pasar por algunas calles sin que me pidieran revistas»7.
Durante aquel verano se organizó desde el Patronato una misión para obreros y empleados. Fue haciendo amistad con ellos y algunos decidieron secundarle en la tarea de «hacer la Obra de Dios»8.
Comenzaba por no hablar de la Obra a los que venían junto a mí: les ponía a trabajar por Dios, y ya está. Es lo mismo que hizo el Señor con los Apóstoles: si abrís el Evangelio, veréis que al principio no les dijo lo que quería hacer. Los llamó, le siguieron, y mantenía con ellos conversaciones privadas; y otras, con pequeños o grandes grupos... Así me comporté yo con los primeros. Les decía: venid conmigo...9.
Algunos le seguían, y al poco tiempo –semanas, mesesse iban, como «las anguilas en el agua»10.
Procuraba ir conociendo a algunas mujeres que pudieran entenderle, pero –como escribiría tiempo después– «no encontraba gente que me pareciera dispuesta»11.
* * *
Un día, cuando se dirigía a la iglesia para celebrar Misa, se encontró con una mendiga a la que conocía, porque estaba siempre en el mismo sitio, en la calle, pidiendo limosna.
Me acerqué a ella y le dije:
—Hija mía, yo no puedo darte oro ni plata; yo, pobre sacerdote de Dios, te doy lo que tengo: la bendición de Dios Padre Omnipotente. Y te pido que encomiendes mucho una intención mía, que será para mucha gloria de Dios y bien de las almas. ¡Dale al Señor todo lo que puedas!
Al poco tiempo, uno de los días que pasé a celebrar la santa Misa, no estaba, tampoco al otro... Como en esa época íbamos a visitar los hospitales, en uno de ellos me encontré con esta mendiga en una de las salas.
—Hija mía, ¿qué haces tú aquí, qué te pasa?
Me miró y me sonrió. Estaba gravemente enferma. Le indiqué:
—Mañana celebraré la Misa pidiéndole al Señor que te ponga buena.
La mendiga me contestó:
—Padre, ¿cómo se entiende? Usted me dijo que encomendase una cosa que era para mucha gloria de Dios y que le diera todo lo que pudiera al Señor: le he ofrecido lo que tengo, mi vida.
Solo le dije:
—Haz lo que quieras, pero le pediré al Señor por ti, y si te vas, cumple muy bien este encargo.
«Yo os digo –comentaba Josemaría Escrivá– que, desde que aquella pobre mendiga se fue al Cielo, es cuando la Obra comenzó a caminar deprisa».
A partir de entonces consideró a aquella mendiga, desde un punto de vista simbólico y espiritual, como la primera mujer del Opus Dei.
«Este suceso –apunta Toranzo– pone de manifiesto uno de los rasgos más característicos de la personalidad del fundador del Opus Dei: su confianza en la oración. El inicio del apostolado en orden a la expansión del mensaje del Opus Dei entre mujeres se presentaba además especialmente difícil»12.
Iba conociendo sacerdotes jóvenes, como Sebastián Cirac, con el que estuvo hablando en el Patronato de enfermos a finales de aquel año. Cirac vivía en Cuenca, de donde era canónigo, y cuando venía a Madrid se alojaba en la Casa sacerdotal de las Damas Apostólicas. Pronto trabaron amistad y en sus sucesivos viajes a la capital Escrivá le fue explicando la Obra. También estableció contacto con un sacerdote de Carrión de los Condes, Pedro Cantero Cuadrado.
Tras muchos afanes, pocos días antes de que se proclamase la II República, Escrivá contaba solo con tres personas en el Opus Dei: «5 de abril de 1931: ayer, domingo de Resurrección, D. Norberto, Isidoro, Pepe y yo rezamos las preces de la Obra de Dios»13.
Eran tres perfiles distintos: un joven estudiante de diecinueve años; un ingeniero de veintiocho y un sacerdote maduro y enfermo, de cincuenta y uno14. Solo dos vivían en Madrid. Zorzano viajaba a la capital de vez en cuando desde Málaga para hablar con Escrivá, con el que se carteaba con frecuencia.
