Susanna Pozzolo

Derecho, derechos y pandemia


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así a la libertad sin demasiado peso, en lugar de poner en riesgo a sus padres, a los mayores de la familia. La seguridad aquí no es una mera razón de Estado, y ni siquiera se evoca como tal, sino que muchas veces es una limitación de un estilo de vida que en el pasado fue extremo, elevando la movilidad y la autoafirmación a costa de una serena conciencia de cuáles son los valores reales en juego de una buena vida. No obstante, se está produciendo una mutación de regímenes democráticos. El endurecimiento de la “gobernanza” neoliberal en un verdadero gobierno autoritario vigilante no debe excluirse. Y las razones de salud pública y privada se pueden fácilmente instrumentalizar con el propósito de sumisión de la ciudadanía11.

      3.

      También hay una interpretación optimista de la pandemia. En esta segunda perspectiva, la enfermedad, el contagio masivo, tiene los rasgos de una especie de “milagro”, ese nuevo acontecimiento que Hannah Arendt vincula a la acción política y del que este se alimenta. Después de décadas de normalidad, de años iguales, de pasividad, de reproducción pasiva de la mera vida, la pandemia rompe el ciclo reproductivo de una historia que es siempre la misma, y se abre así a la mutación, quizás incluso a la revolución. Se interrumpe el “eterno retorno”; nuevamente se da una dirección progresiva del tiempo. Esto es argumentado, entre otros, por Slavoj Zizek, un filósofo esloveno, también como Agamben, exponente del pensamiento posmoderno, pero menos desesperado, de hecho, y siempre dispuesto a encontrar un pedazo de comunismo a la vuelta de la esquina. De hecho, un fragmento de “comunidad” reaparece con la pandemia. Y sí, ya que todos estamos en el mismo barco, el peligro afecta a todos y el daño causado por la infección se distribuye por todo el territorio social. El impacto es simétrico, el daño también. Y por tanto la solidaridad, la ayuda, debe repartirse de tal forma que los más expuestos reciban más que los menos expuestos, porque en verdad todos están igualmente expuestos. Abandonar a los pobres en esta contingencia es imposible, no salvaría a los ricos. Aunque parece que los estados miembros ricos de la Unión Europea, Holanda, por ejemplo, no lo saben muy bien, proponiendo la austeridad y la deuda como figura de solidaridad comunitaria. Shylock, el mercader de Venecia, no es un buen ejemplo del salvador, y en la pandemia su lógica del pond of flesh, una libra de carne, como prenda de crédito, es decir, lo que en la jerga comunitaria europea se conoce hoy como una “condicionalidad”, no es la estrategia adecuada para aliviar el sufrimiento y la conmoción generada por esta plaga posmoderna.

      Zizek también tiene razón por otro motivo. La pandemia trae de vuelta a la superficie, por así decirlo, vuelve a atribuir visibilidad, pero sobre todo centralidad, al trabajo. En tiempos de peste, si el confinamiento es la salvación, la seguridad del confinamiento reposa en los hombros de sujetos que no pueden confinarse. En primer lugar, sobre los trabajadores de la salud, médicos y enfermeras, trabajadores que garantizan y aseguran el mantenimiento de la limpieza e higiene del territorio, recolectores de basura, etc. Luego, sobre aquellos otros trabajadores que aseguran la cadena de suministro, por ejemplo, los mensajeros y los llamados riders. Son trabajadores, palabra casi impronunciable para el espíritu de la época, no empresarios, ni siquiera consumidores. En época de pandemia consumimos menos, poco, y emprendemos mucho menos en el mercado, pero seguimos trabajando, de hecho, para muchos trabajamos más y con mayores riesgos. Esto hace que la mentira de la sociedad neoliberal basada en el mito de los negocios y el libre mercado sea inmediatamente perceptible. No es el mercado ni la competencia lo que nos salva del contagio. De hecho, si se dejara solo al mercado, los medicamentos y los respiradores, las mascarillas y los guantes, no se proporcionarían a todos los que los necesitan, sino solo a aquellos que pueden pagarlos. Para cada uno según sus necesidades, una fórmula comunista como ninguna otra, es el principio fundamental de las políticas para salvaguardar la salud pública durante una emergencia.

      El modelo neoliberal es entonces cuestionado, de hecho, refutado, por la pandemia por otra razón más. Esta plaga nos revela dos cosas fundamentales sobre nuestra relación con la naturaleza. La primera es que este es nuestro ambiente vital; la vida es nuestro entorno, no la red o las transacciones de capital y ni siquiera la televisión. Y la vida incluye animales, plantas y virus. El virus es vida que retoma sus derechos frente a la usurpación que la ciencia, la tecnología y el mercado han venido permanentemente realizando respecto de esta. Leibniz en un famoso pasaje habla de la ciencia moderna como una práctica de tortura de la naturaleza. ¿Qué es el experimento, si no la tortura de la naturaleza puesta en un estrado y sometida a dolorosas pruebas a fin de que finalmente se confiese y nos revele todos sus secretos? Pero la naturaleza se rebela contra este trato cruel. Puede ser que su grito pase por la liberación de virus con los que comunica su horror por nuestro estilo de vida.

      La segunda verdad que nos muestra la plaga posmoderna, sin posibilidad de réplica, es que somos, como seres humanos, sujetos muy frágiles. La fragilidad es el carácter primordial de nuestro ser en el mundo. Es cierto que nos rodeamos de acero, plástico y hormigón, y difundimos ondas magnéticas y señales luminosas. Pero seguimos siendo del mismo material de una planta, incluso de un virus, que se manifiesta fácilmente en nosotros, se convierte en nuestro cuerpo, nos doblega y nos mata. No somos criaturas de acero o pantallas brillantes, y mucho menos algoritmos. Estamos hechos de la misma materia que el virus, que nos duele porque es como nosotros; se puede transformar en carne y hueso y así nos asfixia y nos quita el aire. Esta verdad va acompañada de esta otra. Necesitamos aire, y este aire lo envenenamos permanentemente, lo ensuciamos, lo oscurecemos, y luego la negrura de la contaminación, provocada por ser competitivos y obedecer a los mercados, la encontramos en los pulmones, y el virus se aprovecha, nos mata. Recordando que estamos hechos de aire y sí también de agua, esa agua que se infiltra en nuestros pulmones, sus intersticios, destruyéndonos y aniquilándonos. El aire y el agua son bienes comunes, bienes de la vida, pero el mercado quiere apropiarse de ellos. A quienes le preguntaron cuánto durará el capitalismo, Max Weber respondió: Mientras haya carbón para quemar y acero para fundir. Podríamos aclarar esa afirmación y decir que el capitalismo quiere perdurar hasta el punto de consumir todo el aire y el agua que nos hace vivir. En resumen, hasta que nos quite la vida. La plaga nos los recuerda con un agudo dramatismo.