principios generales del derecho y su aplicación en el derecho internacional de la inversión extranjera
Walter Arévalo-Ramírez
SEGUNDA PARTE COMERCIO INTERNACIONAL E INTEGRACIÓN ECONÓMICA
Excepciones generales y de seguridad en el sistema multilateral de comercio
Andrés Felipe Esteban Tovar
El mecanismo de solución de diferencias de la OMC
Santiago Wills Valderrama
Luis Carlos Ramírez Martínez
José Alejandro Quintero Rojas
Derecho internacional económico y migración
Juan M. Amaya-Castro
Daniel R. Quiroga-Villamarín
Laura Catalina Cárdenas Rodríguez
Juan Felipe Acosta Sánchez
TERCERA PARTE DERECHO INTERNACIONAL DE LA INVERSIÓN EXTRANJERA
Enrique Prieto-Ríos
Santiago Soto-García
Rafael Tamayo-Álvarez
El derecho internacional de la inversión extranjera y la capacidad regulatoria del Estado
Juan P. Pontón-Serra
El arbitraje de inversión como autoridad pública global
René Urueña
María Angélica Prada-Uribe
el derecho internacional económico y sus críticos
El derecho internacional económico no pasa por su mejor momento —y con buen motivo—. Por un lado, respecto de la regulación internacional del comercio, para todos es claro que la Organización Mundial del Comercio (OMC) se encuentra en una de sus mayores crisis desde su creación por el Acuerdo de Marrakech en 1994. En particular, Estados Unidos fue capaz de herir gravemente al Órgano de Apelación, la llamada “joya de la corona”1 del sistema internacional de solución de disputas, mediante el bloqueo exitoso del nombramiento de nuevos miembros del Órgano. A pesar de que otros miembros, liderados por la Unión Europea, lograron a mediados del 2020 crear el llamado Multi-Party Interim Appeal Arbitration Arrangement (MPIA)2 como una especie de puente temporal mientras que se reactiva el Órgano de Apelaciones, la realidad es que no se puede esperar que esta sea una solución para los problemas de fondo que afectaban a la OMC aun antes de que la administración Trump decidiera quitarse los guantes en su interacción con la Organización.
Para empezar, es importante recordar que fue la administración Obama la que decidió por primera vez bloquear a un miembro del Órgano de Apelación en mayo de 2016, cuando bloqueó la reelección del surcoreano Seung Wha Chang en reacción a decisiones del Órgano de Apelación que fueron entendidas como una extralimitación en el ejercicio de su competencia y, de manera general, como derrotas de Estados Unidos ante cuestionamientos por parte de China3. Por supuesto, la actitud de Estados Unidos, primero con Obama y posteriormente con Trump, es una manifestación más de la aproximación unilateral a la institucionalidad del comercio internacional que ha caracterizado a ese Estado desde que se negó a ratificar la Carta de la Habana de 1948, mediante la cual se establecía la Organización Internacional de Comercio, y que obligó a la aplicación “temporal” del Acuerdo General sobre Aranceles y Aduaneros y Comercio (GATT) de 1947 por casi cuatro décadas.
En ese marco, sería ideal si pudiese argumentarse que la OMC le ha fallado a Estados Unidos, pero que, al hacerlo, ha cumplido su mandato al promover una gran arquitectura de comercio sostenible para todos. Pero eso tampoco es cierto. La Ronda de Doha, en la que el desarrollo económico de los miembros más pobres debía lograr una mayor importancia, también ha incumplido su promesa. Las discusiones se bloquearon en 2008, particularmente alrededor de los subsidios agrícolas y el llamado “Special Safeguard Mechanism”, que habría permitido a los miembros en desarrollo aumentar sus aranceles para proteger a sus agricultores4. Así, a pesar del gran logro que implicó el Trade Facilitation Agreement del 20135 y la posibilidad para los países en desarrollo de continuar manteniendo existencias para prevenir el desabastecimiento de alimentos, la verdad es que la promesa de cambio a gran escala implícita en Doha se frustró con la reunión de Nairobi en 2015 —algo que fue evidente para todos aquellos presentes en Buenos Aires en el 2017, cuando fue imposible llegar a algún acuerdo en materia de agricultura6—.
Así las cosas, la narrativa del multilateralismo en el comercio ya estaba en cuestión cuando golpeó la COVID-19. A partir de allí, la rápida implementación de restricciones de exportaciones de material médico, quirúrgico y de medicinas a todo nivel (y no solo por parte de la administración Trump) conectó fácilmente, en la mente de muchos, el proteccionismo económico con la idea de un gobierno que cumplía con su mandato constitucional de proteger a sus ciudadanos. Y, por su parte, la impresionante competencia internacional por respiradores y reactivos para pruebas moleculares en la que los países más pobres se vieron obligados a esperar impotentes en la línea mientras los más ricos simplemente pagaban por tener prioridad pareció confirmar la idea de que el libre comercio, más que un proyecto común, es algo que se le inflige a alguien que no puede defenderse. Esto, por supuesto, antes de que la descomunal carrera por el acceso a la posible vacuna comience, cuando las restricciones implícitas en la regulación de las licencias obligatorias en el ADPIC (y en los tratados de libre comercio con cláusulas TRIPS+) se revelen como un nuevo nodo de tensión entre derecho internacional económico y salud pública.
Por otro lado, el régimen de protección internacional de inversiones extranjeras es probablemente el sistema más cuestionado, ya que su origen ha sido enmarcado en el más agresivo expansionismo imperialista7, mientras que el sistema de solución de disputas inversionista-Estado ha sido sistemáticamente cuestionado como sesgado a favor del inversionista, poco transparente en su proceso de toma de decisiones, incoherente e impredecible. Aun antes de la COVID-19, cualquier aproximación razonable al régimen de inversiones se enmarcaba en un espíritu reformista. Era, si se quiere, prácticamente imposible encontrar algún comentarista que defendiera el régimen jurídico y su sistema de solución de disputas en todas sus dimensiones. El llamado “backlash”8 contra el sistema no es marginal ni pasajero, sino