Lourdes Cacho Escudero

El hospital del alma


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los altos entre cañizos y abril tenía otra lectura.

      Nací en una calle de labradores, en un pueblo de labradores. La tierra no sacaba de pobres pero daba de comer.

      Los secretos de los tacones

      A la memoria de Ángel Ramírez, zapatero y capitán de calle…

      En las mañanas de los sábados de invierno, el tic-tac de un reloj de zapatos nos llevaba a mi primo y a mí a un pequeño taller a la vuelta de casa. Mi “ángel zapatero”, como así le llamaba, rodeado de cueros y lonas y de una horma donde estoy segura ensanchaba su corazón me enseñaba los secretos de los tacones. Alguna vez, tras pedírselo mil veces, dejó que le lustrara algún par de zapatos de piel y parecía propiamente que le estuviera sacando brillo a mi sonrisa o a la suya que acababa en una de esas carcajadas al ver mis manos teñidas de negro. Solía cantar y era entre otras cosas hijo de cestero, capitán de calle y labrador de días. Y aunque su cadera le hacía cojear y a veces apoyar el pie en el suelo fuese un suplicio, él escondía el dolor al tiempo que me guiñaba un ojo, en uno de esos compartimentos secretos de los tacones y de las cuñas y a golpe de martillo terminaba la faena murmurando en mi oído: “ya está. De aquí el dolor ya no sale” Cada vez que doy betún a mi memoria me envuelven sus alas; cada vez que pongo un pie en la calle y miro su casa escucho el rumor de su risa y el traqueteo de un taller. Y guiñándole un ojo al silencio voy hasta la horma donde él ensanchaba su corazón y haciendo más ancho el mío a golpe de latido termino la faena murmurando con la mano en mi pecho: “ya está; de aquí ya no sales”

      El Oeste de la memoria

      A Luis.

      De todos los oficios que había en mi calle, el de ojeadora de puertas era el que más me gustaba. Porque me hacía ocupar un puesto de guardia con el sol de las cuatro junto al hueco por donde Noble, mi caballo del alma, asomaba su cabeza. Como una niña buena, yo peinaba con mimo a las muñecas y apuntaba la hora en que un Paul Newman, jovencito y serrano, pasaba ante mis ojos. La tienda imaginaria de bicicletas y artículos de cine era una tapia enfrente de mi casa en cuyo escaparate estaban escritas las iniciales del nombre de mi abuelo. Mi Paul Newnam de calle llevaba los vaqueros ajustados y fumaba a escondidas. Yo filmaba discreta el hoyuelo insinuante de su barbilla, su andar de actor seguro de sí mismo, la infinita complicidad de su rostro, en unos exteriores donde la primavera ya no era detenida y el cielo azul comenzaba a ser fútbol. Nunca llevó sombrero, aunque luego los años desprendieron su aroma de cowboy o la magia de un Oeste aprendido en la calle o la camisa recién planchada del sol de las cuatro. Ahora, en la ventana que una vez fue hueco, la parte de una puerta por donde Noble asomaba su cabeza, miro las bicicletas de la imaginaria tienda de enfrente, la esquina de la tapia donde firmó mi abuelo y hago hierba en las piedras y el cemento; y casa en el desierto de la tarde. De puntillas regreso a mis muñecas, a un estudio de cine en donde el calendario ya ha rodado su historia, a la espalda del tiempo. En el primer ojal de la camisa de mis años, Noble vuelve a asentir cual confidente hecho a mis caprichos mientras suelto a una niña sus coletas oscuras y ojeo lentamente la puerta abierta del Oeste de la memoria.

      Las acuarelas del mar

      A Tomás.

      “Al pasar la barca me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero” — cantaban mi abuela y mi madre mientras me daban a la comba—.

      El barquero pasaba en su barca las acuarelas del mar. En el estuario del verano y a veces, en abril, la casa del pintor abría sus puertas y la calle se llenaba de colores. En sus lienzos, la luna parecía poner en práctica su influjo y la asombrosa voz de las mareas susurraba en el blanco y rectangular tímpano que sobre un caballete narraba en azules y violetas su atenta escucha. A veces eran los barcos de los pescadores quienes llegaban al puerto de una Pasaia que él conocía de memoria y que imprimía seguro en un atardecer que sabía a pescado. Años más tarde, “Buenavista” puso en mis ojos su memoria, la barca y el barquero que amarraban la vida en las orillas de la luna, la paleta de colores de los veranos de sal y caracolas. La piedra de una puerta abierta al océano erosionó mis pupilas y tuve la sensación de haber estado allí antes, quizás transportada por el banco de madera que pegado a la pared de su casa me ofrecía un sitio de recreo desde el cual leía la escritura de sus pinceles. Ahora miro su trozo de mar y, desde la orilla donde el Txotxolo es aroma de marisco y vino, veo la entrada de los barcos que buscan las luces del amanecer y las casas que cuelgan sobre el agua. La calle del verano y de abril, se convierte en un puerto de regreso y un banco de madera en desembocadura de acuarelas.

