por aquellas tierras; expuso el otro lo inexcusable de su determinación, y, hallándose en estas conferencias, trajo uno de los chicos la noticia de que la monja Marcela se hallaba cerca de Alcañiz asistiendo a su hermano Francisco en una grave enfermedad, con lo cual se le avivaron al anciano las ganas de ir a donde su interés le llamaba. De nuevo le pintó el Sr. de la Codoñera lo arriesgado de tal expedición, maravillándose de que D. Beltrán hallase gusto en el trato de una monja retrógrada y obscurantista.
«A mí no me hable usted de gente levítica – dijo, recalcando esta palabra, que recientemente había adquirido en la tertulia de la botica de Cornejo. – Tengo declarada la guerra a esasideas rancias, tan contrarias al espíritu del siglo».
Tampoco le gustaba a D. Beltrán la gente levítica; pero sus necesidades le obligaban a emprender aquel viaje, que felizmente no se alargaría más allá de Alcañiz. Todo se presentaba favorable al ilustre aristócrata, pues Borso di Carminati, desde Maella, ordenó que la columna recién venida se incorporase a las fuerzas acantonadas en Alcañiz. Disponiéndose Saloma para seguir a su esposo, se lamentaba de no poder acompañarle en las operaciones, pues había orden deque la impedimenta faldamentaria no saliese de los puntos de guarnición. Despidiose a la mañana siguiente D. Beltrán de su generoso amigo. Tanto este, como su esposa, e hijos de ambos sexos, vieron salir con pena y lástima al noble anciano; y sospechando que tales calaveradas revelaban falta de seso y desvaríos de la senectud, presagiaban una desgracia. Las señoras le encomendaron a Dios, y lo mismo hizo Don Blas, pues su aborrecimiento de lo levítico no le quita el ser buen cristiano.
Muertas de miedo iban Saloma y las otras militaras, y a cada rato creían oír tiros y ver un nublado de boinas aparecer por los cerros lejanos, lo que no era absurdo, pues días antes había pasado por allí el Royo de Nogueruela en dirección a Graus y Benabarre; tampoco andaban lejos Cabañero, Tena y Maestre. Contrastando con las señoras, Don Beltrán era todo intrepidez y desprecio del peligro; y en su imaginación de viejo, reverdecida en la puerilidad, no veía más que bienandanzas. Habiéndole manifestado Saloma la inquietud con que le veía entrar en el teatro de tan bárbara guerra, le dijo: «Cuando lleguemos a la gran Alcañiz que, entre paréntesis, es patria de mi abuelo materno, D. Diego de Paternoy, almirante de Aragón, señor de las casas y encomiendas de Isún de Basa y Usé, etcétera… te contaré por qué voy a donde voy, y por qué busco a quien busco. Y si ahora supones en mi conducta un desarreglo del sentido, verás luego en ella la misma cordura… Es para mí cuestión de vida o muerte, de dignidad o vilipendio… No creo que nos salgan partidas; y si salen, ya les sacudiremos. También te digo, que si es Cabañero el que nos acomete, no temo nada. Le cuento entre mis mejores amigos, y no había de consentir que me tocaran al pelo de la ropa».
A la caída de la tarde entraron en la noble Alcañiz, que desde Roma viene fatigando a la Historia, ciudad vieja, como un libro de antigüedades de Aragón y un muestrario de piedras elocuentes. A la luz crepuscular, los esquinazos góticos y mudéjares parecían bastidores de teatro, dispuestos ya, con las candilejas a media luz, para empezar el drama. Resonaban las herraduras de los caballos en el pedernal de las calles levantando chispas, y el ruido de tambores jugaba al escondite, sonando aquí, apagándose allá, en los dobleces de la edificación, y volviendo a retumbar a retaguardia de la tropa. Las plazuelas se unían por pasadizos, y las calles se retorcían unas sobre otras, obscuras, ondulantes. Soldados y algunos viejos se veían discurriendo por las calles; mujeres en algunas puertas… Triste y belicosa parecía la ciudad, como un guerrero herido que se ve forzado a combatir con la mano que le queda.
VII
Metieron a D. Beltrán en una casona llamada Corte que hace esquina con el Ayuntamiento, gótica, de ojivales porches al exterior, interiormente muy capaz, con ventanas pequeñas, las puertas no muy holgadas. Allí se alojaban oficiales de distintas graduaciones. Al pasar por un gran aposento abovedado, donde había gran chimenea encendida con troncos de encina, a cuyo calorcillo se arrimaban ateridos todos los que entraban de la calle, vio D. Beltrán, agrupados en torno a una mesa, a varios oficiales y urbanos de tropa que se engolfaban en el juego, atentos con alma y vida a las manos del banquero y a las cartas que lentamente pasaba. Fuéronsele a Urdaneta los ojos hacia la timba, y subió con ánimo de volver luego, pues vio también que cubrían de manteles las mesas, como si aquella pieza fuese comedor. El cuarto en que le pusieron, juntamente con las militaras, no tenía camas; cada cual se arreglaría con las mantas, alforjas o sacos que llevase. Seis personas debían repartirse el suelo, que venía como a la medida, sin que sobrase ni una cuarta.
