Foxá le seguía preguntando por la marcha de la tesis y le urgía para que se doctorase cuanto antes, aceptando mientras tanto cualquier trabajo, en un bufete, por ejemplo. Su pariente, el obispo de Cuenca, y Francisco Morán, el Vicario General, le aconsejaban lo mismo: «tienes que concentrarte en el doctorado».
Pero Escrivá no estaba dispuesto a ejercer un trabajo que le apartara de su misión o que retrasara el querer de Dios que había visto aquel 2 de octubre. Ese querer y esa misión se habían convertido en lo primero y fundamental de su vida.
Razonaba así: «No tengo dinero. Esto lleva consigo una doble consecuencia: a) que, como he de trabajar –a veces excesivamente– para sostener mi casa, no me queda ni tiempo ni humor para los trabajos inmediatos de estos doctorados; y b) que aunque tuviera tiempo, no teniendo dinero, es imposible pasar a esos ejercicios académicos»16.
La situación se volvía cada vez más difícil. En junio de 1930 expiraba el plazo que le había dado su Arzobispo para residir fuera de la diócesis de Zaragoza, y el obispo de Madrid estaba adoptando medidas para que los sacerdotes extradiocesanos regresaran a sus diócesis de origen.
Eso explica que cada vez que visitaba al Vicario para renovar las licencias ministeriales, acudiera con el alma en vilo. Entraba primero en la cercana iglesia de Las Carboneras17 y le pedía al Señor que se las renovaran a pesar de su condición de extradiocesano. Al terminar, regresaba a la iglesia para dar gracias.
Pero no podía permanecer indefinidamente así. Su situación se volvió tan inestable que contempló la posibilidad de aceptar la canonjía que le había ofrecido su pariente, el obispo de Cuenca. Pero después de hacer varias gestiones, acabó descartando la idea. Lo prioritario –concluyó– era sacar adelante la Obra; y ese empeño tenía, en aquellos comienzos, un ámbito específico de crecimiento: Madrid.
Debo proporcionarme una colocación eclesiástica modesta que me dé estabilidad canónica en Madrid hasta que la Obra se desarrolle lo suficiente: escondido tras el carguito de sacerdote secular, ¡cuánto puedo hacer, con la ayuda de Dios, para su Obra!18.
Otro problema que le acuciaba y no sabía resolver era el de su familia. Pensaba que no había llegado el tiempo para explicarle aquello a su madre y a sus hermanos (además, ¿qué les podía explicar?: era solo una moción interior dentro de su alma). Lógicamente, su madre y sus hermanos no comprendían su modo de actuar: ¿Por qué se quedaban en Madrid, pasando apuros, cuando podían vivir en Cuenca con cierto desahogo?
Josemaría sufría al verles padecer por su causa. «Estoy con una tribulación y desamparo grandes. ¿Motivos? Realmente, los de siempre. Pero, es algo personalísimo que, sin quitarme la confianza en mi Dios, me hace sufrir, porque no veo salida humana posible a mi situación»19.
Si esa contradicción le afectara únicamente a él –pensaba– le resultaría más soportable, pero de hecho acababa recayendo sobre los hombros de su madre y su hermana, que le recordaban a Simón de Cirene, al que los soldados romanos ordenaron que ayudase a Cristo a llevar la Cruz. Eso hizo que durante aquel tiempo le pidiera a Dios «una cruz sin cirineos».
Seguía conociendo a personas de diversos ambientes sociales: el 13 y 14 de junio, por ejemplo, predicó en la Capilla del Obispo –un hermoso templo situado en la Plaza de la Paja– ante un numeroso auditorio compuesto por obreros y trabajadores. Les habló con su estilo directo, sencillo y asequible –algo poco habitual en aquella época, propensa a las retóricas ampulosas– y se conmovió al ver la sed de Dios de aquellas gentes. Para vencer su emoción se aferró con fuerza al pasamanos de hierro de la barandilla20.
Para entender las causas de esa emoción conviene tener presente, entre otros factores, las penosas condiciones de vida de la llamada entonces «masa obrera», que empeorarían aún más a causa de la Gran Depresión de 1929.