      “Al pasar la barca me volvió a decir, las niñas bonitas no pagan aquí” —cantan mi madre y mi abuela mientras salto a la comba—.

      El barquero pasaba en su barca las acuarelas del mar.

      Las postales del verano

      A Luciano y Paco.

      Cuando el candil del río se apagaba y el alba se lavaba la cara junto a los chopos, el cartero cruzaba el puente hacia el empalme del pueblo en busca de la correspondencia. Con el macuto al hombro y el silencio del sueño, emprendía después su viaje de regreso dejando en el camino el olor de la tinta de los nombres que serían escucha. Las cartas de América tenían unos sellos nunca vistos que mirados con lupa agrandaban el hueco y la distancia de familias separadas por el ancho océano y que, probablemente, jamás volverían a abrazarse; y la cenefa azul y roja del correo aéreo, en el que yo imaginaba azafatas de cartas que en las bodegas del avión podían adaptarse al frío y cambiar las malas noticias por primaveras de palabras. Porque la muerte en tiempos del noviazgo de mis abuelos llegaba por escrito y sin censura y el amor se guardaba en los cajones de una mesa de roble que tenía el poder de crucificarlo. Cuando yo era muy niña, la boina y la gabardina del cartero en los días de lluvia me esperaban con carta de Bilbao o Madrid o de una Pontevedra donde mi corazón de dieciséis fue bruja y aquelarre de mariposas. Mi abuela se ponía las gafas y en la silla chica me leía en voz alta las noticias alegres y guardaba las tristes para la almohada con mi abuelo. A veces, una foto narraba la belleza del tiempo y el desembolso de unos ahorros, el esfuerzo inmaculado en el alquiler de un vestido de comunión o de la costura de noches sin descanso. Las fotos de familia llegaban en Navidad, con participaciones de lotería y postales de nieve que yo miraba durante largas horas y que se guardaban en cajas para las tardes largas de brasero. Pero era en el verano de camisetas blancas de tirantes y faja en los riñones y campo y criba de sol a sol cuando llegaban postales de alegría que anunciaban la playa y las palabras parecían desprenderse de la ropa de abrigo, tumbarse en la toalla y besar las mejillas del calor o el abanico de la siesta. Porque en invierno todas las despedidas acababan en un cordial saludo o un abrazo sin adyacente, ni adjetivo ni adverbio; y los besos de las postales del verano acababan en la piel.

      La primera postal que envié desde una playa, en un aquelarre de gabardina y lluvia, sin amor censurado, ni roble, ni cajones en forma de cruz, terminaba con: “besos de cartero”.

      Planetas de mimbre

      A Venancio y Chuchi.

      En el camino que llevaba a la charca, el croar de las ranas anunciaba la hora de la algarabía. Los juncos de la orilla salían a mi encuentro para poner en mis manos el equipaje de un cestero que trenzaba la mimbre. Padre y abuelo de capitanes, su puerto era una calle donde amarraba cestos y cunachos y comportas con sueños de vendimia. Lo recuerdo sentado en mi puesto de guardia, en alguna mañana de un otoño templado al volver de la escuela. Las bases circulares rodeaban la sombra de sus piernas mientras esperaban los nudos de las ramas para simular un sol que podía tocarse. Después, sus manos, con el cuidado de un aprendizaje heredado, describían las órbitas de una habilidad que a mí me dejaba con la boca abierta. Los planetas de mimbre habitaban la galaxia del mediodía y la memoria de los juncos, la pana desgastada del pantalón de los años. En la charca, el influjo de Hipatia o de la luna, que ya habían precisado el horario de las mareas en mi vientre, descubrían la órbita del cestero y la perpendicularidad de los rayos del sol en las estaciones de los recuerdos. “Yo sí soy de esta calle” me decía a mí misma, como si lo tuviera delante y tuviera que mostrar la identidad que me hacía habitar en la galaxia en la cual él me juzgaba en broma, forastera. Al final de mi adolescencia, su nieto me enseñó la textura