son los que todo lo echan a perder con sus inocentadas. Ahora los tiernos angelitos, en vez de chuparse el dedo, han dado en la flor de jugar a la masonería y al carbonarismo, y entre burlas y risas tienen arriba sus Cámaras de honor y sus Hornos, donde hacen varias mojigangas, que es preciso denunciar a la policía. Son casi todos chicuelos con más ganas de hacer bulla que de estudiar. ¡Y qué discursos los suyos! Es esa una empolladura de oradores que, si no me engaño, ha de dar a España más peroratas que garbanzos dará Castilla.
– Estos pajarillos cantores – dijo Monsalud riendo, – vienen siempre delante de las tormentas políticas, anunciándolas con sus angelicales trinos. Es un fenómeno que observé en la tormenta pasada y que se repetirá, no lo duden ustedes, en las que han de venir; y así veremos siempre que toda trasformación política de carácter progresivo viene precedida de grandes eflorescencias de sabiduría infantil y discursos en las aulas.
– Pues grande va a ser la trasformación-manifestó Aviraneta, – si se ha de juzgar de ella por lo que chilla esta caterva de pavipollos… ¡Santa Mónica, cuántos suben ahora, y qué pico tienen! Esa voz… oigan ustedes qué órgano tan admirable: es González Bravo, un mozo terrorista, más listo que Cardona y con más veneno que un áspid… Pero, volviendo a nuestro asunto, nosotros, al fundar la sociedad isabelina, llevamos el objeto de unificar el pensamiento de los liberales y de traer al ejército a una idea común que sea precursora de una acción común.
– El ejército está profundamente dividido – dijo Salvador, – pues me consta que el bando apostólico o carlino, como ahora se llama, ha hecho últimamente grandes adquisiciones en la Guardia Real.
– El ejército es liberal – exclamó Rufete, que no pudiendo estar por más tiempo callado tomó la palabra con estruendo en la primera coyuntura. – El ejército se compone de hombres libres que aman el más perfecto de los códigos y aborrecen la tiranía. Dígase Constitución, y el ejército responderá Constitución.
Y echando un poco atrás el sombrero, que debía ser morrión de los de tinaja invertida, se puso más amarillo y acompañó su alteración facial de estas patrióticas palabras:
– Muchos hablan del ejército sin conocerlo, y yo, que lo conozco, que pertenezco a él, que me glorio de pertenecer a él, digo que con excepción de media docena de traidores, todos somos liberalísimos, aquí y en América. Yo he estado en América, señores; me he batido en aquellos colosales combates de Chuquisaca y Cochabamba, y puedo decir que nada nos consolaba de nuestras privaciones y trabajos como hablar de la Constitución, pensar en ella y poder escribirla en nuestras banderas para hacer doblar la rodilla a los indios más bravos. Recuerdo bien que después de la famosa expedición de Jujuí, nos llegó la noticia del triunfo de la Constitución en las Cabezas de San Juan, y nos volvimos locos de contento. Deseábamos, o que nos trajeran a España, o que nos llevaran allá al bendito Código, y no pudiendo ser ni una cosa ni otra, celebramos con fiestas, bailes, versos y meriendas aquel gran suceso. La alegría era general. Algunos tuvimos el proyecto de proclamar la Constitución en el Perú; pero el traidor de Maroto se opuso. Los libres deseábamos que la América adoptase el sistema, los traidores no querían sino hierro y sangre; y yo pregunto ahora lo que he preguntado siempre: ¿quién es responsable de que se perdiera la tremenda batalla de Ayacucho? ¿Quién?…
– Esa cuestión, querido Rufete – observó Aviraneta viendo con disgusto que la musa histórica de su secretario remontaba el vuelo en demasía, – ha perdido su oportunidad. Poco nos importa saber quien lo hizo peor en América. En cuanto al ejército, ya sabemos que en su mayoría es liberal; pero usted mismo ha hablado de traidores: traidores hubo en América, y también los hay en España.
– Aquí tengo la lista – exclamó prontamente Rufete haciendo ademán de sacar un papel.
– No, no saque usted la lista. Tampoco eso nos importa gran cosa ahora… Nuestra sociedad cuenta ya con un brillantísimo contingente de personajes civiles.
– Espere usted – insistió Rufete revolviendo sus papeles, – aquí está.
– No… ¡Con cien mil palitroques! tampoco nos hace falta ahora la lista de isabelinos. Envaine usted sus listas, hombre. Lo que yo quiero es traer a nuestras filas a este buen amigo, para darle una comisión que desempeñará bonitamente.
Salvador hizo con la cabeza repetidos signos negativos.
– Eso lo veremos – dijo el guipuzcoano. – Peñas más duras he quebrantado yo. ¿Tienes ocupaciones?
– Las de mis intereses, que no son muchas.
– Es verdad que casi eres rico; ¡mal negocio! ¿Te has casado?
– No.
– ¿No ambicionas una posición elevada?
– No ambiciono nada más alto que este banco, y lo que llaman aura popular me incomoda más que la tristeza de estar solo.
– A pesar de todo – dijo Aviraneta, – creo que te conquistaré.
Y calló después. De buena gana se habría desprendido en aquel momento de los servicios de su secretario Rufete, cargado de listas, para estar solo con Monsalud y hablarle franca y descubiertamente, pues bien se conocía que el astuto conspirador había manifestado su idea de un modo harto enigmático. Pero Rufete no se movía, y a la dudosa claridad que en el cuarto entraba se entretenía en revisar sus listas de traidores y sus listas de isabelinos.
VII
Hallábanse, pues, el uno aburridísimo, el otro ideando motivos para despedir al ayacucho, y el tercero discurriendo el modo de pasar algún nombre de un papel a otro, cuando entró en el café un jefe de caballería, haciendo con el sable rastrero, con las espuelas y los tacones tan grande estrépito, que no parecía sino que un escuadrón había asaltado el establecimiento. Traía fango en las botas y polvo en el traje, manifestando en esto, así como en la oficiosidad con que iba de mesa en mesa dando noticias, que acababa de llegar de una expedición o quizás de un campo de batalla. Era D. Rafael Seudoquis, exaltado patriota primero, después indefinido, luego conspirador perseguido y condenado a horca, pero indultado otra vez y admitido en el servicio por influencias de parientes poderosos. Después que satisfizo la curiosidad de los del café, dirigiose arriba, y al entrar en el hueco de la escalera llamole Aviraneta desde su escondrijo. Entró Seudoquis, reconoció a Salvador, se abrazaron; pero tanta gana tenía el buen hombre de contar lo que sabía, que sin poder aguardar a que acabaran los saludos, habló así:
– ¡Ya les hemos cogido! ¡buena caza hemos hecho!
– ¿Qué? ¿qué ha sido?… ¿una batida de voluntarios realistas?
– Sí, y con media docena como esta pronto quedaba la Nación limpia de sacristanes… Ya saben ustedes que salí con la columna de Bassa a perseguir la partida de aguiluchos que se levantó en Villaverde mandada por el traidor coronel Campos… Al principio nos daba que hacer… que por aquí, que por allá… Total, señores, en Alares a cinco leguas de Navahermosa les sorprendimos rezando el rosario, les copamos… no se escapó uno para simiente de monaguillos.
– ¿Les arcabucearon?
– No hay órdenes para tanto. El Gobierno es conciliador, o por otro hombre pastelero, y en una mano tiene las disciplinas y en otra el emplasto. Como no soy partidario de andar con mantecas tratándose de esa gente, yo les hubiera dado a todos un poco de tuétano de fusil. En el otro barrio están mejor que aquí… Pero no se trata ahora de fusilar: ellos lo harán cuando nos cojan debajo. Total, que les hemos traído codo con codo, y el bribón de Campos es tan cobarde que se echó a llorar, y sin que nadie se lo preguntara nos reveló todo el diebus ille de la junta carlista de Madrid, citando nombres uno por uno. A estas horas el traidor habrá vomitado todas sus delaciones ante la policía y ya andará esta haciendo prisiones. Medio Madrid va calentito a la cárcel esta noche. He encontrado en la Puerta del Sol a un escuadrón, no miento, sí, un escuadrón de policías que iban a la calle de Belén, donde parece hay un cabildo máximo de subdiáconos con puñal y de guerrilleros de estola. Total, señores, que nos hemos lucido los de Bassa, y que esta noche van a ser ventiladas muchas madrigueras. Con que viva la angélica