Juan Sebastián Bustamante Fernández

Del Edén al parque público


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formal de una villa que ya hacía el tránsito hacia una ciudad. El parque se convirtió en el espacio fundamental de encuentro, socialidades y ritualidades urbanas, además de caracterizar las nuevas formas urbanísticas y sus materialidades, en las que el jardín y el árbol urbano jugaron una importancia fundamental y entraron a singularizar, en buena medida, ese nuevo paisaje urbano anhelado por las élites que los acercara al espíritu civilizatorio y de progreso desde el ornato.

      Desde entonces se inició una tradición espacial en la ciudad que con Parques del Río llegó a más de ciento veinte años. A la cicatera tradición de plazas, plazuelas, placitas y atrios de origen colonial, de poca extensión, forma irregular y discreta intervención material, se fueron sumando e incorporando al tejido urbano los emblemáticos parques principales –el ya mencionado de Bolívar o el de Berrío, por ejemplo–, las transformadas plazas de los antiguos distritos parroquiales convertidas en parques barriales –como los casos de Belén, Robledo o El Poblado–, la construcción de los nuevos parques en los barrios de reciente formación que expandían la malla urbana –como el parque de Sucre en el barrio Boston, La Independencia, Aranjuez, o Campo Valdez–. A estas configuraciones se sumaron también, de manera temprana, cerros aledaños que fueron urbanizados en sus faldas como el caso de El Salvador, en el cual se construyó un monumento de carácter religioso que también se configuraba como un parque; y, luego, en la década de 1930, otros cerros en la Otrabanda del río Medellín, en la medida en que la trama urbana se extendía hacia el occidente y los fueron encerrando, como los casos de El Volador y el Nutibara; a este último, que de su nombre tradicional de Morro de los Cadavides pasó a llamarse Cerro de Nutibara, mediante un concurso público, se le definió en 1930 un proyecto de “arquitectura paisajista moderna” con el nombre del Nutibara Futuro, según la propuesta de los arquitectos de la firma de arquitectos de H. M. Rodríguez e Hijos. Cerros que en el Plan de Parques formulado en 1964 por la administración municipal quedarían incorporados como dos grandes parques urbanos.

      Había una enorme distancia de concepción, sentido y formalización, entre la idea de parque tipo Bolívar y el planteado para el Cerro Nutibara. Mientras el de Bolívar correspondía al jardín intraurbano, delimitado por el paramento de las fachadas urbanas, delimitado por la reja de hierro forjado perimetral, al interior el jardín con ejes compositivos y eras geométricas de inspiración versallesca –obviamente sin la enorme perspectiva y a una mínima escala–, con su respectiva arborización ordenada desde esa planta compuesta, más la entronización de la simbología independentista y el templete para la música, en el caso del Cerro Nutibara, era un jardín suburbano, que se pretendió delimitar perimetralmente mediante bulevares arborizados, al interior paseos con senderos arbolados, miradores, kioskos, jardines, lagos, cascadas, entre otras amenidades y exotismos propios a la época, además de las carreteras de acceso a la cúspide coronada con un monumento a la bandera, en síntesis, un gran mirador urbano.

