de ellos no merecieran terminar en el fuego.
–No ―dijo la sobrina―, no hay por qué salvar ninguno, porque todos han sido los causantes de la locura de mi tío. Mejor será tirarlos por la ventana al corral del patio y luego quemarlos.
Lo mismo dijo el ama, pero el cura quiso, por lo menos, leer antes los títulos. Y el primero que el barbero le dio en las manos fue Amadís de Gaula, y dijo el cura:
–Según he oído, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España. Y así, me parece que, por ser el principio y origen de todos los demás libros, lo debemos echar al fuego sin excusa alguna.
–No, señor ―dijo el barbero―, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros de caballerías, y por eso se debe salvar.
–Es verdad ―dijo el cura―. Veamos ese otro que está junto a él.
–Es las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula —dijo el barbero.
–Pues ―dijo el cura― no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tome, señora ama, abra esa ventana y échelo al corral para quemarlo.
Y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomara todos los libros grandes y los tirara al corral. Ella, que tenía muchas ganas de quemarlos, tomando ocho de una vez los arrojaba por la ventana. Al coger muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero y este lo recogió para ver de quién era. Leyó el título: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.
¡Válgame Dios! ―exclamó el cura―. Tirante el Blanco es, por su estilo, el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros y duermen y mueren en sus camas, como lo hacemos todos. Lléveselo a su casa y lea las aventuras del valeroso caballero de Montalbán y los amores y mentiras de la viuda Reposada; verá que es muy divertido y que es verdad lo que os he dicho.
–Así será ―respondió el barbero―, pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan?
–Estos ―dijo el cura― no deben de ser de caballerías sino de poesía, y no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que han hecho los de caballerías.
–¡Ay, señor! ―dijo la sobrina―. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como los demás, porque sería peor que al leerlos mi tío quisiera hacerse poeta, que es enfermedad incurable.
–Esta doncella dice la verdad ―dijo el cura―, y será bueno quitarle a nuestro amigo la ocasión de enfermar otra vez. Pero ¿qué libro es ese?
–La Galatea[36], de Miguel de Cervantes ―dijo el barbero.
–Hace muchos años que es gran amigo mío ese Cervantes ―dijo el cura―. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo pero no llega a ninguna conclusión: es necesario esperar la segunda parte que promete. Entretanto, guárdelo usted en su casa.
–Con gusto lo haré ―respondió el barbero―. Y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, La Austríada y El Monserrato.
–Todos ellos ―dijo el cura― son los mejores libros de aventuras en verso escritos en lengua castellana, y pueden competir con los más famosos de Italia. Hay que guardarlos.
Capítulo VII
La segunda salida de don Quijote
Mientras el cura y el barbero discutían sobre los títulos de los libros de caballería que debían ser quemados, oyeron a don Quijote decir a grandes voces:
–Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí debéis mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos.
El cura y el barbero fueron a ver qué le pasaba. Cuando llegaron, don Quijote ya estaba levantado de la cama y continuaba con sus voces, dando cuchilladas[37] a todas partes como si peleara con alguien. Lo agarraron y se lo llevaron de nuevo a la cama. Le dieron de comer y se quedó otra vez dormido.
El cura y el barbero pensaron en tapiar el cuarto donde estaban los libros de caballerías para que su amigo no los volviera a ver. Le dirían que un encantador se los había llevado. Y así se hizo.
Dos días después se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros. Como no hallaba el cuarto, preguntó al ama por él, y ella, que ya sabía lo que tenía que responder, le dijo:
–¿Qué cuarto busca vuestra merced? Ya no hay cuarto ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo.
–No era diablo ―dijo la sobrina―, sino un encantador que vino una noche sobre una nube, entró en el cuarto y no sé lo que hizo dentro, que al poco tiempo salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo. Cuando se fue, vimos que no había ya ni cuarto ni libros. Y mientras el encantador se iba volando, decía en voz alta que había hecho aquel daño por enemistad secreta con el dueño de aquellos libros y que se llamaba el sabio Muñatón.
–Frestón diría ―dijo don Quijote.
–No sé ―respondió el ama― si se llamaba Frestón o Fritón[38], solamente sé que su nombre acababa en tón.
–Así es ―dijo don Quijote―, ese es un sabio encantador, gran enemigo mío, pues sabe que más adelante tendré que pelear con un caballero a quien él protege y le venceré sin que él lo pueda impredir. Por eso intenta hacerme todo el daño que puede.
–¿Y no será mejor quedarse tranquilo en su casa y no irse por el mundo a buscar aventuras? ―dijo la sobrina―. Mire usted que no siempre se consigue lo que se quiere.
No quisieron las dos insistir más, porque vieron que su enfado iba en aumento.
Y así estuvo don Quijote quince días en casa muy tranquilo, sin dar muestras de querer seguir sus primeras locuras.
En ese tiempo fue a ver don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre honrado aunque pobre, pero de muy poca sal en la mollera[39]. Tanto le dijo y tanto le prometió, que el hombre decidió irse con él y servirle de escudero. Don Quijote le decía que podía ganar alguna ínsula[40] y dejarlo a él como gobernador. Con estas promesas, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó a su mujer e hijos y se convirtió en escudero de su vecino.
Don Quijote ordenó a Sancho que llevara algún dinero y, sobre todo, que no olvidara las alforjas[41]. Dijo Sancho que las llevaría y que pensaba llevar también un asno muy bueno que tenía, porque no estaba acostumbrado a andar a pie. Cuando todo estuvo preparado, sin despedirse Sancho de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche salieron del lugar sin que nadie los viera.
Iba Sancho Panza sobre su asno, con sus alforjas y su bota de vino[42], con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula prometida. Así se lo dijo a su amo:
–Mire, señor caballero andante, que no se le olvide lo de la ínsula, que yo la sabré gobernar aunque sea muy grande.
A esto respondió don Quijote:
–Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre de los caballeros andantes hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que iban ganando, y yo pienso seguir esta costumbre. Y bien podría ser que antes de seis días ganase yo un reino y fueses coronado rey de él.
–De esa manera ―respondió Sancho Panza―, si yo fuera rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, Juana Gutiérrez, mi mujer, sería reina, y mis hijos, infantes.
–Pues ¿quién lo duda? ―contestó don Quijote.
–Yo lo dudo ―dijo Sancho―, porque no vale mi mujer para reina; condesa será mejor.
–Pídelo tú a Dios ―dijo don Quijote―, que él le dará lo que le venga