válido y guía para la acción efectiva. Uno descubre, mediante sus emociones, qué le está pasando y cómo puede responder a la situación honrando sus necesidades e intereses profundos.
La emoción es una energía instintiva, basada en las interpretaciones que uno hace de su realidad, que busca expresión. Cuando la energía se expresa en forma productiva, el organismo se descarga y retoma su estado de relajación natural. Cuando la energía queda reprimida, el organismo mantiene un estado de estrés que impide su funcionamiento óptimo. Si tal estrés se acumula mediante instancias repetidas de represión, pueden ocurrir serias consecuencias: enfermedades físicas, como hipertensión, migrañas y úlceras, enfermedades mentales, como depresión, ansiedad y fobias, explosiones de comportamiento irracional, o implosiones alienantes.
Los problemas surgen cuando las emociones, en vez de expresarse en forma productiva, hacen “cortocircuito” y generan un círculo vicioso de feedback sobre los pensamientos (la flecha gruesa en la Figura 3). En esos casos, la emoción afecta al pensamiento, y el pensamiento, a su vez, afecta a la emoción. Así, la tristeza puede convertirse en depresión, el miedo en fobia, el enfado en resentimiento, la culpa en remordimiento obsesivo, la vergüenza en sentimientos de inferioridad y el deseo en obsesión. Como explica Burns, los desórdenes emocionales son siempre consecuencia (y causa) de desórdenes racionales. Al desconectar el círculo vicioso, es posible encarrilar este proceso interpretativo y emocional hacia fines que sirvan a la vida de la persona.
Como ilustración, Burns presenta el caso del “ciclo letárgico”, mediante el cual pensamientos negativos y autodestructivos sumen a la persona en un estado depresivo y abúlico. Al mismo tiempo, estas emociones negativas convencen a la persona de que sus pensamientos pesimistas y distorsionados son válidos. Acciones autodestructivas completan el círculo vicioso reforzando los pensamientos y las emociones en una espiral de sufrimiento creciente. Las consecuencias negativas del no-hacer-nada empeoran aún más los problemas, acrecentando los pensamientos, las emociones y las acciones negativas. Si la persona no sale de esta trampa, puede terminar en una depresión profunda y al borde del suicidio.
La resolución de los problemas emocionales requiere un acto de conciencia y voluntad. Es imposible mejorar la situación mediante acciones inconscientes. La ignorancia generalizada sobre los procesos emocionales genera dos errores fundamentales. El primero es creer que “la libre expresión” (explosión) de los impulsos es productiva. El segundo es la opinión de que la manera de tratar las emociones es reprimirlas (implosión).
Figura 4. El ciclo letárgico
El apasionamiento impulsivo no es sinónimo de inteligencia emocional. Alguien puede dar rienda suelta a sus impulsos sin examinar su validez, ni su congruencia con valores o efectividad. Estas acciones suelen perpetuar el ciclo de sufrimiento, sumiendo a la persona en un estado de creciente agitación. Por ejemplo, gritarles a los empleados nunca resuelve el problema; por el contrario, suele empeorarlo. Al descubrir los riesgos del descontrol emocional, la persona puede sobre-compensar la situación y creer que es necesario reprimir las emociones. En ese caso, desarrolla una actitud de estoicismo e impasibilidad.
Pero impasibilidad no es sinónimo de ecuanimidad. Alguien puede permanecer impasible en el exterior, con una caldera emocional en ebullición en el interior. Esta caldera acumula presión hasta el punto de saturación y luego, según la persona, explota o implota. En culturas latinas, la explosión es lo más común; en culturas orientales, lo normal es la implosión. Es tan mala una como la otra.
Como dice Goleman, “quienes implotan no pueden ejercer las acciones necesarias para mejorar su situación. Quizás no muestren signos externos de un ‘secuestro emocional’, pero sufren las mismas consecuencias internas: dolores de cabeza, nerviosismo, tabaquismo, alcoholismo, insomnio y autocrítica destructiva”.
Controlar las emociones es una danza de expresión consciente, no una lucha de dominación ni sumisión. El uso inteligente de la energía emocional requiere conocerla, entender sus orígenes y respetar sus pulsiones, sin traicionar los valores y objetivos trascendentes que uno tiene. Las emociones son buenas consejeras, pero pésimas dueñas. Es útil escucharlas y atender a sus pedidos, pero sin abdicar la responsabilidad de analizar su racionalidad y actuar con integridad.
Distorsiones cognitivas y emocionales
Las emociones sanas son respuestas adecuadas a las circunstancias de la vida. Cuando uno sufre un contratiempo, por ejemplo, es razonable sentirse molesto, tratar de resolverlo y evitar situaciones similares en el futuro. Cuando uno se entera de una pérdida, es razonable sentir tristeza, elaborar el duelo y reparar las heridas. Es perfectamente saludable sentir miedo frente a la posibilidad de que algo o alguien querido sufra un daño; ese miedo es la energía que protege aquello que uno valora. Es útil sentir culpa cuando uno cree que ha hecho algo incorrecto, ya que esa culpa impulsa a disculparse e intentar reparar el daño. El problema aparece cuando los pensamientos sufren distorsiones que magnifican las emociones al punto de que estas se vuelven perniciosas, impiden toda acción productiva y propician sufrimientos crecientes.
Cuando las emociones no desembocan en acción, sino en pensamientos negativos, la persona entra en un círculo vicioso como el ilustrado por el ciclo letárgico de la Figura 4. Los pensamientos generan emociones estancadas y las emociones estancadas generan pensamientos estancados, que a su vez incrementan las emociones estancadas. Este ciclo destructivo desemboca finalmente en un persistente estado de ánimo negativo. La diferencia principal entre un estado de ánimo negativo y una emoción es que la emoción tiene una causa concreta: uno se emociona por algo. Por ejemplo, uno está triste porque llegó tarde al aeropuerto y perdió el vuelo, o enfadado porque el coche de adelante lo encerró en la curva. El estado de ánimo negativo, en cambio, no tiene un referente concreto: uno se siente así, porque sí. Por ejemplo, uno está deprimido o angustiado. Si alguien le pregunta por qué, la única respuesta es “no sé, simplemente me siento deprimido”.
En tanto la emoción es un flujo, un movimiento, el estado de ánimo negativo es una reserva en reposo; en tanto la emoción es como el agua que se evapora, crea nubes, cae en forma de lluvia y fertiliza la tierra, el estado de ánimo negativo es como el agua de un estanque que permanece quieta y se pudre. Al igual que el agua estancada, el estado de ánimo negativo genera todo tipo de “putrefacciones” emocionales. Mientras que la emoción es cálida y maleable, el estado de ánimo negativo es frío y rígido. La cólera, por ejemplo, es caliente y explosiva como un león, mientras que el odio es gélido y solapado como una serpiente.
Los estados de ánimo negativos más corrientes son los derivados de:
a) la tristeza (depresión, melancolía, resignación y pesimismo);
b) el miedo (ansiedad, angustia, fobia y desesperanza);
c) el enfado (resentimiento, rencor, desprecio y odio);
d) la culpa (remordimiento, vergüenza, timidez e inferioridad);
e) el deseo (obsesión, codicia, insaciabilidad y repulsión);
f) el aburrimiento (desinterés, desconexión, apatía y alineación).
Para modificar un estado de ánimo negativo es necesario encontrar su raíz emocional. Una vez que las emociones se congelan y se estancan, es imposible modificarlas. Ya no son maleables, sino rígidas y quebradizas. Si uno intenta forzar el cambio, probablemente destruya la estructura de la personalidad. Por eso es vital remontarse al origen del estado de ánimo y trabajar con la obstrucción emocional que causó el estancamiento. Este bloqueo generalmente es consecuencia de distorsiones cognoscitivas y falta de compromiso con la acción. El compromiso con la acción es una decisión voluntaria de la persona. Más que razonamiento, la acción demanda decisión y energía. Como dice la famosa publicidad de Nike, “Just do it!” (¡Simplemente, hazlo!).