pesada viga. Sus desmesurados pies, sepultados en zapatos de paño, pisaban con la pesadez y adherencia de la robusta planta calzada de alpargata, que golpea como una maza las baldosas de muelles y almacenes.
Después de saludar con escogida afabilidad al guerrillero enfermo, tomó asiento junto a él, y metiendo la mano por ciertas aberturas de la sotana tras de las cuales había bolsillos tan hondos como el mar, empezó a sacar varios cucuruchos de papel semejantes en tamaño y forma a los que hacen en las tiendas para contener dos cuartos de azúcar, de café o de anises. Conforme los sacaba los iba poniendo sobre el velador y miraba el rotulillo que de su puño y letra estaba escrito en cada uno.
– ¿Qué es eso? – preguntó Navarro picado de curiosidad, sospechando que su amigo había puesto tienda de comestibles o droguería.
– Esto es tierra de la ruta de San Ignacio en Manresa, reliquia que solicitan mucho las personas devotas. He recibido hoy una pequeña remesa, y la distribuyo entre las amigas que ha tiempo me la han pedido… Si habré olvidado el cucurucho de Doña María de la Paz… ¡Ah! no, aquí está. Me hará usted el favor de entregárselo. Estos otros son para la Excelentísima Señora Condesa de Rumblar, para las monjas de Góngora, para el Sr. D. Pedro Rey, que ha tenido a la muerte a su preciosa niña Perfectita, y para otras diversas familias…
En seguida guardó los cucuruchos en sus bolsillos insondables como la mar, y dando después violenta palmada en la rodilla del guerrillero, le dijo:
– Veo que está usted mejor… Esa cara ya es otra… Pronto estará usted bien.
El guerrillero dio un suspiro y se sonrió. Ambas demostraciones indicaban incredulidad del pronóstico y gratitud por el consuelo.
– Pronto, muy pronto, cuando llegue el momento de dirimir en los campos de batalla la cuestión entablada entre el Altísimo y los masones, podrá contar el Altísimo con su más valiente Macabeo.
– Eso es lo que pido a Dios con todo el fervor de mi alma – dijo Navarro echando amargura por la boca y por los ojos – y lo que Dios no me concederá.
– Yo tengo para mí – manifestó el clérigo con mucha fe, – que Dios no se amputará un brazo tan poderoso… La enfermedad de usted no vale nada, repito que no vale nada. No hay lesión, repito que no hay lesión. Es un abatimiento producido por una acumulación biliosa, cuyo origen hemos de buscar en la trabajosa vida de usted y en los disgustos domésticos que han acibarado su alma. El alma, el alma, señor mío, es la que está enferma, y al alma se ha de aplicar la medicina. ¿Cuál es esta? Pues es un confortamiento dulce que se consigue mezclando la confianza con la paz y la indulgencia con la piedad.
Navarro manifestó en su semblante, sin decir palabra alguna, el disgusto que le causaba un tema planteado ya muchísimas veces, aunque, sin fruto, por el venerable padre Gracián.
– No, no frunza usted el entrecejo – dijo este, mostrándose decidido. – No cejaré sino cuando usted me retire su amistad y me arroje de su casa.
– Eso no…
– Pues si eso no, resígnese usted a sentir el moscón en su oído. ¿Y qué dirá el moscón? Dirá que usted no tendrá salud mientras no tenga paz en su espíritu, y no tendrá paz en su espíritu mientras no tenga familia. ¿Y cuándo tendrá usted familia? Cuando se reconcilie con su esposa, previo el arrepentimiento de ella y el perdón de usted. ¡Arrepentimiento, perdón! Sobre estos dos polos se mueve el mundo inmenso de las almas. Todo el saber moral se condensa en estas dos ideas que establecen el parentesco del hombre con Dios…
Navarro quiso hablar.
