vi pasar unos trenes magníficos que iban para Canfranc. ¡Qué sillas de postas, qué caballos, qué galera con provisiones de cama y boca!… Pues mi tío, que entonces era capellán en la casa de Ayerbe, dijo: ‘Ahí va D. Beltrán el Grande con los Duques de tal y de cual…’.
– ¡Ay, hijo mío! – exclamó Urdaneta melancólico, acelerando el paso. – Aquellos eran otros tiempos. ¡Lo que va de ayer a hoy!…
– Y decía mi padre que sólo en Mora de Rubielos y en la Sierra de Mosqueruela poseía usted más de diez mil cabezas.
– Sí, sí: muchas cabezas tenía entonces, y ahora creo que ninguna, ni aun la mía propia. Pues en Mora de Rubielos me resta algo, y aun algos, que intento recobrar… Pero hablar de mí es mirar a lo pasado, visión triste; alegremos nuestro espíritu hablando de lo presente, de la juventud, de usted… ¿Qué tal, vamos adelantado en la carrera militar? ¿Siente usted ambición de gloria?…
– No mucha, señor… Un año llevo en esta vida, y le aseguro a usted que deseo la paz, aunque me quede en el grado que tengo. Y esta campaña del Centro no es para despertar verdaderas aficiones a la milicia regular. Aquí todo es cuestión de picardía, astucia y agilidad; todo cuestión de Geografía… andada, ciencia de los pies. Además, el carácter de cacería feroz que va tomando esta guerra, no es para mi genio. He sido poco afortunado, pues desde que salí a campaña no he visto más que horrores; y desgracias de nuestras armas. Para tener mala pata en todo, me estrené con un acto militar que ha dejado en mi espíritu una sombra lúgubre, algo como una mancha que no puedo borrar: el fusilamiento de la madre de Cabrera.
– ¡Qué dolor!… ¡Barbarie inútil, impolítica!
– Empecé mi carrera destinado al regimiento de Bailén, 5º de Ligeros, que daba guarnición en Tortosa, y mandé el piquete que dio muerte a la infeliz mujer. Cuando al amanecer del 16 de Febrero del año pasado se nos dijo que a las diez íbamos a fusilar a María Griñó, no lo creíamos. Los Nacionales negábanse a cumplir la sentencia. Nosotros no podíamos menos de obedecer; pero aún esperábamos que tal atrocidad se aplazara indefinidamente, y aplazarla era como un indulto disimulado. Entre nosotros se decía que el alcalde de Tortosa, Don Miguel de Córdova, protestaba de tal iniquidad, y que quiso inducir al Gobernador, general D. Gaspar Blanco, a no dar cumplimiento a la bárbara orden. Ello era cosa Nogueras, que ofició al General Mina, y de los allegados de este… Reconocía el Gobernador que disponer tal muerte no era propio de caballeros, y que si en algún caso procedía desobediencia, había llegado la hora de poner en el oficio la fórmula: se acata, pero no se cumple. Mas el hombre no se atrevió, y su desmayada voluntad y su corazón vacilante nos dieron aquel terrible ultraje de la justicia. Dicen que al resistirse a los ruegos del alcalde y de otras personas calificadas de la población, se echó a llorar… Sus lágrimas fueron de ésas que no producen ningún bien ni evitan los males… Ello es que metimos a Doña María en el calabozo, y la cargamos de grillos, y le llevamos al cura D. José María Trench, hombre bueno y compasivo, que también, llorando a moco y baba, fue a interceder con el Gobernador, sin conseguir ablandarle. Confesada, mas no comulgada, pues para esto no le dimos tiempo, la llevamos a la barbacana. Por el camino, al paso de la pobre víctima, se agolpaba poca gente, pues la mayoría de los vecinos no se había enterado todavía; de los que vio, se despedía con palabras sencillas y cariñosas, como si para un viaje saliera. No puedo olvidar su figura modesta ni su traje, el mismo que tenía en la prisión: saya de cotolina azul, ya muy usada; jubón de pana verde. Llevaba al cuello un pañuelo obscuro con fleco, y a la cabeza otro, blanco, sin atar las puntas. Era delgada, de mediana estatura, rostro moreno y curtido con arrugas en la frente, el mirar dulce, expresión candorosa. En sus manos atadas llevaba una cruz. Su resignación, la paz de su alma, su tranquilidad sin artificio, nos maravillaban; el no pronunciar palabra ofensiva para nadie, nos colmaba de pena, oprimiéndonos el corazón. La fortaleza con que afrontaba el suplicio hacía más vergonzosa la innoble cobardía con que nosotros, con tanto aparato de fuerza, destruíamos aquella vida que no había hecho daño a nadie. «¿Qué resulta contra ella?» nos preguntábamos, o lo pensábamos, por no atrevernos a decirlo. No resultaba más sino que había dado el ser a Cabrera… Llegados a la barbacana, la hicimos avanzar como a veinte pasos del baluarte… El cura que la asistía, D. Joaquín Curto, no se separaba de su lado tan pronto como convenía. La mirada que nos echó María Griñó al entrar en el cuadro no se me olvidará si mil años vivo. ¿Fue de menosprecio, de compasión? De cólera no era, ni tampoco suplicante… no nos pedía que la perdonásemos. Tal vez quiso decirnos que ansiaba terminar pronto, concordando en esto fatalmente con las órdenes que habíamos recibido. Se le vendaron los ojos. Fue preciso, para abreviar, tirarle suavemente del manteo al cura para que se retirara. El pobre señor estaba turbadísimo: le dijo de cerca que rezara el Credo, y luego en voz más alta, alejándose, le anunció que iba a gozar de Dios… Yo tenía que dar la orden de fuego agitando un pañuelo. Me pasó por la mente la idea de no darla, sublevándome en nombre de Cristo. Pero la fuerza de la disciplina, de que no nos damos cuenta, se impuso. Ello es que sonaron los tiros, y cayó la mujer al suelo, de golpe, sin ruido ni contorsiones, como un vestido, como un colgajo de trapos que cae de una percha…
– ¡Horrible… y estúpido! – exclamó Don Beltrán. – Si tiene usted más hazañas de estas en su hoja de servicios, no me las cuente. Mi pobre corazón viejo no resiste esas emociones ni aun contadas.
