hacia la Víbora.
La tuve conmigo más de un año, era mansita y aprendió pronto numerosas palabras, buenas y malas, luego en un viaje que hice a Camagüey se la llevé al Príncipe, que todavía la conserva. En ese último viaje andaba cuando murió mi abuela, como no pudieron localizarme me vine a enterar casi un mes después. De la vieja lo único que siempre guardé y guardo fueron buenos recuerdos, peleaba y regañaba como todas las abuelas, pero conmigo se portó siempre de maravillas. Ella fue la cómplice preferida de mis chiquilladas, raras veces me castigó y cuando me daba alguna nalgada yo sabía que estas le dolían más a ella que a mí.
A mediados de los ochenta se suspendieron las patentes a los merolicos, se suspendió también el Mercado Agropecuario y muchas gentes comentaban que se iba a implantar otra vez la Ley contra la Vagancia. Entrabamos en lo que se llamó Proceso de Rectificación de errores y tendencias negativas. Se hicieron famosas las operaciones policiales contra los acaparadores e intermediarios, de esa fecha fueron los casos de Pitirre en el alambre y otros de gran connotación pública.
Supuse y supuse bien que todo aquello no era sino otra fiebre más y decidí permanecer tranquilito. Muchos de mis socios se pusieron enseguida a conseguir una pega cualquiera que les protegiera las espaldas. Yo no, lo que hice fue disminuir mis operaciones y en consecuencia mis gastos también porque en realidad nadie sabía cuánto iba a durar aquella situación.
Como trapichar en la calle se volvía cada vez más peligroso y menos beneficioso ideé un negocito fácil y que llamaba poco la atención. Compré un motorcito eléctrico, lo monté en una tabla mediana y le puse una piedra de amolar. La práctica y habilidad como amolador la adquirí después de joder unos cuantos cuchillos y tijeras de mis vecinos de albergue, a los que por supuesto no les cobré el servicio. Cuando me sentí capaz y seguro lo eché todo en un bolso viejo y salí a la calle, por lógica, debido a las prohibiciones no me anunciaba, pero iba tocando puerta a puerta anunciando mis servicios. Por regla general en todas las casas hay siempre unas tijeras, machete o cuchillo que amolar, así que aunque el promedio de los que aceptaran mi oferta fuera de cuatro a uno, cuando llevaba visitadas sesenta o setenta casas lograda una buena clientela. Por los machetes cobraba tres pesos, dos por las tijeras y uno por los cuchillos. Tuve días de hacer hasta cincuenta pesos, era un negocio totalmente rentable, pues consumía la electricidad de los propios clientes y el trabajo lo realizaba dentro de las viviendas, lejos de las miradas de curiosos y chivatos. De esta manera sencilla pude hacer crecer de nuevo mi cuenta. Así me mantuve casi dos años y no me aburría porque daba buenos dividendos y además porque trabajaba cuando me parecía. Yo no sé cómo hay tanta gente, la mayoría, que soportan el castigo del trabajo diario, con un horario estricto y unos sueldos ridículos, aguantando los caprichos de jefes venáticos y sobre todo teniéndose que fajar a diario con las guaguas.
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