– No, no admito réplica sobre esto. Lo digo yo y basta – manifestó el jesuita, fuerte en su autoridad. – Cuando yo he planteado a usted este problema incitándole a resolverlo, ya se comprende que no puede haber deshonra para usted. La verdadera deshonra es cerrar los oídos a las amonestaciones de la Iglesia que dice a los esposos: «amaos, uníos». Los juicios del mundo son pérfidos y vanos. ¿Debe hacer caso de ellos un hombre religioso y prudente? No. ¿Cuál es el peor consejero del hombre? El orgullo. ¿Y el mejor? La piedad. ¿Qué le dice a usted su orgullo? le dice: «no cedas y muere envenenado por el rencor antes que pronunciar una palabra indulgente». ¿Qué le dice la piedad? le dice: «perdona para que seas perdonado»… Sé que hay razones de aparente fuerza; pero yo he estudiado el asunto con cariño y he visto que lo que usted presenta como obstáculo no lo es… Dios quiere sin duda que esta obra se realice, porque desde que la emprendí, estoy viendo con mucha claridad el camino de ella. ¿Y qué veo? Veo en esa señora el hastío de la soledad y un deseo muy vivo de establecer en su vida el orden interrumpido; veo que lejos de guardar a usted rencor lo respeta y lo ama. He podido llegar a vencer ciertas resistencias que en su alma había, y con poco que usted me ayude…
– Padre, padre – dijo D. Carlos respirando fuerte, porque estaba abrumado bajo el insoportable peso del sermón, – eso no puede ser. Hay roturas que no pueden soldarse nunca, nunca, ni en el cielo. Suponga usted que yo me retiro a un desierto, hago penitencia, me santifico, muero, me salvo y entro en el reino de Dios como bienaventurado, más aún, como santo. Suponga usted también que ella se arrepiente de su mala conducta, que recibe de Dios aflicciones y justas calamidades, que se pudre en vida, que se retira a hacer vida claustral, que luego cae en poder de infieles, que la martirizan, que la queman, que la achicharran, que muere, que se salva, que es santa, que es pura como un ángel… Bueno, suponga usted que nos encontramos en el cielo…
– Y ábrazados llorarán lágrimas de perdón – exclamó el padre muy conmovido y cruzando las manos.
– ¡No! – gritó Navarro, y aquella sílaba sonó como un tiro.
El jesuita se quedó perplejo, mirando a su amigo con espanto. No se atrevía a insistir en su empeño ante la inalterable dureza de aquella roca en forma humana, que exteriormente tenía todas las escabrosidades de la peña y por dentro todos los amargores del mar; pero también él, el jesuita, tenía a falta de aparentes durezas, la constancia y persistente fuerza de la ola. No creyó prudente insistir por el momento, y encalmándose sin esfuerzo, bajó la cabeza, echó un suspiro y murmuró en tono de paz estas suaves palabras:
– Todo sea por Dios. Hablemos de otra cosa.
– Hablemos de otra cosa – dijo Navarro con alegría. – Hábleme usted de otra cosa, aunque sea de los cucuruchos.
– Tenía que decir a usted no sé qué – indicó Gracián algo confuso; mas dándose una palmada en la frente añadió: – ¡Ah! ya me acuerdo… Tengo aquí la apuntación. Un caballero amigo mío, mejor dicho, conocido, desea hablar con usted. Lo conocí en casa de Doña Genara.
– ¡En su casa! – exclamó Navarro poniéndose más verde, y clavando las uñas en los brazos del sillón.
– Sí; también D. Felicísimo me habló de él esta mañana… No me acuerdo de su nombre… pero lo apunté y aquí debe de estar.
Diciendo esto el buen jesuita metía la mano y después el brazo hasta el codo en el infinito bolsillo.
– No se moleste usted – dijo Navarro tomando la carta de D. Felicísimo que abierta sobre el velador estaba, y mostrándosela a su amigo. – ¿Es este su nombre?
– El mismo – replicó Gracián.
Y en el propio instante se abrió la puerta y apareció la cara, mejor dicho, la zalea con ojos del Sr. Zugarramurdi, el cual no dijo más que una sola palabra:
– Ese…
Después de mirar un rato muy hoscamente al suelo, Carlos habló así:
– Que entre… Usted, queridísimo padre, me hará el favor de dejarme solo… Mañana tampoco puedo asistir a la junta, pero me representa el Padre Carasa. Deseo saber inmediatamente lo que se decida. ¿Vendrá usted a decírmelo?
Después de contestar afirmativamente con su afabilidad no estudiada, el dignísimo Padre Gracián salió para seguir repartiendo sus cucuruchos entre las damas piadosas que sabían apreciar tan interesante objeto devoto.
IV
Bien