      Entre esos dos extremos se concibieron otros proyectos significativos con componentes paisajísticos o totalmente paisajísticos en la Medellín a principios del siglo XX: el primero fue el jardín del Circo Teatro España y en el segundo caso el Bosque Centenario. El Circo Teatro España fue una edificación construida entre 1908 y 1910, con un uso múltiple: corridas de toros, teatro, musicales, cine, entre otros eventos que hicieron uso de este espacio, cuya arquitectura estaba implantada en un lote de varias manzanas, en el área de expansión al nororiente de la ciudad, entre el parque de Bolívar y el de Bostón; alrededor de la edificación propiamente dicha y delimitada por muros perimetrales, con portadas esquineras que permitían el acceso, se diseñaron los jardines, con senderos arborizados, lagos, pajareras y canchas deportivas, constituyéndose en un sitio privilegiado para la recreación de la ciudad, con tal importancia que el anunció de su cierre y demolición en 1928 para ser urbanizado fue lamentado, especialmente por las mujeres, en revistas como Letras y Encajes o Progreso. En estas revistas expresaron su malestar y lamentaron perder un jardín para dar paso a una treintena de casas cuando estas se podían construir en otro lote, mientras un tipo de espacio de estos era difícil volverlo a tener por los costos y la prioridad dada a otras inversiones por parte de la administración, como la construcción del tranvía, en una ciudad que carecía de suficientes parques con árboles, y en la que ya se expresaba la preocupación por la falta de árboles, por la polución del aire, por la carencia de espacios recreativos para los niños; por eso, desde una visión muy femenina, señalaban en un artículo: “pidamos aire para nuestros hijos, parques y jardines para la ciudad que no los tiene. Sembremos flores mientras los hombres hacen política”.3 El Bosque del Centenario fue planteado por iniciativa de la Sociedad de Mejoras Públicas (SMP) para celebrar el Centenario de la Independencia de Colombia el año de 1910, con diseño del arquitecto Enrique Olarte, pero solo comenzó a ser realidad en mayo de 1913, cuando el Concejo de Medellín autorizó la compra del terreno para “fundar” en él un “Bosque público”, como se señalaba en el acuerdo que autorizó la compra. En ese lote estaba incluida una vieja casa, reconocida como uno de los más significativos baños públicos de las afueras de la ciudad junto a El Jordán –en el sector de Robledo, al occidente de la ciudad–, el cual era conocido como El Edén y utilizaba aguas de la quebrada El Molino. El desarrollo del Bosque fue relativamente lento, tanto por la reparación de la casa de El Edén en 1916, para ser adaptada en un “ameno sitio de recreo para familias honorables”, como se le decía en aquellos años, como por el trabajo de adecuación del lago, aprovechando la quebrada y la arborización introducida que para 1917 ya era de aproximadamente 1.900 árboles entre especies nativas e importadas. Pero todo ese desarrollo seguía lo delineado por el arquitecto Olarte que, en medio de la infraestructura urbana de camellones y carreteros al norte de la ciudad, implementó una especie de jardín inglés, con su propio lago, los senderos y caminos en medio de jardines, a su vez contenidos en vías circulares, conectando fuentes, pajareras, kioskos, canchas de tenis, entre otras infraestructuras. Un sitio en las afueras de la ciudad en el que se recogieron los intereses de la “buena sociedad”, que adoptó nuevos modales y ritualidades, nuevas formas de esparcimiento y recreación, como los deportes –caso del tenis– o los conciertos de música.

      Con la demolición del Circo Teatro España, el Bosque del Centenario ganó cada vez más importancia, fue mayor su demanda y los cambios experimentados en el desarrollo urbano y en la conformación social de la ciudad se fueron expresando allí. Tenía una importancia tal en su momento que podemos comparar su impacto de cierta manera con lo que ocurre en el presente, pues cuando se planteó el Bosque en 1910, la ciudad tenía un poco menos de 70.000 habitantes, con lo cual le correspondieron de acuerdo con el área adquirida 1,89 m2 por habitante; mientras que en la ciudad del 2016, en la que se proyectaron 2.819.480 habitantes, con la mitad de la primera etapa construida de Parques del Río les corresponderían apenas 0,5 m2. Pero sobre ese espacio del Bosque se fueron concentrando diversas actividades que se incorporaron en la ciudad, en donde cada vez fueron menos las actividades contemplativas y recreativas para sectores de la élite y cada vez fueron más para los sectores populares, con actividades dentro y alrededor del lago, carreras de caballos que tuvieron allí su escenario por varios años, actividades deportivas más allá del tenis, juegos infantiles o parques de diversiones, bailes con orquestas o el encuentro furtivo de parejas, lo cual competía con el cine –la mayor diversión urbana– y los partidos de futbol, las mayores diversiones populares, mientras las élites se concentraron en las corridas de toros y los clubes sociales. En la ciudad industrial de Colombia, como se autodenominaba a mediados del siglo XX, se decía que no tenía “sitios de diversión porque solo desea trabajar”. Pero los obreros y las clases medias cada vez demandaron más espacios en esa Medellín que “solo quiere trabajar. En su dura faena cotidiana no existe ni una sola pausa, ni un solo momento de alegría colectiva, ni la más leve insinuación de sosiego. El tremendo desarrollo de la industria no permite el descanso, el ajetreo permanente de sus negocios no puede prolongadas [...]. Como lugar de recreo, Medellín no tiene ‘fisonomía’”.4 De ahí que se plantearan proyectos como el ya referido Plan de Parques en 1964, en los que se incluyó un Parque Norte integrado con el Bosque de la Independencia para formar un conjunto de 74,53 hectáreas, en el que a la remodelación del bosque se sumaba un parque con escenarios recreativos y deportivos. Un Parque Norte que demoraría hasta finales de la década siguiente para ser construido e inaugurado. Mientras que el Bosque la Independencia