el día antes, llevándose dos yeguas. Fue la columna del coronel Buil, uno muy perro, que fusiló en Concud a mi hijo Agustín.
– Ojo por ojo y diente por diente. Los hijos de Luco vengarán a su padre.
– No, señor. ¿Les conoce Vocencia?
– Sí, y sé que son valientes.
– Eran.
– ¿También han muerto?
– No me eche a mí la culpa, sino al Nogueras, el más bruto que hay en la Usurpación.
– ¿Luego eran carlistas?
– Bruno sí, señor: desde el tiempo de Carnicer se alistó en las sacras banderas. Luego andaba con el Fraile Esperanza y con el Organista de Teruel. No tenía trato con su padre ni con su hermano Cinto, el cual seguía la bandera puerca de Isabel… Por esto dicen que esta guerra se ha vuelto tan farisea o faricida.
– Fratricida, que quiere decir guerra entre hermanos.
– Y entre padres e hijos, y maridos y mujeres. Cinto Luco, casado en Aliaga con la hija mayor de Crescencio Marlofa, salió con los urbanos de la villa y un destacamento de tropa. D. Ramón, el propio D. Ramón, les deshizo… Escapó Cinto con su mujer y el chico menor de Marlofa, y se escondieron los tres en una cueva de Peñarroya de los Pinares, donde, descubiertos por el cura Lorente…
– ¿También fusilados? ¡Qué villanía!
– No, señor… les pusieron en cueros, sin distinguir… vamos, que a la chica le quitaron hasta la camisa, y luego les alancearon…
– Cállate, por Dios… Vete, vete a expiar tus delitos.
– Es la guerra, señor. Yo no tuve culpa, ni estuve en eso… Me lo contaron».
Habíanse agregado otros dos al grupo, recostándose junto a Joreas. Por las trazas eran sus compañeros, como él, escarmentados o arrepentidos.
«Yo le vi – dijo uno de ellos, joven y de palabra fácil y correcta, revelando mejor educación y origen social que sus compañeros, – y desde aquel día me escapé con otros seis de la partida de Lorente, y nos agregamos a Forcadell. Nos teníamos por guerrilleros, no por bandidos.
– No sigáis – dijo D. Beltrán, que no sentía ya frío, sino un calor sofocante, y sacó los brazos fuera de las mantas; – no sigáis, por Dios, pues también vais a decirme que el hijo menor de mi queridísimo Juan Luco, el pequeño, mi ahijado, Francisquín, ha perecido también en esa guerra de cafres.
– Francisquín fue pasado por las armas en la acción de Liria – afirmó Joreas.
– Tú no sabes de eso – dijo prontamente el segundo escarmentado. – Yo estuve en Liria, y puedo contarlo.
– Mi parecer – dijo Mero, – es que todas esas historias fratricidas deben quedarse para mañana.
– Lo mismo pienso – manifestó Saloma. – El señor necesita descanso, y no se le han de contar tragedias, sino chascarrillos y donaires.
– Gracias, hijos míos; pero la ocasión es trágica: no podemos sustraernos a estos horrores… Que sigan: usted, joven, infórmeme de lo de Liria y de la suerte de mi ahijado Francisco Luco. ¿Es usted de este país?
– Eustaquio de la Pertusa, natural de Binéfar, en tierra baja de Huesca, para servir a usted; estudiante de Teología y Cánones hasta febrero del 35; después ayudante de Cabañero, alférez en la columna de Pertegaz, y, al fin, escarmentado y desengañado. Pues el 29 de marzo… recuerdo bien la fecha, porque eran mis días: San Eustaquio, Obispo… sorprendimos la plaza de Liria. Don Ramón recorría el llano de Valencia recogiendo mozos, dinero y caballos. Pertegaz fue el encargado de la sorpresa. Antes de romper el día nos llegamos callandito a las puertas de la ciudad, defendida por nacionales. Abrieron ellos confiados, sin tener noticia de que estábamos en acecho, y fácil nos fue entrar, despachando en la primera embestida siete, después nueve, y cogiendo veintisiete prisioneros, con algunos vecinos del pueblo. Saqueamos no más que dos horas; y al salir, D. Ramón, que acampado estaba en Puebla de Balbona, nos mandó ir a Chiva con los prisioneros.
