plato vacío que encontró. – Venga alguna cosita. Pero déjenme que siga con mi negocio. Yo todo lo miro ya bajo el prismade mi economía.
– Ya, ya sé por Dorita – dijo Fructuoso – que acumulas fondos para irte a Madrid y hacerte un buen cartel en la cocotería elegante.
– ¡Calla,malange, tú qué sabes de eso! – replicó ella, atizándose una copa de Jerez. – Yo necesito cuartos porque me voy volviendo muy regalona. Díganle a este perro de Colau que tenga conciencia y me pague por el género lo que le pido.
– Yo te daría eso y más – repuso Alberto – si hicieras caso de mí. ¿Qué demonio vas tú a pintar en los Madriles? Allí no hay más que pobretería finchada y figurones políticos que no tienen ni un calé… Repito lo que te he dicho mil veces. Cuando acabe este jollín del Cantón en que estamos metidos, vente a Orán conmigo. Verás qué tierra, chica. Allí encontrarás la mar de franceses tontos y ricos. ¡Qué fácilmente los podías pescar, gitana, con el anzuelo de esa carita! Pues digo; si le caes en gracia a uno de aquellos morazos podridos de dinero, que se pirran por las españolas, ¡ay morena!, te cubres el riñón para toda la vida.
– No me hables a mí de tierras extranjeras – contestóLa Brava. – Yo tiro siempre al españolismo… La Madre Patria necesita de todos sus hijos, como dice don Roque… y de todas sus hijas, digo yo.
La respuesta de Alberto Colau a estas sesudas consideraciones fue coger el papel donde estaba envuelto el aljófar, y sacar de su repleto bolso varias monedas de oro y una de plata, que entregó a la mozanca, añadiendo estas expresivas razones: «Pierdo dinero. Allá no pagan el adarme de aljófar más que a seis pesetas. Pero en fin, para que no chilles te doy la jara y un chus de propina». Continuó la conversación alegre. Mientras Leona devoraba pastelillos, jamón en dulce y otras frioleras, humedeciéndolas con Jerez, todos le dirigíamos chicoleos, anunciándole los grandes éxitos que había de obtener en Madrid. Ella nos atajó diciendo: «No hablen de eso, que el diablo las carga. Estoy perdida si mi marido se entera. Cándido no me deja vivir, me persigue, me acosa. Ese condenado parte del principio de que yo soy rica, y cuando me niego a darle dinero se pone fosco… Temo que el mejor día me mate como mató a mi madre… Si le da por seguirme a Madrid… No quiero pensarlo… ¡Sálveme la Virgen de la Caridad!».
Desde allí nos fuimos todos al teatro Principal, donde había función de aficionados. Representaban un dramón, obra de dos autores indígenas, titulado Glorias del Cantón y perfidias del Centralismo. Camino del teatro, La Brava, cogiéndome del brazo y retrasándonos del grupo, me dijo con misterio: «Explícame ahora mismo qué quiere decir en tesis general, porque anoche Juanito Pacheco, el hijo del Marqués de Águilas, que es un chico que habla muy requintado y siempre con mala idea, me dijo que yo y otras como yo éramos, en tesis general, lindas bestias sin alma. Lo de tesis me ha escocido, créelo. Dime si es alguna desvergüenza, porque yo no aguantoancas de nadie». Solté la risa y le contesté que no era fácil explicarle el significado de la palabratesis, pues tendría yo que emplear en mi lección otros vocablos incomprensibles para ella; que no hiciera caso; que ya iría aprendiendo eso y mucho más en el trato con la gente de Madrid.
Persistiendo Leonarda en sus anhelos instructivos, me dijo: «También hablaron anoche de que a Pepito le da por la ironía. Para mí que la ironía es como quien dice la viceversa de las cosas».
– Así es – repliqué yo. – Veo que tú sola vas aprendiendo con tu propia inteligencia y criterio. ¡Adelante, mujer de los alegres destinos!
En esto llegamos al teatro. Leona no quiso entrar. Su marido hacía el papel de traidor centralista, y por bien que ella se escondiese entre los espectadores no podría evitar que el indino saliera al público para darle la matraca y corromperle las oraciones. La tesis general de Cándido Palomo era emborracharse todas las noches… Retirose mi amiga a su casa, muy satisfecha con la guita que le había sacado a Colau, y los demás entramos a ver la función. El frenesí patriótico que en su drama pusieron los inocentes autores, no atenuaba los disparates de fondo y forma. Sin pararnos en estos pelillos aplaudimos hasta desollarnos las manos.