Su respuesta ante las dificultades fue la confianza en Dios y la oración. Escribía en sus Apuntes:
Que, desde ahora, sea otro: que no sea yo, sino aquel que Tú deseas. Que no te niegue nada de lo que me pidas. Que sepa orar. Que sepa sufrir. Que nada me preocupe, fuera de Tu gloria. Que sienta tu presencia de continuo. Que ame al Padre. Que Te desee a Ti, mi Jesús, en una continuada Comunión. Que el Espíritu Santo me encienda15.
14 de abril de 1931. La II República
El 14 de abril se proclamó la República en España. La celebración tuvo un tono anticlerical: gritos, insultos, puyas a los sacerdotes... Entre la muchedumbre que se congregó en la Puerta del Sol había un grupo que llevaba en andas a un hombre que ridiculizaba al Cristo de Medinaceli. Pero no hubo agresiones físicas.
El único intento se dio por la noche, en la colonia de los Pinos de Chamartín, cuando varios desconocidos intentaron entrar en el convento de las Hermanas de la Cruz. El capellán llamó a la Guardia Civil y los asaltantes se disolvieron16.
Escrivá se mantuvo, como tantos españoles católicos, a la expectativa; y experimentó un disgusto similar al de ellos cuando empezaron a promulgarse decretos-leyes de carácter anticristiano.
Al día siguiente de la proclamación, se promulgó por decreto un estatuto jurídico que fijaba los principios directivos mediante los cuales se iba a regir España hasta que las Cortes aprobasen una nueva Constitución.
El tercer principio establecía la separación Iglesia-Estado, de forma que España dejaba de ser oficialmente católica y se establecía la libertad de práctica de cualquier creencia.
Pocos días más tarde, el gobierno adoptó otras medidas unilaterales que anulaban en la práctica el Concordato vigente; el 17 de abril prohibió a los Gobernadores Civiles que acudieran oficialmente a las ceremonias religiosas; y el 19 de abril eliminó los actos religiosos en los establecimientos militares.
Muchos católicos le concedieron al nuevo régimen el beneficio de la duda. Los obispos habían alentado a la participación ciudadana y a la construcción de la paz, y la mayoría de los fieles estaban dispuestos a secundarlos.
Pero las disposiciones sobre las relaciones Iglesia-Estado seguían con celeridad inaudita: el 23 de abril se suprimió de un plumazo el culto obligatorio en los lugares penitenciarios; y el 6 de mayo la instrucción religiosa dejó de ser obligatoria en las escuelas primarias17.
Ese modo de actuar provocó que muchos católicos acabaran concluyendo que el sistema de gobierno republicano era contrario a la Iglesia por naturaleza, a pesar de la actitud prudente que mantuvo la Jerarquía, fiel a las indicaciones de la Santa Sede. El mismo cardenal Segura había llegado a decir –siguiendo esas indicaciones– que «la Iglesia no siente predilección hacia una forma particular de Gobierno»18.
Aunque seguía habiendo católicos que propugnaban la unión entre el trono y el altar, y concebían la monarquía liberal, encarnada en Alfonso XIII, como el ideal del «régimen político católico»; otro gran número de creyentes deseaba un cambio político, un nuevo régimen donde pudieran convivir en paz creyentes y no creyentes.
Pero las nuevas normas que se iban aprobando, casi a contrarreloj, no facilitaban esa convivencia: se disolvió el cuerpo de capellanes del Ejército y la Armada, se sustituyó el tradicional juramento de un cargo por una simple promesa, se privó a la Iglesia de representación en el Consejo Nacional de Educación y se prohibió a los funcionarios la asistencia a actos religiosos públicos19.
Para valorar el impacto de estas medidas conviene situarlas en su contexto histórico, atendiendo a la mentalidad de los españoles de aquel tiempo.