Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto


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para Estévanez, Castañé y Patricio Calleja. Prometile yo volver pronto, pues me interesaba mucho el Cantón y quería presenciar hasta el fin su arrogante defensa. En la respuesta de Cárceles creí advertir cierta disminución del optimismo que había mostrado desde el comienzo de la revolución cantonal: «Si nos vencen – me dijo, – y ello habrá de ser más por la maña que por la fuerza, abandonaremos este volcán y nos iremos tranquilamente al África en busca de mejor suelo para poder vivir. Si vuelves, gran Tito, te vendrás con nosotros y nos haremos todos africanos».

      Hasta la línea de bloqueo nos acompañó, al marcharnos La Brava y yo, mi leal mandadero Pepe el Empalmao, a quien las fatigas del sitio convirtieron de rufián en héroe. Su inveterada indolencia trocose en actividad febril, su astucia de zorro en fiereza leonina. En los baluartes de las puertas de San José o de Madrid afrontaba las balas enemigas, con un desprecio de la vida que ya lo querrían para sí más de cuatro figurones, de los que aspiran a merecer una línea en las altas inscripciones de la Historia. Y no lo hacía por ambición ni propósito de medro; no esperaba recompensa, ni galones, ni cintajos, ni cruces, ni siquiera el aumento de un real en su miserable soldada. Hacíalo, sin darse cuenta de ello, por la gloria, por un ideal que indeterminado y confuso hervía dentro de aquel cerebro, que para muchos no era más que una olla del más tosco barro. Como yo no quería partir sin saber algo del pobre don Florestán de Calabria, interrogué al Empalmao, que así me dijo:

      «Ahora presta servicios de ranchero en las cocinas que ha mandado poner la Junta Soberana en el sótano de la muralla de los Mártires. Allí le tiene usted, con su mandil y su cucharón, revolviendo los peroles en que nos hacen la bazofia con que matarnos el gusanillo. Don Jenaro, que no sirve para militar sino para chupatintas, ha pedido a Contreras que le nombre Memorialista Mayor de la República Cartagenera. Pero para mí que se queda meneando el cazo toda su vida»… Con esto nos despedimos afectuosamente, y Leonarda y yo cogimos el tren de Madrid en la estación de la Palma.

      Ya estábamos instalados en un coche de segunda con la ilusión de ir solitos todo el camino, y ya el tren se ponía en marcha, cuando vimos que avanzaba presurosa y dando chillidos una pobre señora, cargada de envoltorios, que intentó subir a nuestro departamento. Gracias al auxilio que yo le presté pudo poner el pie en el estribo y posesionarse de un asiento. Era una vieja de buenas carnes, vestida de negro. Al fijarme en su rostro temblé de sorpresa y sobresalto: o yo estaba loco o tenía frente a mí a la propia Doña Gramática, si bien envejecida, un poquito cargada de espaldas y tan descompuesta de facciones como de vestimenta. Antes que yo pudiera decir palabra, soltó ella la suya dejándome más absorto y alelado que antes, pues en cuanto abrió el pico reconocí la tremebunda y retorcida sintaxis de la que en día no lejano fue mi mayor suplicio. Volví a creer que me perseguían fantasmas al escuchar de boca de la vetusta dama estas enfáticas razones:

      «No agradeceré bastante al noble caballero la merced con que me ha favorecido al prestarme ayuda para escalar, con la enfadosa carga de mis achaques y de estos paquetes, el endiablado vehículo. No están ya mis pobres huesos para tan vivos trotes… Ello ha sido que, faltando cortos minutos para la partida del tren, corrí a recoger estos livianos bultos, que olvidados dejó mi señora en la covacha del jefe de la estación, hombre descuidado al par que descortés, por quien a punto estuve de perniquebrarme o de quedarme en tierra. Gracias a usted, repito, y a esta hermosa dama cuyas manos diligentes me ayudaron a subir, y Dios se lo pague, pude meterme en este coche zaguero, y salva estoy aquí, aunque todavía no reparada del grave susto ¡ay de mí!, ni del sofoco de estos cansados pulmones. ¡Ay, ay!…».

      Como he dicho, creí hallarme otra vez en pleno delirio y perseguido por las visiones de antaño. Apenas recobré la palabra, que el azoramiento y la confusión me habían quitado, dije a la para mí fantástica viajera: «Señora; perdóneme si la interrogo con cierta indiscreción. ¿Es ustedDoña Gramática, ilustre dama versada cual ninguna en los giros de las sintaxis?».

      – No me llamo Pragmática-contestó ella con melindre – sino Práxedes. No soy dama ilustre, aunque no hay bastardía en mi linaje, y sólo acierta usted en que mi afición al estudio me ha enseñado a hablar con discreta corrección y propiedad.

