VICTOR ORO MARTINEZ

DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS


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si te arratonas después no levantas presión más nunca. Lo esperé hasta tarde en la entrada del albergue. Era pasada la media noche cuando dobló la esquina, me pegué cuanto pude a la pared y cuando lo tuve junto a mí, me le abalancé y tomé por las solapas. Le dije con rabia, masticando las palabras.

      _Oye bien lo que te voy a decir ¡cojones! Si hasta ahora te aguanté tus caritas y bravuconerías fue por Marta, ¿me oíste? Pero ya me cansé, compadre_ lo sacudí fuerte_. Ve y busca un palo, un cuchillo, un machete, lo que te dé la gana y hasta puedes traer a un par de socios tuyos si quieres_ lo empujé con fuerza contra la pared_. Los voy a esperar, solito, en la línea del tren ¡Dale, arranca!_, y lo volví a empujar.

      Nunca imaginé, aunque entraba en mis cálculos, que aquello fuera a dar tan buen resultado. Es verdad que me la jugué todo a la última baraja, pero a partir de ese día nos dejó tranquilos.

      Las cartas que en un inicio enviaba casi todas las semanas a Camagüey se fueron haciendo más y más esporádicas. Bety por un tiempo estuvo insistiendo en que me les uniera allá, pero ante mi negativa terminó por desilusionarse. Comenzó a trabajar en Nuevitas y se enamoró de su jefe, tuvo la sinceridad de decírmelo y como no habíamos llegado a casarnos legalmente dimos el vínculo por disuelto y aunque parezca extraño, estaba tan envuelto en líos, negocios y trajines que aquella noticia lejos de apesadumbrarme me alegró. Me sentí libre de un compromiso que a ratos me quitaba el sueño. Al Príncipe siempre que tenía un chance le pasaba un giro o le mandaba algún juguete o una cajita con cualquier bobería que consiguiera.

      A Martica por otro lado le tuve que sacar el pie pues cada día se embullaba más y más con nuestra relación. Tenía con ella deudas de gratitud inmensas, pero no era mi tipo, me llevaba casi quince años de edad, era muy alegre y compartidora, pero mal hablada, amiga del chisme y últimamente se estaba poniendo muy celosa. Con gran alegría me enteré que le había llegado el turno de recibir su nueva casa, un apartamento flamante en Alamar y le ayudé a hacer la mudada, pero para empezar a cumplir lo que había prometido no me quedé en su nueva casa ni una sola noche a pesar de lo mucho que insistió.

      Libre también de esta atadura y ya con las riendas en mis manos de otros medios de subsistencia volví a tener confianza en mí y me dije que había llegado la hora de iniciar la segunda conquista de la Habana. Tenía varias cosas a mi favor, ya conocía el ambiente del bajo mundo y bastante bien a la ciudad y sus recovecos, tenía juventud y me consideraba con la experiencia suficiente para el empeño que pensaba realizar y por último, y esto es un poco de vanagloria, gozaba de una cultura, la que me habían proporcionado la lectura y los dos años en la Universidad, que no tenían sino algunos escasos vecinos.

      Pude comprar una guitarra y aunque ya no con el ímpetu de años atrás volví a ratos a personificarme como Silvio. Lo hacía sobre todo cuando deseaba sostener una relación amorosa rápida y fácil, escogía para esto lugares propicios, sobre todo en las cercanías de las discotecas y cines de Playa, Marianao y la Lisa. Con el “Unicornio” y ”Supón” logré unos ligues sensacionales.

      Siempre que disponía de tiempo me metía en alguna biblioteca y se pasaban las horas prendido a cualquier buena lectura. Descubrí a Borges y a Bioy Casares, a García Márquez que seguía asombrando al mundo, a Cortázar y a Dostoievski. Al que nunca me pude disparar completo a pesar de su fama fue a Carpentier, demasiado saber, me exasperaba, prefería a Onelio Jorge y Loveira. Fue en la biblioteca precisamente donde me adentré en el estudio del Código Civil y Penal, no tanto por mi afición al Derecho, sino por conocer hasta donde tipificaban mis andanzas como delitos, para cuidarme y no meter la pata. Así supe la diferencia entre robo y hurto, entre engaño y estafa, qué era la alevosía y qué la premeditación.

      Pasé revista a mis ardides y tretas y me declaré inocente de haber cometido delitos mayores. Mucha gente, amigos verdaderos que tuve, me insistieron mucho para que cambiara mi forma de ser, me aconsejaron sinceramente que me pusiera a trabajar con el Estado, que a la larga me haría falta un retiro, pero sacaba cuentas y más cuentas, me fajaba y discutía conmigo mismo y nunca me di la aprobación para el cambio.