– Tres días estuve enfermo, sin poder apartar de mí la mirada de María Griñó, ni aquel modo de caer al suelo, como un vestido que se desprende de un clavo… El vecindario de Tortosa quiso alborotarse, y tuvimos que contenerle. Los Nacionales trinaban y creían que se habían deshonrado por formar en el cuadro media compañía. Aseguraban que si se les hu biera mandado formar el piquete de fuego, no habrían obedecido… Desde aquel día es para mí esta guerra una nube de plomo posada sobre mis ojos, como un telón a medio echar. Ni sube, ni baja… ni veo bien la guerra, ni veo la paz… No habrá ya paz en la tierra de España. ¿Sabe usted lo que dijo Cabrera cuando supo la muerte de su madre? Mirando a las cumbres que cercan a Valderrobles, dijo que la sangre subiría hasta las cimas más altas. Y va subiendo, va subiendo… Para no cansar a usted, Sr. Don Beltrán, le diré que mis campañas desde entonces no han sido más que una cacería infatigable. En multitud de encuentros me he visto, todos encarnizados: estuve en las acciones de La Jana y de Toga, al mando de Buil; allí tuvimos la suerte de derrotar al Serrador. En Ulldecona, cuando Iriarte dio una tremenda paliza al Organista y a Llangostera, también tuve la honra de encontrarme. Marchas penosas, hambres y trabajos mil he pasado; peleando sin cesar, no veo que el aspecto de la guerra cambie. Siempre es lo mismo: las ventajas de hoy son el descalabro de mañana. Si una columna vence aquí, otra sucumbe dos leguas más allá. Se les echa de un valle, y aparecen en otro. Creyérase que salen de debajo de las piedras, y que la sangre de tantas víctimas, caliente y rabiosa, aun después de derramada, engendra facciosos en los bosques, en los charcos de los barrancos, en los escombros de las masadas destruidas. Esto no es guerra, digo yo: es un duelo feroz, nunca suspendido. Nogueras conoce el terreno, pero le falta cabeza. Borso tiene intención, pero no domina el suelo. Sin darse de ello cuenta, conduce sus tropas por el camino más largo. No encuentra nunca al cabecilla que busca, sino a otro que le sale inesperadamente por retaguardia, cuando no le salen dos. Así no acabamos nunca. Si no traen un ejército muy grande para ocupar todas las posiciones y pueblos de importancia, a la defensiva, tapándoles los boquetes y pasadizos para sus correrías, matándoles de hambre y provocándoles a que se enzarcen unos con otros, tenemos guerra para un siglo. Yo me doy a pensar en esto, y digo: «¿Por qué combatimos?». Ahondando en el asunto, encuentro que no hay razón para esta carnicería. ¡La Libertad, la Religión!… ¡Si de una y otra tenemos dosis sobrada!¿No le parece a usted?… ¡Los derechos de la Reina, los de D. Carlos! Cuando me pongo a desentrañar la filosofía de esta guerra, no puedo menos de echarme a reír… y riéndome y pensando, acabo por convencerme de que todos estamos locos. ¿Cree usted que a Cabrera le importan algo los derechos de Su Majestad varón? ¿Y a los de acá los derechos de Su Majestad hembra?… Creo que se lucha por la dominación, y nada más, por el mando, por el mangoneo, por ver quién reparte el pedazo de pan, el puñado de garbanzos y el medio vaso de vino que corresponde a cada español… ¿No opina usted lo mismo?
– Lo mismo, querido Estercuel, lo mismo.