que sí; Peinado y Royo, que no. En un descanso, el capellán mandó destapar un barrilito de aguardiente que llevaba. Bebieron, y con la borrachera, el Royo se puso de parte de Lorente. Salieron los vecinos del pueblo con su párroco a la cabeza, y de rodillas imploraron la vida de los desgraciados prisioneros. Lorente le dijo al párroco: «Confiéselos ahora mismo; y para acabar más pronto, yo empiezo a confesar por una punta y usted por otra». Negose el cura de Alventosa, y se echó a llorar… El capitán pidió entonces a los cabecillas que no matasen al niño; pero para más crueldad, fusilaron primero a la criatura, por que el padre lo viese, y luego a este y a todos los demás después de desnudarlos… Al ponerse en marcha, Lorente dijo al cura de Alventosa que, so pena de la vida, dejara los cuerpos insepultos para escarmiento de las tropas cristinas que pasasen…
– ¿Y no ha habido un hombre honrado, valiente y justiciero – dijo D. Beltrán, dando un salto en su lecho; – no ha habido un hombre, un aragonés, que haya cogido a ese vil clérigo, a ese sacrílego, y le haya colgado vivo, por las patas, de la más alta rama de un alcornoque, o del campanario de una iglesia, para que se lo comieran los buitres?… Desconozco a mi raza… esto no es Aragón. Si yo fuera mozo, créanlo, iría a esa guerra, no para defender ambiciones y derechos de reyes más o menos legítimos, sino para perseguir y castigar tan salvajes crímenes, para vengar a Dios de los ultrajes que unos y otros le infieren; sería implacable con los cobardes asesinos de uno y otro bando, llamáranse Nogueras, llamáranse Cabrera, yvengaría a la madre de este, y a la esposa de Fontiveros, y a todos esos infelices sacrificados con barbarie tan horrenda y estúpida.
– Está muy bien, señor – le dijo Saloma, cogiéndole de los brazos para hacerle acostar; – pero sosiéguese y no se desabrigue, que puede coger una pulmonía».
No había medio de aplacarle; de rodillas sobre la paja, apoyaba con enérgico ademán su ardiente protesta: «No, no puedo sosegarme oyendo estas cosas. Esto no es Aragón, esto no es mi raza, la raza justiciera por excelencia, fuerte y benigna, guerrera y cristiana, iracunda y generosa… ¡Y ese pobre hombre es víctima de este furor de matanzas! ¡Y ha perdido la razón viendo cómo los hombres se vuelven maestros de las fieras en la crueldad!… Ven acá tú, buen amigo, y hallarás aquí un corazón aragonés compasivo, no más que compasivo, pues que la vejez no permite otra cosa… Ven acá, y nos consolaremos todos los buenos, abominando de los que pisotean la justicia humana y remitiéndolos a la divina».
El otro infeliz, oyéndose llamado, acudió allá con paso lento. Era un hombre de aventajada estatura, flaco, de tez tan morena, que a la escasa luz de la cuadra parecía negra; el pañizuelo liado a la cabeza; el cuerpo cubierto de un luengo camisón, sin faja; los pies desnudos, negros también, como la cara, como las manos, semejantes a manojos de sarmientos; todo él perfecto plagio de un santón árabe. Al aproximarse, venía rezando en alta voz, y una vez junto al grupo soltó esta terrorífica declamación con duro y ronco acento: «No te salvas, no te escapas, malvado Lorente, aunque te escondas entre pajas, teniendo por guardianes, por los pies a tu Rey y señor, y por la cabeza a la Reina de tu Iglesia maldita… No te escapas ya, clérigo de Satanás, serpiente, que mis ejércitos rodean ya toda esta fortaleza, y no hallarás puerta ni hendidura ni resquicio por donde puedas escabullirte… No morirás, no… Con el zumo de unas hierbas que hay en la torre de Pepo, nada más que allí, se te untará todo el cuerpo, y vivirás mil años, ¡mil años! infame Lorente; y en todas las partes de tu persona, pecho, espalda, muslos, barriga y lo demás, te nacerán, por la virtud de aquella hierba, ojos, ¡ojos como los de la cara! que vean, y delante de cada uno de estos ojos se te pondrá un fusilado para que lo estés viendo día y noche… Y horrorizado de lo que ves con tantos ojos, querrás descansar y dormir; pero no podrás, no podrás, porque esos ojos no duermen, ni pestañean, ni lloran, y los tendrás siempre bien abiertos y despabilados, mirando con cada uno de ellos a un fusilado por ti… y así estarás mil años, trescientos sesenta y cinco mil noches y días… Luego se te dejará otros mil años ciego y sordo, para que veas dentro de tu conciencia, y se te quitará la razón para que no puedas arrepentirte ni confesarte… y se te pondrá una lengua venenosa para que blasfemes a todas horas, y se te secará el agua de lágrimas para que no puedas llorar ni afligirte…
– Basta, basta ya – dijo D. Beltrán horrorizado. —.. No tanto, pobre Muel… Es demasiado castigo, infinitamente mayor que la culpa… Perdóname ya.
