Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos


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los dos mirándose, sin que ninguno se decidiera a hablar el primero. Por fin Carlos rompió el silencio diciendo:

      – No podía desairar a D. Felicísimo… por eso te he recibido, exponiéndome a las consecuencias de este mal rato. Ya sabes que estoy enfermo y el médico dice que no debo incomodarme.

      – Eso depende de ti. Yo vengo con bandera de paz y decidido a no incomodarme. Has hecho bien en recibirme. Hace tiempo que te busco, y ahora que te encuentro te pregunto si crees que no me has perseguido y vejado bastante.

      – ¿Quieres que sea bastante ya? – dijo Garrote con sarcasmo. – Pues sea y déjame en paz. Si no me acuerdo de ti, si te desprecio…

      – ¡Pobre hombre! – exclamó Salvador. – Tu orgullo dice tan mal con tus alardes de piedad religiosa… Yo vengo ahora a ponerte a prueba y a ver si tu alma rencorosa es, como parece, incapaz de todo sentimiento que no sea el de la venganza…

      – ¿Vienes a ponerme a prueba?… Con cien mil rábanos, hombre, que seas benigno – dijo Navarro empezando a enfurecerse. – ¡Y luego me dirá el médico que tenga paciencia, que no me sulfure, que no se me suba a la boca y a los ojos la hiel de mis entrañas!… Oye tú, menguado, por no darte otro nombre, ¿vienes a gozarte en mi desgracia, viéndome enfermo y sin fuerza para castigar un insulto, o vienes a espiarme por encargo de los masones? Si es esta tu intención, no necesitas aguzar el ingenio para descubrir mis acciones. Puedes decir a esos señores que sí, que estoy conspirando ¡rábano! que hago lo que me da la gana, que trabajo como un negro por la causa del Rey legítimo y que yo y mis amigos nos reunimos y nos concertamos, despreciando a este Gobierno estúpido, cuya policía hemos comprado. Al ejército lo seducimos y lo traemos habilidosamente a nuestra causa; al Gobierno le engañamos, y a vosotros los masones de bulla y gallardete os compramos a razón de dos pesetas por barba. Ea, ya lo sabes todo; ya puedes ir con el cuento.

      – Ya sé que conspiras – dijo Monsalud manteniéndose sereno – y no me importa… Otro asunto me trae, asunto que es de mucho interés para entrambos, al menos para mí. Dime, ¿no has pensado alguna vez, principalmente en estos días de dolencias, aislamiento y tristeza, en la esterilidad de los infinitos medios que has empleado para exterminarme? ¿No te han venido a la mente consideraciones sobre esto, no te has sorprendido a ti mismo, en ciertos momentos, meditando, sin saber cómo ni por qué, sobre el hecho de que todos tus actos de venganza han sido inútiles, y que Dios me ha preservado casi milagrosamente de tus crueldades?

      Mientras esto decía Salvador, le miraba Navarro con cierto asombro que no carecía de estupidez, y era que, en efecto, había meditado no pocas veces sobre aquel problema. Sin embargo, por no declarar que su sombrío interior había sido descubierto, dijo bruscamente:

      – Pues jamás he pensado en tal cosa. ¿A qué vienen esas sandeces?

      – Estas sandeces – dijo Salvador creciéndose más – son para demostrarte que Dios, a quien tú, llevado de una piedad absurda, crees cómplice de tus violencias y de tus sañudas venganzas, es quien te ha burlado y me ha protegido. ¡Qué bien y con cuanta oportunidad ha deshecho tus combinaciones implacables, permitiendo que llegara un día como este, en el cual voy a desarmarte para siempre!

      Navarro seguía mirándole con estupidez.

      – Por muy malo que te suponga – añadió Salvador – no te creo capaz de conservar tus rencores después de saber que tú y yo somos hijos de un mismo padre.

      El guerrillero saltó en su asiento, como quien oye un insulto. Su cara se congestionó a borbotones echó de su boca estas palabras:

      – ¡Es mentira, es mentira!

      – ¿Mentira, eh? ¿con que es mentira? Tengo de ello un testimonio para mí sagrado, escrito por la mano de la persona más querida para mí en el mundo, y ratificado en su lecho de muerte. Tú puedes creerlo o no, según se te antoje: a tu conciencia lo dejo. Cumplo con mi deber diciéndotelo. La mitad de este secreto te corresponde a ti, mal que te pese. Yo no puedo quedarme con él todo entero.

