Javier Gómez Molero

El asesino del cordón de seda


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su intención no pasaba por ponerlas a la venta, no mientras no le fuese preciso para vivir. Y aun así, lo que el cuerpo le pedía era ofrecérselas al santo padre, en pago a todo lo que había hecho por él y por la Iglesia. Él sabría darles el destino adecuado.

      Michelotto posó el cofre sobre la mesa, abrió la tapa y se aplicó en ir sacando poco a poco piezas y más piezas, que en parte se revelaban deformadas, rayadas o con manchas de polvo. El silencio, que a breves intervalos quebraba el crepitar del fuego de la chimenea, se iba espesando a medida que las distintas piezas iban invadiendo el tapete de cuero que se extendía sobre la mesa del despacho de Burchard. Los tres intelectuales se intercambiaban miradas más elocuentes que las palabras. Les costaba lo indecible contenerse. Lo que vislumbraban por entre el polvo los tenía al borde del pasmo.

      —Decidme Michelotto, ¿cómo ha llegado a vuestras manos? —Pompilius ensanchó su pregunta, con la aseveración de que ese dato iba a ser de utilidad para facilitar la identificación de los objetos que aguardaban su dictamen y el de sus dos amigos.

      —Dos de mis hombres, que montaban guardia en Porta San Paolo, estaban registrando el carro de un labriego que se encaminaba hacia las tierras del sur, cuando, al ir a levantar una manta, tropezaron con el cofre. Al cabo de unas horas de interrogatorio, sin que llegaran a sacarle nada en claro referente a su procedencia, mandaron a otro compañero a la prisión de Torre di Nona, donde yo estaba de inspección, para solicitarme que acudiera sin pérdida de tiempo, que un asunto grave me reclamaba. El hombre no tenía media bofetada, por lo que intuí que a poco que le apretara iba a cantar sin mayor dilación. Pero no hacía sino dar rodeos, inventar excusas, cualquier cosa antes que revelarme la procedencia del cofre. En vista de que no atendía a razones y continuaba cerrado en banda empecé por golpearlo con suavidad, luego con cierta violencia y en uno de los arreones fue a caer al suelo con tan mala fortuna que se golpeó con una piedra la nuca y de resultas del golpe me quedé in saecula saeculorum sin su confesión. Mala suerte.

      —Identificar las piezas va a llevar su tiempo. Habrá que limpiarlas a conciencia con productos especiales de los que aquí y ahora no disponemos. ¿No opináis como yo? —la pregunta de Pompilius iba para Spannolius y Burchard.

      —Las que están limpias lo mismo sí podéis identificarlas —se cruzó Michelotto, cuyo interés se concretaba en hacerse una idea del valor de las piezas.

      —Veamos —Burchard fue apartando las piezas que presentaban un aspecto aceptable. Daba por seguro que entre el académico, el humanista y él iban a arrojar luz acerca de las monedas, camafeos, anillos, brazaletes, coronas, tablillas de oro y demás objetos que había aislado del resto.

      —Comencemos por las monedas. Son las que con más fiabilidad nos van a ayudar a poner fecha a todas las piezas. Me da la impresión de que forman parte de un mismo tesoro y puede que de una misma época —de las diez o doce monedas que Pompilius había cogido, pasó tres a Burchard y tres a Spannolius.

      —Aquí tenéis una lupa para cada uno —Burchard, que las guardaba para descifrar manuscritos medio ilegibles, las había sacado de uno de los cajones de debajo de la mesa.

      Conforme pasaban los minutos en el examen del anverso y el reverso de las monedas de oro, la sonrisa iba ganando terreno en los rostros de los tres y contagiaba a Michelotto, que por fin comenzaba a atisbar la claridad. Si no fueran gentes de fiar, no exteriorizarían una alegría que presagiaba una elevada cotización. El humanista y el académico habían venido para prestar su colaboración desinteresada.

      —Apostaría a que las dos imágenes que de perfil aparecen en este áureo corresponden a Agripina y su hijo Nerón y, puesto que la madre fue asesinada en el año 59, habría que datarla con anterioridad a esta fecha —Spannolius era autor de una «Vida de Séneca», quien se desempeñó como tutor del emperador en su juventud. De ahí que el académico dominara como pocos ese periodo de la historia de Roma.