– Todavía no, todavía no… Otros mil años disparándote a cada minuto por el oído izquierdo un tiro de fusil con bala, la cual, después de retumbar dentro de tu calavera, saldrá por el oído derecho sin matarte…
– No más, no más, Muel… Perdón, perdón.
– Otros mil años…
– No, no… Baldomero, quítame de aquí a ese hombre… Por Dios te lo pido».
Suavemente le cogió de un brazo Galán y se lo llevó sin que hiciera resistencia, pues su locura era pacífica; inocente en las acciones, desbordada en las palabras. Día y noche se le oía la perorata cadenciosa y lúgubre: arengaba a sus imaginarias tropas, vencía y aprisionaba a Lorente; llevábale arrastrando por valles y montes hasta la torre de Pepo; encerrado allí el vencido monstruo, le imponía los sutiles castigos por series de mil años, hasta que, cansado de inventar horrores, volvía a los de la realidad y a la tragedia de Alventosa. Había sido maestro de escuela y diestro pendolista; no pedía limosna, comía lo que le daban; dormía en despoblado, o bajo techo si se lo permitían, y vagaba en un radio de cinco leguas alrededor de Quinto, su patria. Echado al corral por Galán, volvió este al lado del señor, a punto que Saloma, vencida del cansancio, cerraba los ojos y hacía reverencias. Durmiose al fin, apoyada la cabeza en la pared, y el prócer y Baldomero siguieron charlando en voz baja de cosas de guerra y política hasta que oyeron el diligente estridor de la diana, que, avisando a todos el fin del sueño, fue principio del de D. Beltrán, el cual, por añeja costumbre, dormía las mañanas.
V
Cuando el pobre anciano despertó, después de dar a sus huesos algunas horas de plácido reposo, contáronle sus amigos las novedades ocurridas en el parador durante su sueño. Había conseguido Galán reconciliar a Sanchico con su padre Sancho, no sin que este se mostrara largo rato rebelde a las paces, haciéndose el inflexible con desmedida afectación, hasta que, desahogando su severidad en una descarga de bofetadas, lloró el chico, se aplacó el padre, y todo quedó perdonado, a condición de que el joven partiese aquel mismo día para Ablitas y no volviese a separarse de sus tíos. En la ruidosa querella de hijo y padre, salió a relucir que Sanchico se había largado a la facción por contrariedades lastimosas de amor. Entre tirarse al Ebro y hacerse faccioso para que una bala le matase, prefirió esto último. El cuento fue que las balas no se metieron con él, y que el trajín de la guerra le curó de la morriña que le enfermaba el alma. Volvía, pues, mejor de lo que fue, saludable, fuerte, aleccionado del mundo, y habiendo visto sucesos mil, lisonjeros o desgraciados, que servían de grande enseñanza. Por lo demás, su afecto a la causa de D. Carlos había sido puramente circunstancial, y lo mismo le importaban a él los derechos del Rey legítimo que la carabina de Ambrosio. Cuando Urdaneta supo que Sancho iba para la Ribera, ordenó que se fuese con él uno de sus criados: se arreglaría sólo con Tomé; que los tiempos eran apretados, y había que mirar por la economía.
Pero la gran novedad de aquella mañana fue que la gentil y desenvuelta Saloma logró avistarse con el italiano, sorprendiéndole en su cuarto cuando daba la última mano en su retoque personal. Desempeñado había con extraordinaria agudeza el encargo que le confirió D. Beltrán, ganando, si no la confianza, las atenciones de aquel señor. Por las referencias de Saloma y el nombre del criado, se afirmó Urdaneta en que el tal no era otro que el siciliano de que Fernando Calpena le habló, intermediario clandestino entre las dos ramas borbónicas que se disputaban el Trono. Toda la madrugada, hasta que se durmió, había estado el prócer devanándose los sesos por recordar la gracia de aquel sujeto. Su memoria era ya para los nombres un verdadero caos. Mas cuando Saloma le contaba su entrevista, se le metió súbitamente en el cerebro a D. Beltrán el perdido nombre, y gritó: «¡Rapella, Rapella! Ya me acuerdo. En la punta de la lengua lo tenía». Díjole por fin la navarra que el señor extranjero se alegró mucho al saber que en el propio parador se hallaba persona de tan alta alcurnia,