      Inquieto en su asiento, Navarro vaciló entre la ira y la curiosidad.

      – Esas cosas – dijo – no se pueden creer sin algo que lo pruebe… ¿A ver, qué es eso? ¿Qué significa ese paquete atado con cintas encarnadas?

      Salvador había sacado un paquete y escogía en él los papeles que quería mostrar a Carlos.

      – Esta es la carta que mi madre me escribió poco antes de morir – dijo poniéndola en manos de Navarro. – Es la confesión de una falta redimida por una existencia de penas y oscuridad; es una declaración santa, que respira honradez, paciencia y bondad. Se necesita ser un monstruo para no inclinarse con respeto ante esa vida de abnegación y deberes trascurrida a la sombra de una vergüenza jamás reparada…

      El otro leía, leía. Salvador le miraba leer y mentalmente seguía los conceptos de la carta. Concluida la lectura Navarro dio un suspiro y dijo:

      – ¡Qué sed tengo!… Si quisieras echar agua de la alcarraza en aquel vaso que allí está y alcanzármelo…

      Monsalud le dio agua, y luego que le vio aplacar su sed, diole otros papeles diciéndole:

      – ¿Conoces esa letra?

      – Son cartas de mi padre – murmuró Navarro, devorándolas con la vista.

      – No es ocasión ahora – dijo Salvador, – de hacer comentarios sobre las promesas hechas en esas cartas y jamás cumplidas. Esas viejas cuentas se habrán arreglado en otra parte.

      Callaron ambos, y Navarro, puesta su alma toda en los ojos, leía las pocas páginas de aquel drama oscuro, desenlazado ya por la muerte. Al concluir se quedó mirando al suelo por larguísimo espacio de tiempo, y luego, evitando el fijar los ojos en su hermano, le dijo lo siguiente:

      – Bueno, convengo en que esto no tiene duda. Parece evidente que por la Naturaleza… Pero no, la fraternidad no se improvisa. Eres hijo de mi padre; pero no eres ni serás mi hermano.

      – Ni lo pretendo, ni me importa tu fraternidad – replicó Salvador devolviéndole su desvío. – No necesito de ti para nada. Sólo he querido que sepas cuán cerca nos puso la Naturaleza, mejor dicho Dios, para que comprendas que el papel de Caín es malo, y hasta desairado.

      – Una carta vieja no puede hacer de dos enemigos irreconciliables dos hermanos queridos… Convengo en que no puedo perseguirte más: la memoria de mi buen padre, aquel valiente caballero que murió por la patria, se interpone y te salva…

      – Antes me salvaré yo con la ayuda de Dios – dijo Salvador con desprecio. – No he venido a solicitar la indulgencia, que no necesito.

      – Pues yo te la doy, ¡cien rábanos! – exclamó el guerrillero sulfurándose. – Mira, dame agua otra vez; tengo mucha sed; tu secreto me sabe a hiel y vinagre.

      Bebió, y después, cavilando un poco, dijo como si masticara las palabras:

      – Además, antes de hablar de reconciliación es preciso determinar bien quien es el ofendido y quien el ofensor. Te quejas de que te he perseguido y hablas de mis crueldades. Pues yo digo que tú eres el monstruo, tú el criminal, tú el indigno de perdón.

      – Acuérdate de aquellos días del año 13, cuando se dio la batalla de Vitoria – dijo Salvador con violencia. – ¡Oh! fuiste tú quien me provocó.

      – ¡Fuiste tú!.

      – ¡Tú!

      – Repito que tú.

      La disputa se agriaba. Salvador quiso calmarla con un ademán de conciliación. Navarro respiraba como quien se va a ahogar.

      – Mira – dijo con desabrimiento – lo mejor es que te vayas.

      – Antes has de oír lo que voy a decirte.

      – Pues di.

      – Sí, sostengo que fuiste tú quien primero entabló nuestra rivalidad, no por eso desconozco que cometí después faltas graves, que te ofendí…

      – ¡Lo confiesa el menguado!…

      – Yo