Fred Kofman

Metamanagement - Tomo 3 (Filosofía)


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DE CONCIENCIA

       LA GRAN PARADOJA

       ASCENSO Y DESCENSO

       EL FIN DEL VIAJE

       EPÍLOGO

       BIBLIOGRAFÍA

       CAPÍTULO 20

       EL DILEMA DEL CAMBIO

       ¿Me contradigo? Muy bien, entonces. ¡Me contradigo! ¡Soy vasto! ¡Contengo multitudes!

       Walt Whitman

      PARA CAMBIAR NO BASTA con buenas herramientas. Es necesario que el usuario quiera aplicarlas. Más allá del desarrollo de cualquier competencia, es necesario comprender los dilemas que trae aparejados un cambio de conciencia.

       Cambio = desequilibrio

      Nuestros modelos mentales tienen un mecanismo interno de auto-preservación. Así como en el cuerpo hay sistemas que conservan la temperatura, el PH (balance de acidez-alcalinidad), y el nivel de diversas hormonas, la mente tiene dispositivos que mantienen creencias, opiniones y conductas. Este “sistema inmunológico” se encarga de prevenir el cambio, intentando por todos los medios conservar el equilibrio, aun cuando ese equilibrio cause sufrimiento. Como un termostato que enciende la calefacción o el aire acondicionado automáticamente para mantener la temperatura constante, los seres humanos actuamos automáticamente –sinónimo de “inconscientemente”– para mantener ciertas constantes en nuestra vida. El problema ocurre cuando el termostato queda fijado en una temperatura incómoda; o cuando el modelo mental queda fijado en una conducta improductiva. En esa situación, los mecanismos homeostáticos (equilibradores) nos juegan en contra.

      Para descubrir la equivalencia entre movimiento y desequilibrio basta con intentar dar un paso sin “perder” el equilibrio. Distribuya su peso equitativamente sobre sus dos pies y trate de dar un paso. Verá inmediatamente que es imposible. Para avanzar es necesario abandonar la estabilidad, poner el 100% del peso en un solo pie y “caerse” controladamente hacia el frente. Esta lección se me grabó mientras trataba de trepar un poste de teléfono durante una actividad de team-building que organicé para uno de mis clientes en Detroit. Este poste medía unos diez metros de altura y en su parte más alta no tenía más que unos veinte centímetros de diámetro. Ni loco me hubiera animado a subir sin el arnés de seguridad que me pusieron. Pero aunque mi mente sabía que el arnés me impediría caer, mi cuerpo se resistía a recibir el mensaje. Aun antes de empezar a trepar me temblaban las piernas. Pero yo era el líder de la actividad, tenía que dar el ejemplo. No sé si tenía más miedo de la altura, o de hacer el ridículo frente a mis clientes.

      El poste tenía unas estacas de metal clavadas en sus costados. Esto hacia posible escalarlo usando pies y manos. Todo anduvo bien hasta que llegué a los últimos dos “escalones”. A horcajadas del poste (que oscilaba ominosamente), sin apoyo para mis manos, distribuí mi peso entre las dos piernas para mantener el equilibrio y “abrazar” el poste con las pantorrillas. Estaba en perfecto equilibrio. Estaba también perfectamente atascado. Había llegado al punto donde mi miedo a la altura era mayor que mi miedo al ridículo. Me paralicé. No podía dar un paso más.

      “¡¿Y ahora qué hago?!”, le pregunté semidesesperado al facilitador de la actividad. “Para dar el último paso tienes que poner primero todo el peso en una de tus piernas y luego subir la otra al tope del poste. Después, pones todo el peso en la pierna del tope y subes la otra. Es tan fácil como subir una escalera”, me gritó él desde abajo. Mi primera reacción fue insultarlo mentalmente, “¡Desgraciado!”, mascullé entre dientes, “¡tan fácil como subir una escalera! Te quiero ver a ti aquí arriba”. Pero al instante una intuición me sacudió como un terremoto. “Para moverme tengo que abandonar la seguridad del equilibrio”, pensé”. Para moverme tengo que abandonar la seguridad del equilibrio”. Temblando como hoja al viento, di ese último paso y entendí por qué a veces es tan difícil cambiar en la vida.

      Para investigar este tema usaremos una adaptación del proceso auto-exploratorio propuesto por Kegan y Lahey (Este capítulo tiene una gran deuda con la maravillosa exposición de estos dos profesores de Harvard). Esta es una actividad reflexiva que invita a la persona a comprender cuáles son las fuerzas que lo impulsan a no cambiar aun cuando el estado presente es ostensiblemente causa de sufrimiento. La idea rectora de este ejercicio es que todo lo que uno hace, lo hace por alguna razón (Ver la sección sobre compasión en el Capítulo 18 del Tomo 2, “El perdón” y el 24 de este tomo, “Valores y virtudes”). A veces esta razón es consciente y elegida, otras veces es inconsciente y automática. Pero incluso en estos últimos casos existe lo que los psicólogos llaman “ganancias secundarias”, beneficios ocultos que justifican la acción. Por ejemplo, golpearse la cabeza contra una pared puede parecer un síntoma de irracionalidad, pero hasta la locura tiene su lógica interna. Al producir un intenso) dolor físico, uno puede estar “escapando” temporalmente de un dolor emocional aún mayor. Ciertamente golpearse la cabeza no es la mejor técnica para resolver el dolor emocional; pero tampoco lo es el emborracharse o tomar calmantes, y conozco a muchos “locos” de este tipo que son exitosos hombres de negocios.

      Todo estado de equilibrio es consecuencia de fuerzas en paridad. Alguien atascado en comportamientos autodestructivos se encuentra en una paradoja: por un lado quiere salir de la trampa, por otro lado se siente cómodo donde está (o más cómodo de lo que cree que se sentiría si saliera). Más que contradictorio, esto es un reflejo de la pluralidad de perspectivas que coexisten en una misma mente. El ser humano es infinitamente complejo, y su psique le permite mantener posiciones opuestas en forma simultánea. Cuando esta disociación se hace extrema, decimos que la persona sufre de una enfermedad mental esquizoide (del griego skhizo: disociar, separar), pero hasta los más sanos tenemos sub-personalidades con objetivos que a veces entran en colisión (Ver la sección ‘Luz y sombra’ en el Capítulo 25, “Identidad y autoestima”). Por eso podemos inferir con alto grado de confiabilidad que cuando alguien hace algo que parece opuesto a sus intereses primarios, ese mismo comportamiento es perfectamente coherente con alguna otra parte de su personalidad. Aunque una acción parezca contradictoria con los valores explícitos, esta misma acción persigue otros valores –tal vez no tan “correctos”– igualmente