Vicenta Marquez de la Plata

Mujeres con poder en la historia de España


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López de Córdoba, a cuyo cuidado estaban encomendadas las infantas, como ya adelantamos, se hizo fuerte en Carmona con las dichas princesas, su propia familia y el tesoro del rey. Entre los suyos, naturalmente, se hallaba su hija Leonor, que apenas tenía ocho años; su hijo don Lope, no mucho mayor que esta; y otras dos hijas con sus maridos. Al menos de estos sabemos seguro que existieron, pues doña Leonor los menciona en sus memorias aunque nada más se sabe de ellos.

      Como lo que nos interesa es la figura de doña Leonor, nos detendremos un poco en sus memorias. Aunque este no es el lugar idóneo para hacer ninguna crítica literaria, por el interés que revisten debemos al menos mencionar que estas son altamente meritorias, hasta el punto de que se han celebrado encuentros históricos y literarios en torno a ellas, pues son el primer ejemplo de autobiografía en lengua castellana.

      Doña Leonor, cuando tenía unos cuarenta años, y después de su privanza con doña Catalina de Láncaster, dictó sus memorias a un escribano de Córdoba, a las que intituló Esscriptura, para honrra y alabanza de mi Señor Jesu Christo e de la Virgen María, Su Madre. Durante mucho tiempo el manuscrito original estuvo depositado en el convento de los dominicos de Córdoba, desgraciadamente está hoy perdido. Existen dos copias tomadas del original: la del marqués de Fuensala del Valle y la de la Biblioteca Colombina.

      Tuvo la dama una vida azarosa y puede decirse que desgraciada. Ella lo relata lamentándose de vez en cuando con un estilo literario que comparte la descripción de lo sucedido con el género epistolar, en un prototipo de lo que se ha dado en llamar el género de consolación, en el que el autor (o autora) habla de unos sucesos para ejemplo y consuelo de otros en la misma situación.

      Era hija Leonor del mencionado maestre Martín López de Córdoba, que era sobrino de don Juan Manuel, y de doña Sancha Carrillo, sobrina de Alfonso XI, por lo que ambos progenitores procedían de la más acendrada nobleza. Nació doña Leonor en el palacio de Calatayud, se cree que en septiembre de 1362, y fueron sus madrinas de bautizo las señoras infantas, las tres hijas de Pedro I el Cruel, tal y como ella nos lo dice en sus propias palabras. Un tiempo después, doña Sancha Carrillo y su hija, junto con las señoras infantas se trasladaron a vivir en el Alcázar de Segovia junto con la familia real y allí falleció impensadamente la madre de nuestra protagonista. Doña Leonor era entonces aún muy niña, por lo que quedó la huérfana bajo la protección de una de sus madrinas reales.

      No sabemos por qué (probablemente porque al no tener madre su padre se preocupó pronto de buscarle un buen acomodo para el futuro) el maestre don Pedro casó a su hija Leonor cuando tenía siete años. Le buscó un marido apropiado a su alcurnia y posición, aunque mucho mayor que ella, y lo encontró en Ruy Gutiérrez de Hinestrosa, que a la sazón desempeñaba el honroso cargo de camarero mayor del rey Pedro I.

      En Castilla desde mediados del siglo XIII ya contamos con la reglamentación de los oficios de la corte, mediante la aplicación del Código de las Siete Partidas. Según estas, el camarero debía «guardar la Cámara do el rey albergare, é su lecho, é los pannos de su cuerpo, é las arcas, é los escritos del rey». Aunque con el transcurso del tiempo estos oficios se fueron tornando meramente honoríficos, no fue así al principio cuando en razón del oficio se tenía verdadera proximidad física con el monarca y por ello el cargo era muy codiciado entre los nobles.

      Para demostrar que él también era un hombre poderoso, y que su poder de estirpe y nacimiento no eran inferiores a las del novio, don Pedro dotó a su hija con veinte mil doblas de oro, cantidad más que sobrada para asegurarle un futuro esplendoroso.

      En sus memorias nos dice doña Leonor que su marido tenía infinidad de bienes, joyas y piedras preciosas, perlas y oro, y, aunque no nos dice a cuánto ascendía su fortuna, en conjunto parece que tenía bienes suficientes para que, junto con su dote, ambos gozasen de una vida muelle. Además, añade, podía armar al momento trescientas lanzas. Como cada lanza iba acompañada de seis peones y dos caballos (un corcel y un palafrén), trescientas lanzas significaban trescientos guerreros, mil ochocientos peones y seiscientos caballos. Durante la Edad Media, el precio de un caballo era equivalente a cien ovejas, así que seiscientos caballos, en moneda de cuenta era el precio de un rebaño de sesenta mil ovejas. Todo el equipo y armas, amén de la manutención de los caballos, los peones y las lanzas eran proporcionados por el señor, así que el marido de doña Leonor era un potentado, según se deduce de un cálculo apresurado de sus posibles bienes en virtud solo de los hombres que podía armar y alimentar a su costa.

