la tarea obligada en la cuba de unos labios frescos. Apenas el cortejo rozaba las mejillas de un sentimiento que anudaba el ombligo, septiembre regresaba el campo a la siesta, el vino a las cepas y el amor de una calleja a las cartas. Los días de otoño se hacían en el macuto de un cartero, las mozas descalzaban el desconsuelo si las palabras escritas llegaban a fermentar ante sus ojos. A veces, morían los suspiros, envenenados por el carbónico paso de los días sin carta. Pero la mayoría de las veces, un lago de cartón oculto bajo la cama dejaba reposar aquel amor de tinta en sus entrañas. Después se embotellaba el corazón en las barricas de un calendario de roble y el invierno silbaba en la calleja…

      Antes de que me diese cuenta, la primavera descorchó su botella en el comienzo de mi escote. El verano llegó a mi blusa con su calleja y el otoño con sus cartas. Porque el mediodía del vino nos hace sumilleres de una conquista.

       Vías secundarias

      En el horizonte del invierno, el amor dibujaba en su cabeza las “vías secundarias”. En el viaje obligado o en la triste partida que apenas integraba un equipaje de hambre y lágrimas, la búsqueda de otra vida mejor avanzaba por raíles de misericordia. Siempre rojos los labios y los ojos abiertos a un mundo diferente eran parte de la estrategia que calzaba tacones los domingos de cine y vestía uniforme entresemana. La ciudad no entendía de árboles caducos; el tiempo pasajero al final se instalaba en una portería a la que no llegaba el campo y te daba un apellido de casada. De los días, labraba las sordas escaleras que ocultaban un hueco para fregar los besos o el portal donde la rutina se cerraba a las diez para encerar los secretos. Apenas había tiempo para ocultar el hambre de la piel; en las noches, la sombra de un despertador condenaba al amor a las prisas y el turno de una fábrica a un desayuno en penumbra. Nunca pudo ahorrar lo suficiente para salir de pobre porque el progreso se pagaba a plazos y el sexo en hijos a los que se les debía otra educación. Y cuando la vida, por fin, le ofreció una tregua y un cristal desde el que contemplar la tarde, los años y el cansancio llenaron su memoria de andenes y equipajes; se pintaba los labios del color de las cerezas y abría bien los ojos tras la ventana mientras subía a un tren que dejaba atrás los recuerdos de una ciudad perenne y la llevaba de vuelta a casa…

      La espera de almíbar

      Sobre la hierba de las tardes de junio repasábamos los apuntes de todo un año. Los exámenes se teñían de calor y mientras el silencio echaba una cabezada en un sofá de mimbre, los trece años se rodeaban de cuadernos sobre la verde y embaucadora alcoba de la primavera. Las piernas guardadas durante todo un año eran una tierna descripción de la metamorfosis y un principio brutal de incertidumbre donde el tacto de la edad asumía el papel de partícula. La espalda se templaba contra el tronco de un árbol y las rodillas sujetaban el conocimiento. Pero las frases escritas entraban y salían por los ojos ataviadas con adyacentes que cambiaban el sentido de los años y su distancia; de las partes de la célula estudiada en el invierno, el citoplasma se asemejaba ahora a un paladar húmedo donde la energía era suministrada por mitocondrias de piel que hacían de la respiración un universo de murmullos. Todo ello se complementaba con la tentadora lujuria de los cerezos que nos sorprendían desde el valle, la extraña voluptuosidad con la que el espejo rojo del atardecer se mimetizaba con sus frutos. Las hojas de papel se convertían en espera de almíbar y el tronco de las horas en el resumen concreto de una lección donde lo más importante se subrayada con tinta de cerezas…

      La espera de almíbar

      Sobre la hierba de las tardes de junio repasábamos los apuntes de todo un año. Los exámenes se teñían de calor y mientras el silencio echaba una cabezada en un sofá de mimbre, los trece años se rodeaban de cuadernos sobre la verde y embaucadora alcoba de la primavera. Las piernas guardadas durante todo un año eran una tierna descripción de la metamorfosis y un principio brutal de incertidumbre donde el tacto de la edad asumía el papel de partícula. La espalda se templaba contra el tronco de un árbol y las rodillas sujetaban el conocimiento. Pero las frases escritas entraban y salían por los ojos ataviadas con adyacentes que cambiaban el sentido de los años y su distancia; de las partes de la célula estudiada en el invierno, el citoplasma se asemejaba ahora a un paladar húmedo donde la energía era suministrada por mitocondrias de piel que hacían de la respiración un universo de