es un método para evitar este cortocircuito y reconectar al neocortex en el sistema de conciencia. Podríamos decir que el “precio” del “rescate” de este secuestro emocional es tan barato como el aire.
Las reacciones automáticas tienen valor para la supervivencia: hacen escapar del peligro o atacar a una presa. Pero el proceso emocional humano no concluye en los meros cambios corporales o instintivos. El ciclo continúa con el sentimiento (auto-conciencia) de la emoción y la inferencia mental de conexión entre la emoción y su causa. Esta inferencia permite extrapolar la situación y aprender a evitar en el futuro aquello que causa miedo, aunque también permite sobre-generalizar en forma patológica y desarrollar una fobia. Esta capacidad de sentir las propias emociones, es decir, de ser consciente de ellas, permite flexibilidad en la respuesta, basada en la historia de interacciones entre el sujeto y su medio.
Para Damasio, esta interacción entre pensamiento y emoción primaria es la clave de la madurez emocional. La madurez requiere la acción mancomunada del sistema nervioso autónomo y el voluntario. “Las emociones innatas e instintivas”, escribe, “dependen del sistema límbico, basado en la amígdala. Pero además del sistema autónomo, hay emociones superiores que aparecen sólo cuando uno puede experimentar las emociones primarias conscientemente (sentimientos) y establecer conexiones sistémicas entre categorías de objetos y situaciones por un lado, y emociones primarias, por el otro. Las estructuras límbicas (sensaciones) no bastan para esto: la red nerviosa debe abarcar también al lóbulo frontal (pensamiento)”.
Figura 2 a. Ciclo normal de percepción y comportamiento
Figura 2 b. Cortocircuito: secuestro emocional
Cuando la amígdala escapa al control del lóbulo frontal, el sujeto se halla en la situación que Goleman llama “secuestro emocional”. Ante una emergencia, las reacciones automáticas del sistema límbico toman el control, intentando preservar la supervivencia del organismo. Esto es útil cuando uno se encuentra con un animal salvaje y puede reaccionar sin pensar demasiado, pero es muy peligroso cuando uno se encuentra frente a un cliente iracundo. Golpear a la bestia con una piedra puede ser la diferencia entre la vida o la muerte; pero golpear al cliente con un improperio rara vez da buenos resultados.
Una de las competencias emocionales básicas a cargo del pensamiento superior es la regulación de estos impulsos atávicos. Este tipo de pensamiento es capaz de discriminar de manera sofisticada entre una respuesta productiva y una desastrosa, de acuerdo con el contexto relevante. Quien opera bajo el control de las emociones (secuestrado por ellas) tiene enormes desventajas competitivas con respecto a quien puede controlarlas y usarlas en forma inteligente (dueño de ellas).
El primer paso para adueñarse de las emociones, es hacerse responsable de ellas. Como examinamos en el Capítulo 2, “Responsabilidad incondicional”, a cierto nivel la emoción es una decisión (consciente o inconsciente) del sujeto. Así como uno decide comportarse de cierta forma, también decide tener pensamientos que promueven determinadas emociones. Sobre la base de sus investigaciones en terapia cognoscitiva, el Dr. David Burns8 argumenta que los desórdenes emocionales no son de origen emocional. La forma de sentir es síntoma y consecuencia de la forma de pensar. La sensación de agobio del depresivo tiene para Burns tanto impacto causal en la depresión “como una nariz goteante en un resfrío”.
Para Burns, la raíz de los sentimientos está en los pensamientos. En nuestra concepción, los pensamientos y sentimientos están conectados en un circuito de doble causalidad. Lo que sucede es que en muchas situaciones es mejor utilizar los pensamientos como vía de intervención para modificar las emociones y el comportamiento. En estos casos, la intervención sugerida por Burns es exactamente igual a la que sugeriríamos nosotros.
Por ejemplo, el pensamiento ilógicamente pesimista juega un papel central en el desarrollo de la depresión. Los pensamientos negativos (ilógicos e inútiles) constituyen siempre una de las causas de las emociones auto-destructivas; y los pensamientos positivos (lógicos y útiles, aunque no necesariamente alegres) son siempre una de las causas de las emociones constructivas. Esto abre la posibilidad de un diseño racional de los estados de ánimo; al modificar los pensamientos negativos, es posible modificar las emociones. Esta modificación, sin embargo, no es trivial. Como vimos en el Capítulo 9, “Conversaciones públicas y privadas” (Tomo 2), la mayoría de los pensamientos que nos ponen en problemas son automáticos e inconscientes. Para transformarlos es necesario hacerlos conscientes y analizarlos con la lógica de la racionalidad.
Se puede resumir la relación entre observaciones, interpretaciones y emociones en el siguiente diagrama:
Figura 3. Observaciones, interpretaciones, emociones y acciones
El mundo exterior es percibido por el sujeto mediante los sentidos primarios (vista, oído, tacto, etc.), pero inmediatamente pasa a ser procesado por los centros superiores del cerebro. Estos interpretan la información sensorial, y compaginan una imagen de la situación y la evalúan con respecto a los intereses del sujeto. De acuerdo con dicha evaluación, el sujeto experimenta ciertas emociones y sentimientos. Finalmente, actúa en base a las observaciones, interpretaciones y emociones que tiene en su conciencia.
El caso de conocer una mala noticia, es un ejemplo claro de cómo las emociones dependen de la cognición. Supongamos que un equipo ha perdido una licitación. Antes de enterarse del hecho (que ya ocurrió) la sensación de la gente es de ansiedad; después, la sensación es de pena. Conocer el resultado no cambia en nada el estado del mundo, pero cambia sustancialmente el estado interno de los miembros del equipo. Si en el futuro estas mismas personas descubrieran que el competidor que obtuvo la licitación ofreciendo unos precios apenas más bajos que los de ellos está sufriendo pérdidas cuantiosas, tal vez se pondrían contentos de no haber ganado.
La noticia externa es el disparador, pero no el determinante del proceso de pensamiento y emocionalidad. Utilizando su conciencia y su libre albedrío, el ser humano puede elegir cómo responder al acontecimiento externo. Hay una historia oriental que ilustra la importancia de una postura aplomada para mantener la ecuanimidad frente a las circunstancias de la vida. Un granjero, caminando por el campo, encuentra un hermoso caballo. Lo atrapa y lo lleva a su casa. Al verlo, la gente del pueblo le dice: “Debes de estar muy contento por haberte encontrado un caballo tan hermoso. ¡Qué buena suerte tienes!”. “Quién sabe”, contesta el campesino, “puede que sí, puede que no”. Al tiempo, mientras intenta domar al caballo, el hijo del campesino se cae y se rompe una pierna, y el caballo se escapa. Al saberlo, la gente del pueblo le dice: “Debes de estar muy triste por haber perdido tu caballo y tener un hijo rengo. ¡Qué mala suerte tienes!”. “Quién sabe”, contesta el campesino, “puede que sí, puede que no.” Poco más adelante, estalla una guerra y los soldados pasan por el pueblo reclutando a todos los jóvenes, menos al hijo del campesino que está con la pierna rota. Al conocer la noticia, la gente del pueblo le dice: “Debes de estar muy contento porque tu hijo no fue reclutado. ¡Qué buena suerte tienes!”. “Quién sabe”, contesta el campesino, “puede que sí, puede que no”.
Durante todo el día, uno está sujeto a sucesos y participa de situaciones que lo afectan en el plano corporal, intelectual y emocional. Estas influencias del medio son disparadoras de sensaciones, pensamientos y emociones que, procesadas