      —Estas tres coinciden en representar a Nerón bajo la figura de Apolo, con quien ambicionaba que se le identificase, después de haberse liberado de las trabas que su madre le puso para consagrarse al arte. Acabo de acordarme de un pasaje del historiador Dión Casio, en el que da al emperador el nombre del dios de la poesía y de las artes. Sin duda alguna, este áureo fue acuñado después del año 59, puede que en el 60 o 61 —calculó Pompilius.

      —Esta otra no ofrece duda. En torno a un rostro de mujer, se distingue la inscripción diva Poppaea Augusta, que hace referencia a la segunda esposa de Nerón, quien, después de muerta, aparecería en inscripciones como diosa. Si la memoria no me juega una mala pasada, Popea falleció sobre el año 65, así que la moneda es de fecha posterior —a los labios de Burchard asomó un ramalazo de orgullo, por hallarse a la altura de los dos especialistas.

      —Prestad atención a la inscripción que rodea la imagen del templo de Jano con la puerta cerrada en este áureo: Pace terra marique porta Ianum clusit, o lo que es lo mismo, «cuando la paz romana se impuso por tierra y mar, cerró la puerta de Jano».

      Tras devolver la moneda a la mesa, Spannolius brindó una fugaz sonrisa a Michelotto, cuyo rostro llevaba escrito que no se enteraba de nada.

      —El templo de Jano se cerraba en épocas de paz, circunstancia que en raras ocasiones se daba en Roma. La moneda de la inscripción conmemoraba el primer decenio de Nerón en el poder, allá por el año 64 —Spannolius se dirigía evidentemente a Michelotto.

      —Dejemos para más adelante las monedas que quedan y centrémonos en lo demás —propuso Burchard.

      —Este es el anillo con el que quienquiera que lo llevase sellaba los documentos. La esmeralda con que se adorna no contribuye sobremanera a su identificación. Que pertenezca a la misma época que las monedas, solo los dioses lo saben —apuntó Spannolius.

      —Soy de la misma opinión respecto de esta cajita de oro, que posiblemente contuviera la primera barba de un joven. De tratarse de Nerón habría que fecharla más o menos en el año 55 —Burchard repartió la mirada entre el humanista y el académico. Y se sintió pagado al comprobar su gesto, con el que venían a refrendar que le asistía la razón.

      —En este camafeo, cuya mitad inferior lo ocupa un águila, quien aparece sin duda alguna es Nerón, con la cabeza de perfil mirando hacia la derecha y ceñida con una corona de laurel. Sus rasgos son los que estamos habituados a ver en las esculturas que de él se nos han transmitido. Yo fijaría la fecha de su composición sobre el año 60 —con la manga rasgada de su jubón, Pompilius estaba sacando brillo al camafeo para contemplarlo en toda su pompa.

      —Terminemos con este brazalete de oro en el que está engastada la piel de una serpiente. Confieso que se me oculta a quién pudo pertenecer —Burchard pasó el brazalete a los dos especialistas.

      —Es tan transparente como el agua. Perteneció a Nerón. Y tiene su historia —Spannolius se hizo el interesante—. Me documenté debidamente antes de ponerme a escribir sobre Séneca, su preceptor. Unos asesinos a sueldo irrumpieron en el dormitorio de Nerón con la orden de eliminarlo, cuando una serpiente que salió de debajo de la almohada los puso en fuga. Como muestra de gratitud, su madre mandó confeccionarle con su piel este brazalete que lo protegería de futuros atentados. Por aquel entonces el futuro emperador no alcanzaba los cuatro años, así que no sería descabellado fechar el brazalete sobre el 39 o 40.

      —Señores, de todo corazón os agradezco que me hayáis puesto al día acerca de estas piezas. De cuanto habéis expuesto extraigo la conclusión de que nos hallamos ante objetos en su mayoría de oro y de época antigua. ¿Estáis en condiciones de adelantarme su valor aproximado? Y tal como avancé a su excelencia —el mentón de Michelotto se torció hacia Johann Burchard—, sabed que no me mueve interés alguno, solo la curiosidad. Es más, estoy calibrando si obsequiárselos al santo padre, quien como todo el mundo conoce es un apasionado de nuestra cultura antigua.

      —Así de pronto corremos el riesgo de errar en nuestra valoración. Pero ni que decir tiene que su cotización en el mercado de antigüedades es elevada. Yo abogaría por que nos concedierais una semana o dos de plazo, al objeto de que recuperemos las piezas sucias o deterioradas y examinemos con más detenimiento