      En tanto, Leona no quitaba los ojos del rostro de la vieja, cuyo hablar finísimo y entonado le colmó de asombro y embeleso. En el mirar de mi amiga leía yo un afán ardiente de apropiarse los términos exquisitos y la nobleza gramatical de nuestra compañera de coche.

      «Cualesquiera que sean su nombre, estirpe y condición, señora mía – dije yo a doña Práxedes, – nosotros estamos muy complacidos de haber trabado conocimiento con usted. Juntos haremos este molesto viaje, honrándonos mucho con su grata compañía».

      – ¡Ay!, eso no podrá ser – replicó la enlutada dueña, arqueando las cejas. – Y de veras lo siento, porque me hallo harto gustosa entre personas tan hidalgas. En la primera parada que no sea corta tengo que pasarme al coche donde va mi señora, la cual es de alcurnia tan alta que no hay en la grandeza española quien pueda igualarse a ella. Va en el departamento que lleva el rótuloReservado de Señoras. A su servicio tiene damas y doncellas de singular hermosura.

      Lo dicho por la vieja me adentró más en los delirios paganos. Pensé que en el mismo tren iba Mariclío… quizás Floriana… ¡Dios mío, qué horrible trastorno, mezcla de alegría y espanto! Si yo me presentaba a la divina Madre y ésta me veía con La Brava, sin duda me reñiría duramente por mi liviandad… Advertí que doña Práxedes, risueña, no apartaba sus ojos inquisitivos del rostro de Leona. Sorprendida de su silencio pronunció estas palabras: «Y esta joven tan hermosa y apuesta ¿no dice nada?». Mi compañera balbució algunos monosílabos que no expresaron más que su timidez y el temor de soltar algún disparate chulesco ante una tan refinada maestra de la lengua castellana… Intenté pedir a doña Práxedes más claras referencias de aquella princesa de alto linaje que iba en el Reservado de Señoras, con acompañamiento de bellas damas y lindísimas doncellas; pero un escrúpulo invencible paralizó mi lengua, y seguí alelado y taciturno.

      Al fin, hostigada por la vieja redicha, pudoLeona desatar el nudo de su timidez, y pronunció algunas frases rebuscaditas para demostrar que no era muda. «Nosotros vamos a Madrid – dijo haciendo con sus rojos labios mohínes muy finústicos, – porque Cartagena es un infierno enpequeña miniatura. Allí la libertad es un viceversadel sosiego, o como quien dice, una ironía que la tiene a una siempre sobresaltada. En Madrid viviremos tranquilos porque allí la libertad no hace daño a nadie. Además, como estamos bien relacionados en la Corte, lo pasaremos al pelo».

      – Su esposo de usted tendrá, y esto lo colijo por su talante, porte y lenguaje distinguido – dijo la vieja, clavando en mí sus miradas como saetas, – tendrá de fijo, repito, una elevada posición.

      – Regular – contestó Leona, mordiendo su abanico para contener la risa. – No diré que sea de las más ensalzadas, ni verbigracia cosa de poco más o menos.En el interín, nos basta y nos sobra para todas las circunstancias de nuestra vida, y como no tenemos sucesión, sucede que marchamos divinamente.

      Aunque me mortificaba que Leona me diputase por esposo permanente y legítimo, no me pareció bien desmentir a mi amiga, y permanecí callado largo rato, mientras ellas departían a su sabor. Leonarda, perdida completamente la cortedad, hablaba a doña Práxedes de lo divertido que era Madrid, donde había tanta aristocracia y tanta democracia. «Entre otros mil atractivos – dijo, – Madrid tiene toros los lunes y domingos, funciones en la mar de coliseos, misas de seis a doce en todas las iglesias, y a cada dos por tres jaleo de revolución en las calles».

      Hasta la estación de Murcia, donde el tren paraba quince minutos, no se atrevió doña Práxedes a bajar al andén para cambiar de coche. Despidiose de nosotros con frase coruscante y ensortijada, deseándonos un viaje dichoso y toda la ventura conyugal que por nuestra juventud y buenas partes merecíamos. La Brava, que en los últimos coloquios había hecho muy buenas migas con aquella gramatical cotorra, tuvo gusto en descender con ella y en llevarle los livianos bultos, según la clásica expresión de la matrona provecta. Era mi costilla per accidens vivaracha y curiosona, amiga de gulusmear y enterarse de todo. Acompañó a la vieja hasta el Reservado de Señoras y, al abrirse la portezuela para dar paso a doña Práxedes, exploró con rápida vista al interior del departamento