Aunque durante ese periodo se mantenía lo que se denominaba entonces la «paz social», seguían sin resolverse los graves problemas económicos y políticos que afectaban particularmente a los obreros y a los trabajadores que le escuchaban, hombres que malvivían con sus familias en aquellos suburbios miserables que Escrivá conocía bien.
Se entiende que, olvidadas de todos, y manipuladas por diversas ideologías, esas masas sociales fueran radicalizándose, y que aquellas barriadas se convirtieran en un polvorín.
* * *
Mientras tanto, Escrivá sufría un proceso íntimo de purificación:
Quiere el Señor humillarme de una buena temporada a esta parte –anotaba en sus apuntes–, para que no me crea un superhombre, para que no crea que las ideas que Él me inspira son de mi cosecha, para que no piense que merezco de Él la predilección de ser su instrumento... Y me ha hecho clarísimamente ver que soy un miserable, capaz de lo peor, de lo más vil [...], jamás pude prever que, de anotar las inspiraciones, hubiera de resultar una Obra así [...]. Nadie puede saber mejor que yo, cómo todo lo que va resultando (jamás pensado por mí) es cosa de Dios21.
* * *
A primeros de julio de 1930 acudió a la residencia de los jesuitas de la calle de la Flor y le pidió a un sacerdote, Valentín Sánchez Ruiz22, del que le habían hablado en el Patronato, que le orientase espiritualmente23.
Durante esa primera conversación, aquel jesuita maduro y experimentado se encontró con un sacerdote desconocido y joven –Escrivá no había cumplido los treinta años– que le abrió de par en par las puertas de su alma.
Entonces, despacio –recordaba Josemaría–, comuniqué la Obra y mi alma. Los dos vimos en todo la mano de Dios. Quedamos en que yo le llevara unas cuartillas –un paquete de octavillas, era–, en las que tenía anotados los detalles de toda la labor. Se las llevé. El P. Sánchez se fue a Chamartín un par de semanas. Al volver, me dijo que la obra era de Dios y que no tenía inconveniente en ser mi confesor24.
Conversaron de nuevo el 21 de julio, y a partir de aquella fecha Escrivá comenzó a charlar de forma periódica con Sánchez Ruiz sobre aspectos relativos a su vida interior y a su trato con Dios.
Todo lo relativo a aquello, como es lógico, era de la exclusiva incumbencia de Escrivá. Sánchez Ruiz no entraba en esas cuestiones25. «Nada tuvo que ver ese venerable religioso con la Obra –explicaba Escrivá–, pero sí con mi alma, que no se puede separar del Opus Dei».
* * *
«Un día –anotaba Escrivá– fui a charlar con el P. Sánchez, en un locutorio de la residencia de la Flor. Le hablé de mis cosas personales [...], y el buen padre Sánchez al final me preguntó: “¿cómo va esa Obra de Dios?”. Ya en la calle, comencé a pensar: “Obra de Dios. ¡Opus Dei! Opus, operatio..., trabajo de Dios. ¡Este es el nombre que buscaba!”. Y en lo sucesivo se llamó siempre Opus Dei»26.
En ese momento recordó que ya había usado esa expresión anteriormente en los apuntes que iba haciendo en cuadernos y cuartillas. En una de esas cuartillas había escrito tiempo atrás:
No se trata de una obra mía, sino de la Obra de Dios27. [...] Entonces –y solo entonces– me di cuenta de que, en las cuartillas nombradas, se la denominaba así. Y ese nombre (¡¡La Obra de Dios!!), que parece un atrevimiento, una audacia, casi una inconveniencia, quiso el Señor que se escribiera la primera vez, sin que yo supiera lo que escribía; y quiso el Señor ponerlo en labios del buen padre Sánchez, para que no cupiera duda de que Él manda que su Obra se nombre así: La Obra de Dios28.
Ya estaba acuñado el nombre: Opus Dei29.
¿Los medios? Orar y expiar
En las notas personales que escribió durante este periodo, Escrivá dejó constancia de sus dudas, tanteos e incertidumbres iniciales. A la hora de