Мигель де Сервантес Сааведра

Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha


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ro yo, que no soy padre, sino padrastro de don Quijote, no quiero que me suceda lo mismo; ni quiero, querido lector, pedirte que perdones las faltas que veas en este hijo mío; al contrario, di libremente todo lo que quieras de esta historia sin temor.

      Quisiera dártela sin presentaciones ni explicaciones de personajes importantes ni autores famosos. Pero me siento confuso. ¿Qué opinión tendrán de mí cuando vean que ahora, a mi edad, escribo una historia pobre de estilo y de conceptos? Esto mismo le dije a un amigo mío, el cual me contestó que, si lo que pretende esta historia es acabar con la autoridad de los libros de caballerías, no hacen falta sentencias de filósofos ni de santos. Bastará con escribir empleando palabras honestas y bien colocadas, e intentar, también, que el triste, al leer la historia, se ría; que el risueño ría más; que el simple no se enfade; que el discreto goce con la invención; que el serio no la desprecie, y que el prudente la alabe.

      Con estas buenas razones y consejos, me propongo, sin rodeos[1], ofrecerte, lector amigo, la historia del famoso don Quijote de la Mancha ― de quien opinan todos los habitantes del campo de Montiel[2] que fue el más puro enamorado y el más valiente caballero―, y de su escudero, Sancho Panza, en quien pongo resumidas todas las cualidades que encontrarás en los libros de caballerías. Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no me olvide.

      Capítulo I

      El famoso hidalgo don Quijote de la Mancha

      [3]

      En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un hidalgo de escudo antiguo, rocín[4] flaco y galgo corredor. Comía más vaca que cordero, carne picada muchas noches, huevos con tocino los sábados y algún pollo los domingos.

      Vivían en su casa una ama[5] que tenía más de cuarenta años y una sobrina que no llegaba a los veinte. Había también un criado que lo mismo ensillaba el rocín que podaba las viñas.

      Nuestro hidalgo tenía casi cincuenta años. Era fuerte pero flaco, de pocas carnes y cara delgada, gran madrugador y amigo de la caza. No se sabe si su nombre era Quijada o Quesada, pero lo más probable es que fuera Quejana.

      Este buen hidalgo dedicaba sus ratos libres a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó la caza y hasta la administración de su casa. Vendió muchas de sus tierras para comprar libros de caballerías y juntó todos los libros que pudo. El pobre caballero perdía la razón intentando comprender todas las lecturas. Discutía con el cura de su aldea sobre cuál había sido el mejor caballero: Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula[6].

      Tanto se metió en sus lecturas que se pasaba los días y las noches leyendo. Leía tanto y dormía tan poco, que se le secó el cerebro y se volvió loco. Se le llenó la imaginación de todo lo que leía sobre encantamientos, batallas, desafíos[7], amores y disparates imposibles, y para él no había nada más cierto en el mundo.

      Cuando perdió la razón por completo, se le ocurrió el más extraño pensamiento que jamás tuvo ningún loco: hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar aventuras y a hacer todo lo que hacían los caballeros andantes que aparecían en sus lecturas, poniéndose en los más difíciles peligros para lograr fama eterna.

      Lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus abuelos. Fue luego a ver su rocín, que, aunque estaba nuy flaco, le pareció que ni Babieca del Cid[8] se podía comparar con él.

      Pensó que debía poner un nombre a su caballo, al igual que otros caballeros famosos. Después de mucho pensarlo, decidió llamarlo Rocinante, nombre sonoro y significativo de lo que había sido antes, cuando fue rocín, porque ahora era el primero de todos los rocines del mundo.

      Cuando puso nombre a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo. En ello estuvo pensando ocho días hasta que decidió llamarse don Quijote. Pero recordó que Amadís añadió a su nombre el de su tierra y se llamó Amadís de Gaula. Como buen caballero, él también hizo lo mismo y se llamó don Quijote de la Mancha.

      Le faltaba buscar una dama de quien enamorarse, porque un caballero andante sin amores es como un árbol sin hojas y sin fruto.

      En el pueblo cerca del suyo, había una moza labradora de muy bien parecer[9] de la que él estuvo enamorado, aunque ella jamás lo supo. Se llamaba Aldonza Lorenzo, pero él creyó que debía darle un nombre que recordara el de una princesa y gran señora y la llamó Dulcinea del Toboso, porque había nacido en ese pueblo.

      Capítulo II

      La primera salida de don Quijote

      Acabados estos preparativos, no quiso esperar más tiempo para poner en práctica su pensamiento, porque él creía que hacía mucha falta en el mundo para deshacer agravios[10] y reparar injusticias. Así, sin decir nada a nadie, una mañana del mes de julio cogió su escudo y sus armas, subió sobre Rocinante y salió al campo, muy contento al ver que había dado principio a su buen deseo.

      Pero pronto recordó que no había sido armado caballero[11] y, según la ley de la caballería, no podía ni debía utilizar las armas para enfrentarse con ningún caballero. Estos pensamientos le hicieron dudar un poco, pero pudo más su locura que otra razón y decidió que al primero que encontrara en su camino le pediría que le armara caballero, tal como había leído en sus libros de caballería.

      Con estos pensamientos se tranquilizó y siguió el camino que su caballo Rocinante tomaba por los campos de Montiel. Mientras tanto, iba pensando: «Dichoso siglo aquel en que saldrán a la luz[12] mis famosas hazañas para la eterna memoria. ¡Oh, tú, sabio escritor, tú que contarás esta historia nunca vista! Te ruego que no te olvides de aventuras». Luego se decía, como si verdaderamente estuviera enamorado: «¡Oh, princesa Dulcinea, señora y dueña de mi corazón! Os ruego que os acordéis de vuestro esclavo, que tanto sufre por vuestro amor». Así iba añadiendo estos y otros disparates, como los que le habían enseñado sus libros.

      Caminó todo el día y no sucedió ninguna cosa, por lo que él se desilusionaba porque estaba ansioso de demostrar su valor y la fuerza de su brazo. Al anochecer, su rocín y él estaban cansados y muertos de hambre. Iba mirando a todas partes por ver si descubría algún castillo o alguna cabaña de pastores donde alojarse, cuando vio cerca del camino una venta[13], a la que se dirigió a toda prisa. Estaban en la puerta dos mujeres mozas, de esas que llaman de mala vida, que iban a Sevilla. Como don Quijote se imaginaba que todo lo que veía era igual que en los libros de caballería, al ver la venta le pareció un castillo y las mujeres, dos hermosas doncellas[14] que estaban divirtiéndose. Las mozas, al ver venir a un hombre armado de esa forma, se asustaron y salieron corriendo. Don Quijote intentó tranquilizarlas con esas palabras:

      –No huyan vuestras mercedes, pues la ley de caballería me impide hacer el mal, y menos aún a tan hermosas doncellas.

      Cuando las mozas oyeron que las llamaba doncellas, a ellas que habían conocido ya muchos hombres, no pudieron contener la risa. Y cuanto más reían ellas, más se enfadaba don Quijote.

      En esto, apareció el ventero y, teniendo que el enfado moviera a tan extraño caballero a usar las armas, le dijo:

      –Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, aquí encontrará de todo menos cama, porque no hay ninguna.

      Don Quijote le respondió:

      –Para mí, señor castellano[15], cualquier cosa me basta, porque mis ropas son las armas y mi descanso el pelear.

      El ventero ayudó a don Quijote a bajar del caballo y le ofreció luego algo de pescado para la cena. Le atendieron las don mujeres, que antes