– ¿Y entre ellos estaba el pobre Francisquín?… ¡ay!
– Sí señor. Yo le conocía del Seminario de Huesca, donde juntos estudiábamos Teología, y por el camino de Chiva hablamos, y le dije que tuviera paciencia, que de fusilarles, lo haríamos previa confesión, según costumbre y ley de nuestro ejército, con lo que, si se perdía el cuerpo, se ganaba el alma, que es lo principal.
– Grandísimo perro… la hipocresía de tu ferocidad me causa horror – exclamó Don Beltrán sin poder contenerse. – ¡Pobre Francisquín! Sigue, sigue.
– Pues en Chiva se mandó confesar a los prisioneros, que para estos casos lleva cada partida, por pequeña que sea, su capellán… y…
– Basta. ¿Tendrás valor para referir que hiciste fuego sobre tu pobre amigo, tu compañero de estudios teológicos?… ¡Bonita Teología aprendiste, mal hombre, mal subdiácono, si lo eres, mal español!… Si vives tranquilo será porque no tienes conciencia, porque no sabes lo que es Dios, aunque mil veces le hayas nombrado estudiando cosas que no has entendido… No me levanto – agregó el señor excitadísimo, retirando su abrigo y removiéndose sobre la paja, – no me levanto y te doy un par de pescozones, porque creería deshonradas mis manos de caballero poniéndolas en la cara de un bandido.
– ¡Eh! sepa el vejete – dijo el otro levantándose de un brinco, – que mi cara no han de tocarla manos nobles y plebeyas. Y si es usted una senectud y no puede hacer la prueba, destaque alguno de estos, y salgamos afuera.
– El que sale afuera bailando, con una patada que voy yo a darte ahora mismo, eres tú, so deslenguado – dijo con fosca serenidad Baldomero, disponiéndose a ejecutar lo que decía, como la cosa más natural del mundo».
D. Eustaquio se engalló también; pero Joreas y el otro le contuvieron diciéndole: «Guarda, hijo, que es tiniente.
– Y sepan – añadió Galán – que si los señores escarmentados no guardan el respeto debido a las personas, aquí no faltará quien les dé la última mano del escarmiento.
– También aquí fusilamos – dijo Saloma iracunda. – ¿Pues qué creen estos? ¿Que somos de manteca?».
El tercero, que aún no había dicho nada, y era inclinado a la paz y enemigo de pendencias en tal sitio, tiró del brazo del teólogo D. Eustaquio para apartarle, ayudándole también Joreas, que venía de la guerra con el cansancio y aborrecimiento de toda querella homicida. Terminó el lance de buena manera; alejáronse los dos más levantiscos; sólo quedó en el corrillo de D. Beltrán el tercero, que se declaró escarmentado incondicionalmente, con propósito firme de no volver a las andadas; y aproximándose, como deseoso de ganar confianza, hizo la siguiente manifestación: «Yo soy de Ablitas, Sr. D. Beltrán de Urdaneta, y con nombrarle ya está dicho que le conocí desde que le vi meterse en la paja. Conozco también a Saloma Ulibarri y a Baldomero Galán, y a todos me recomiendo para que no me estimen en menos de lo que soy por esta locura de haber ido a la facción».
Maravilláronse todos de aquel encuentro, y el primero que rompió a reconocerle fue Baldomero, que le dijo:
«¡Ajo! ¿no eres tú Vicente Sancho, hijo de José Sancho? Desde que te vi me chocó el cariz tuyo, y dije: ‘Yo conozco a este pícaro’.
– El mismo soy. A todos les conocí; pero no quería dar la cara, por vergüenza.
– ¡Vaya con Sanchico! – dijo Urdaneta. – Hombre, me alegro de que seas tú de allá… Oye: ¿no era tu abuelo Bartolomé Sancho albéitar en Monteagudo?
– Sí, señor… Pues verán… Son estos dos amigos el uno muy bruto, y el otro, el Epístola, que así le llamamos aunque no tiene las órdenes, muy vivo de sangre… No quisieron ofender al Sr. D. Beltrán; y como les pidió que refirieran, empezaron a contar, poniendo las cosas como fueron, que harto malas son ellas, sin que tenga la culpa el que cuenta con natural.
– Cierto: