como prerrequisito para la creación de obligaciones3, y esta se convirtió en fundamento de la teoría subjetiva del contrato y del negocio jurídico.
La autonomía de la voluntad, entonces, se volvió la base del negocio jurídico4, y a partir de ella se reconocieron figuras tan importantes como el “pacta sunt servada” y la primacía de la voluntad psicológica sobre la declarada, piezas claves de la concepción clásica del contrato. Lo anterior constituye el núcleo de la perspectiva subjetivista del contrato y del negocio jurídico, las cuales son piezas claves del contrato que calificamos como clásico.
A continuación, se mostrarán las bases de la denominada “teoría clásica”, sin pretender hacer una reconstrucción histórica de las diferentes instituciones jurídicas, sino evidenciar los fundamentos del contrato y las consecuencias que de ello se derivan en relación con su proceso de formación.
LA PERSPECTIVA CLÁSICA DEL CONTRATO Y LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD
La expresión “subjetiva” da buena cuenta del contenido de esta perspectiva, en tanto pone el acento en el sujeto y, en particular, en su voluntad, de suerte que el contrato debe ser expresión de la voluntad libre y consciente del contratante, considerando su querer o fuero interno. Así, el contrato es el resultado de la voluntad, y en caso de duda sobre su contenido deberá buscarse lo querido por cada una de las partes para desentrañar su real significado5.
En términos de Juan Carlos Rezzónico, “según la teoría subjetiva […] el elemento esencial para el consentimiento es la voluntad interna del sujeto y constituye una plausible directiva de interpretación en actos de última voluntad”6. Gustavo Ordoqui, en igual orientación, señala que la teoría subjetiva atiende al acuerdo entre las partes, de suerte que lo fundamental es su voluntad real7.
El mismo criterio es compartido por Carlos Fernández Sessarego, quien asevera que, de acuerdo con la teoría subjetiva, la autonomía de los sujetos permite la creación de reglamentaciones en sus relaciones jurídicas, las cuales están basadas en el querer que es objeto de concreción a través de su exteriorización8.
El énfasis está en la intención, individual o colectiva, que da origen a la autorregulación de intereses y que, por tanto, es la única que permite la conformación del vínculo contractual. Sin embargo, esto no siempre fue así. Por ejemplo, el derecho romano carecía de una conceptualización relativa a la autonomía de la voluntad, pues para este derecho el nacimiento a la vida jurídica del contrato no era relevante, sino la relación en sí misma creada9, para lo cual era suficiente el agotamiento de los pasos señalados en la ley. Por ello, no se habla de consentimiento o de voluntades, sino simplemente de la eficacia jurídica de algunos contratos o pactos, así como de las acciones que tenían las partes para asegurar su cumplimiento10.
Sin embargo, la admisión de los contratos consensuales11 significó un reconocimiento remoto a lo que con posterioridad se llamaría autonomía de la voluntad, porque con ellos se dio pie para que los individuos autorregularan sus intereses con un mero acto de voluntad12, permitiendo que la noción de contrato descansara en el consentimiento de los interesados13.
Esta fue la primera fractura entre el contrato antiguo y sus posteriores desarrollos, al superarse el ritualismo como condición para su existencia y reconocerse el querer como fuente de obligaciones, dotándolo de un rango similar al de la ley. Se deja entonces de confundir la voluntad con su declaración, la decisión individual con su representación social, para viabilizar que el individuo se imponga sus propias regulaciones14. Llámese la atención sobre el hecho de que este cambio, al igual que el ahora experimentado –según explicaremos con posterioridad15–, obedece a la influencia de la economía en el derecho contractual.
La perspectiva clásica del contrato encuentra, como fundamento, dos importantes cambios en el pensamiento occidental: 1) una reinterpretación del valor de la palabra en el derecho canónico y 2) la asunción de la autonomía de la voluntad, con el racionalismo del siglo XVII como única limitación válida a la libertad individual.
El derecho canónico: la perspectiva moralista de la voluntad
Uno de los cambios fundamentales en las ideas occidentales generadoras de la teoría clásica del contrato fue de carácter religioso. El derecho canónico, a partir de los siglos XIV a XVI, y después del aumento del ritualismo por la influencia del derecho germano16, dio mayor valor a la voluntad, pues, a partir del juramento y el respeto a la palabra empeñada, se consideró que los sujetos podían obligarse por una mera declaración de su intención, so pena de comprometer su responsabilidad ante la divinidad. Este derecho, entonces, sustituyó el mayor valor asignado a la formalidad para darle prevalencia al consentimiento, bajo el entendido de que la moral imponía cumplir lo prometido.
Se volvió inadmisible desconocer los compromisos adquiridos, en tanto ello era equivalente a una mentira, pecado que podía comprometer la vida ultraterrena. Por tanto, la doctrina canónica “confirió un valor fundamental al consenso, imponiendo el deber de fidelidad a la palabra dada y el deber de veracidad”17, dando así lugar a las teorías moralistas de orden cristiano de la voluntad.
El contrato se reimpregnó de la voluntad, pero medida de forma ética o moral (religiosa), en tanto el desconocimiento de la palabra empeñada era una incorrección que debía ser objeto de sanción celestial por comportar una falta de actuación al estándar impuesto por la divinidad18 y a lo que era socialmente aceptable. Inicialmente, la vinculatoriedad del contrato se sujetó al hecho de “jurar”, esto es, de emitir una voluntad poniendo como testigo a Dios, pues ello comportaba un compromiso que era de irresoluble cumplimiento, so pena usar su santo nombre en vano.
Tal exigencia de juramento fue superada al estudiar con detenimiento las escrituras católicas, pues Jesucristo, en alguna de sus prédicas, prohibió jurar, lo que fue entendido por los jerarcas de la Iglesia católica como un reconocimiento a la veracidad de la simple expresión de palabra, pues para la divinidad tenía el mismo valor19. No fue ya necesario someterse al ritual del juramento: la simple palabra bastaba para adquirir un compromiso.
Saltar de aquí a la consensualidad, como criterio de formación de los contratos, fue un paso corto, pero complejo, ya que una cosa era la obligatoriedad de la palabra y otra la existencia de acciones para exigir el cumplimiento. Ello podía conducir a que la conducta fuera reprochada y susceptible de represión social, aunque se careciese de mecanismos judiciales de coacción, ratificando su contenido más moral que jurídico20.
El racionalismo: la autonomía como única limitante de la libertad individual
Fue el reconocimiento