      La naturaleza del carácter es congénita y por mucho que uno intente ser de otra forma diferente a la que has tenido desde el nacimiento resulta en extremo difícil, por no decir que imposible. Mi ánimo ha sido siempre el de la aventura y la vida fácil, me aburro muy rápido con cualquier actividad que realice por largo tiempo, la rutina me mata. Aparte de todo tenía mis propias experiencias, duras y poco frecuentes, la vez que había decidido formar una familia y mantener un hogar el Destino, al que siempre pongo como causa de mis pesares, me jugó la mala pasada del incendio.

      Consecuente con mis deseos y tendencias de ánimo trataba siempre de satisfacer mis gustos y necesidades, pero cuidándome de no ofender, estropear o abusar de otros inocentes.

      Una vez, no sé por qué, mariconerías de uno, me decía en broma Sebastián, un negro gordo y bonachón del albergue, me dio la taranta de hacerme de una cotorra. En parte le achaco esta fiebre al hecho de que cuando niño tuve una, bueno era de mi abuela, a la cual por un descuido Alfredo, el huérfano, aplastó con el balancín del sillón, la hizo mierda, y aquello me conmovió mucho y me prometí cuando fuera grande tener mi propia cotorra.

      Conseguir una cotorra no es fácil, aparte de que su captura y venta están prohibidas. Preguntando y preguntando me dijeron que en la Isla de la Juventud todavía se encontraban con facilidad, por lo que preparé viaje, saqué unos pesitos del banco y una mañana de junio me vi navegando hacia allá.

      Logré hospedarme en el motel “Las Codornices” en las afueras de Nueva Gerona. La pasé de maravillas, no por gusto la Isla es Municipio Especial, me quedaba boquiabierto cuando al visitar las cafeterías observaba las tablillas de las ofertas totalmente repletas, muy diferente de lo que se veía en la Habana y ni que decir de otros pueblos de la Isla grande, los precios eran además ridículos. Me di gusto comiendo bistec de caguama, camarones, enchilado de jaibas, jamón vikin y mil cosas más. Preguntando por aquí y por allá establecí contacto con un carbonero que me prometió conseguirme una cotorrita antes del 24 de junio, dicen que después de ese día, el de San Juan, los pichones que no han logrado abandonar el nido cogen gusanos y se mueren.

      El viejo no me quiso cobrar nada, pero sí aceptó un par de botellas de ron que le regalé.

      Cuando vi a la cotorra de mis desvelos pensé que me estaban engañando. Era un bicharraco feo, sin plumas, apenas unos cañones que asomaban sobre el pellejo colorado, una cabeza grande con un pico descomunal, pero lo más sorprendente eran los ojos, negros, enormes y saltones. Tenía un apetito voraz y emitía unos chillidos ridículos y estridentes.

      Transportar a aquel bicho hasta la Habana era realmente difícil y riesgoso debido al severo chequeo que en la Terminal Marítima y en el aeropuerto existía siempre y que para esta fecha de saca de las cotorras se reforzaba. Dos días me pasé cavilando cómo proceder hasta que se me alumbró el bombillo. Fui hasta una de las tiendas de la Calle 39 y compré un radio VEF –206, lo desarmé y en el espacio donde se colocan las baterías puse al pajarraco, cabía a la perfección, pero chillaba como una poseída. Alguien me recomendó empastillarla, así que le soné un par de Benadrilinas y medio Diazepán una hora antes del vuelo. Logré pasar el chequeo sin problemas, iba muy orondo con mi radio en la mano. Por desgracia había comenzado a llover y el vuelo se retrasaba. A la media hora Friki, como había decidido nombrarla, por lo de las pastillas, empezó a emitir ligeros chillidos y me vi precisado, preso de tremendo nerviosismo a separarme del resto de los pasajeros y comenzar a trastear los botones del aparato como si lo estuviera sintonizando. Si me sorprendían con la cotorra la multa no me la quitaba ni el pipisigallo, para mi suerte logré que se callara hasta que abordamos el AN-24.

      Apenas despegamos desatornillé la tapa del receptáculo y la saqué para que tomara aire. En ese mismo momento avisó el comandante de la nave que debido al mal tiempo existente en la Habana era necesario volver a aterrizar en el aeropuerto de Nueva Gerona. Nerviosísimo, cagándome de miedo, en el sentido más literal de la palabra, volví a meterla apresurado en su escondite, para este instante ya chillaba como