En los siguientes días supimos que el contralmirante Lobo dio cuenta de su retirada al Ministro de Marina, en términos que ha conservado la Historia para conocimiento de hombres y sucesos. Era Lobo un técnico excelente, autor de obras muy estimables; mas en el mando naval no pudo poner nunca su nombre a la altura de su suficiencia científica. He aquí lo que telegrafió al señor Oreiro: «Hoy 15 de Octubre han salido otra vez las fragatas insurrectas en orden de batalla. La Numanciaiba un poco delante, pero sin romper la línea de los otros buques, y formando con ellos un muro de hierro. Todos maniobraban muy bien y parecían mandados por jefes expertos. En vista de lo cual, y teniendo que reparar algunas averías y proveer de carbón, he ordenado partir con rumbo a Gibraltar».
Bañándose en agua de rosas quedaron los cantonales con la inexplicable inhibición, por no darle otro nombre, del Contralmirante Lobo, y era general creencia que ello se debió al respeto que le impuso el acertadísimo plan y perfecta organización táctica de las naves de Cartagena, obedientes a las órdenes del contrabandista. Los amigos y admiradores de éste le dimos desde aquel día título y diploma de marino de guerra, llamándole, entre veras y bromas, el Comodoro Colau. La mejor prueba de que Lobo no supo engallarse ante los barcos cantonales en su segunda salida fue que le censuró duramente el General Ceballos, sucesor de Martínez Campos en el mando de las tropas sitiadoras de Cartagena. El Gobierno Central destituyó a Lobo en el mando de la escuadra, nombrando para este puesto al Contralmirante Chicarro. Fueron asimismo reemplazados el comandante de la Navas de Tolosa y el segundo de la Blanca.
Fuera de la feliz aventura del Despertador del Cantónque apresó una goleta cargada de bacalao, lo que trajo gran alivio a la plaza mal surtida de víveres, no hay sucesos dignos de mención hasta la salida de la escuadra para Valencia con los mismos barcos y los propios jefes que en las anteriores correrías llevara. Para el mejor desempeño de mis deberes croniquiles embarqueme en el Católico Despertador, desoyendo las amonestaciones de David Montero y de La Brava, que al despedirme en el Arsenal me vaticinaron una jugarreta del Destino. Leona había echado las cartas, y David consultado el inmenso libro del firmamento. Ambos presagiaban que tendríamos unas miajas de catástrofe. Pero yo, que nunca di crédito al lenguaje de las estrellas ni al de los naipes, me agregué a la expedición tranquilo y confiado. ¡Ay, ay; cuán equivocado estaba yo y cuán en lo cierto aquellos buenos amigos! Sabed, lectores compasivos, que cuando habíamos rebasado de Alicante, montado ya el cabo Huertas… Pero dejadme tomar aliento, pues se trata de uno de los más apretados lances de mi vida.
El Despertador iba de vanguardia, con mar llana y tiempo cerrado de niebla. A la madrugada, cuando bajo cubierta dormían todos los tripulantes, menos una veintena que huyendo de la pesada atmósfera de cámaras y sollados subimos a pasar la noche con los que hacían servicio a proa y en el puente, fuimos sorprendidos y aterrorizados por la visión de un corpulento barco que se nos echaba encima. Era la Numancia. Nuestro timonel inició una virada rápida, mas con tan mala suerte que el formidable espolón de la fragata embistió el costado de estribor de nuestro barco, hizo añicos la rueda y abrió un inmenso boquete en el departamento de calderas y máquinas. Aunque en la Numancia dieron contravapor apenas divisaron al Católico, no se logró evitar el desastre.
No podréis imaginar la confusión, el espanto de los que estábamos sobre cubierta. El Despertador se hundía rápidamente como un cesto cargado de plomo. Empezó a salir gente por las escotillas. No hubo tiempo de arriar nuestros botes, y si no es por los de la Numancia, que acudieron con presteza, todos habríamos perecido. Ya tenía el Católicola popa bajo el agua cuando yo salté, no sé cómo ni por dónde, a un chinchorro que estuvo a punto de zozobrar por los muchos hombres que en él se metieron. En tan horrible confusión caí al agua y fui recogido por unos marineros que luego vi eran de la Tetuán, pues entre ellos estaba Alberto Colau. A éste debí mi salvación, que todavía creo milagrosa. Mi primer pensamiento fue para recordar las fatídicas predicciones de La Brava y David Montero.
La escena era espantosa: vi a muchos infelices que nadaban desesperadamente, tratando de agarrarse a los pocos salvavidas que fueron arrojados desde el buque náufrago. Desgarradores gritos aumentaban el horror de la catástrofe. Yo también grité llamando a mi