      Era el mencionado esposo de la joven Leonor, además, señor de vasallos y tenía bajo su poder y señoría no menos de quinientos moros y moras en calidad de esclavos.

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      Dobla de oro de 35 maravedíes de Pedro I. Siglo XIV. Sevilla. Dobla Cruzada.

      Ya mencionamos que el fiel maestre de Calatrava, don Martín, había llevado a Carmona a su propia familia y a las tres señoras infantas, pues creía poder defenderlas mejor en esa fortaleza mientras se dirimían por la fuerza de las armas, lucha causada por las diferencias entre el rey y su hermano bastardo. Muerto el rey don Pedro, supo don Martín que el nuevo rey, don Enrique, vendría en pos de las infantas, pues en puridad ellas eran la encarnación de la legitimidad dinástica y cualquiera de ellas podría, ahora o en el futuro, disputarle la corona.

      Esto era así en virtud del derecho de representación por el cual «los hijos —o hijas en este caso— representan la figura de sus padres, en todo tiempo y lugar, siempre», y podían reclamar cualquier cosa que les correspondiere a los dichos de sus padres, aunque esos padres hubieren desaparecido e incluso si hubiesen muerto antes de posesionarse del bien que reclamaba el hijo. En este caso, las hijas del rey muerto podían reclamar legítimamente el trono de su padre.

      Efectivamente, acudió don Enrique de Trastámara a pedir la entrega de las hijas de don Pedro, pero el fiel maestre se negó a entregarlas; al contrario, se fortificó y resistió el asedio a que lo sometió el nuevo rey. Desalmado era el tiempo y desalmados sus protagonistas. Durante el asedio, una noche, cuarenta caballeros de don Enrique lograron escalar la muralla, pero fueron descubiertos y llevados a presencia de don Martín, el cual al saber que los infiltrados pretendían abrir la puerta al enemigo los hizo matar a todos a lanzadas. Gran enojo y consternación causó este hecho al rey don Enrique y quizá fue esa la razón de su inhumano proceder posterior.

      Después de intentarlo repetidas veces, apreciando el Trastámara que le sería muy costoso en vidas tomar por la fuerza la villa, llegó a un trato con el defensor de la plaza fuerte: las hijas de don Pedro podrían abandonar Carmona con el tesoro de su padre e irse a Inglaterra, como solicitaba don Martín. En cuanto a los defensores de la villa, sus vidas y bienes serían respetadas; don Pedro y su familia tendrían carta salva y podrían salir sin ser molestados. Quizá el maestre de Calatrava no confiaba del todo en la palabra del rey, pues antes de abrir las puertas de Carmona (10 de mayo de 1371) hizo salir a las hijas de su difunto señor don Pedro, y de María de Padilla, acompañadas por el obispo de Jaén con el tesoro real. Todos juntos se hicieron a la mar rumbo a Inglaterra. Luego, siguiendo los pasos de lo pactado, se abrieron las puertas de Carmona para que entrase el nuevo rey.

      Para deshonra de este, el soberano no cumplió nada de lo acordado y convenido; al contrario, nada más entrar en la villa, hizo tomar preso al fiel maestre de Calatrava, don Martín López de Córdoba, a su familia y a los defensores de Carmona. La matanza de los cuarenta hombres de Enrique fue vengada con un acto de crueldad que no desmerecía de lo que acostumbraba el difunto Pedro I el Cruel. Según la Crónica abreviada:

      Mandó el rey arrastrar por toda Sevilla á Matheos Fernández, secretario del sello de la poridad del rey don Pedro, é cortáronle pies é manos, é degolláronle; é el lunes doce días de junio arrastraron á Martín López por toda Sevilla, é le cortaron pies é manos en la plaza de San Francisco, é le quemaron.

      No se contentó el de Trastámara con tamaña felonía, pues en esos tiempos dar muerte ignominiosa a un noble era peor que la muerte misma, sino que tomó presos a todos sus servidores, parientes, hijos e hijas, yernos, sobrinos y encomendados y los hizo conducir a las Reales Atarazanas de Sevilla, en donde los sepultó