El cenar fue más difícil operación; y si no se plantan Saloma y la capitana en la cocina, no les tocara nada de las judías y gachas, que era lo único que había, con pan moreno y algunas raciones de cecina. Pero al fin aplacaron su hambre las afligidas damas; D. Beltrán, gozoso y dicharachero, tratando de alegrarlas con sus galanterías y con enfáticos elogios de las miserables viandas que comieron. Observó Saloma que al viejo aristócrata se le iban los ojos a la mesa de los jugadores, y como ya tomaba confianza con él, se permitió decirle: «Señor D. Beltrán, noto que mira Vuecencia para el vicio, como si más en él que en nosotros y nuestra conversación tuviera toda el alma. Pues yo le digo que sería muy feo que con sus años y su respetabilidad diera el mal ejemplo de ponerse a tallar o apuntar entre aquellos perdidos. Si así lo hiciera y se dejara vencer de la tentación del juego, que ha sido la causa de su ruina, sepa que me enfado, y no le quiero, ni le cuido, ni le mimo, ni nada».
Dicho esto a hurtadillas, sin que los demás se enterasen, contestó Urdaneta en la misma forma, reconociendo el buen juicio que tal advertencia revelaba, y ofreció no discrepar ni un punto de lo que su decoro y años le imponían. Si miraba era por observar las caras y ver quién perdía y ganaba. Antes de levantarse de las flacas mesas hizo conocimiento, por mediación de Galán, con dos oficiales muy simpáticos, uno de los cuales se había separado poco antes de la mesa de juego con los bolsillos totalmente vacíos. Informados de que el señor deseaba ver y tratar a la monja Marcela, brindáronse a llevarle hasta su presencia, en el cerro de Santa Lucía, donde a la sazón moraba; ambos la conocían y habían tenido más de una entrevista con tan extraña mujer, platicando de cosas de guerra, filosofía y religión, permitiéndose bromear con ella y echarle requiebros, que Marcela, en la multiplicidad pasmosa de su disposición y en la riqueza de su entendimiento, para todo tenía una palabra feliz y oportuna. No se le cocía el pan a Urdaneta hasta que no llegase la hora de la mañana que los oficiales fijaron para la visita, y pensando en ella se pasó la noche de claro en claro. Un poquito durmió el viejo después de amanecer, levantándose con los huesos doloridos de la dureza de aquellas mal cubiertas tablas. Saloma le preparó un aceptable desayuno, con huevos y chorizo que afanó como pudo en la cocina, y a las nueve ya estaba mi hombre junto a la chimenea esperando a sus flamantes amigos. Sólo uno se presentó, por tener el otro servicio extraordinario en el castillo, y sin más espera condujo al anciano hacia la puerta de la ciudad que da al río Guadalope y al grandioso puente. Fría estaba la mañana, los campos escarchados, el aire empañado por una niebla que borraba toda visión a regular distancia. Iba D. Beltrán asido al brazo de su criado, necesaria precaución por la cortedad de su vista, que con la niebla era casi ceguera total. Pasado el puente, avanzaron buen trecho por una alameda interminable; y como levantara la bruma, el teniente hizo notar la gallardía de los desnudos álamos del paseo, y mirando hacia atrás, la hermosa vista de la ciudad, coronada por el castillo y ceñida por el Guadalope. Sin enterarse bien, manifestó D. Beltrán su admiración, pues no gustaba de dar a entender que veía poco.
«¿Con que es usted aragonés?… Repítame su apellido, pues ya no me acuerdo.
– Estercuel.
– ¡Hombre, Estercuel!… ¿Es usted de Ayerbe?
– Sí señor. Mi padre, D. Celestino Estercuel, administraba los estados de Ayerbe y de Boltaña; mi tío, D. Bernardino Estercuel, canónigo de Jaca…
– Ya, ya… ¿Y usted por dónde me conoce a mí?
– No hay en todo Aragón persona más nombrada y famosa que D. Beltrán de Urdaneta, a quien pobres y ricos señalan como el tipo de la grandeza, de la caballerosidad… Era yo muy niño y oía contar casos muy singulares de esplendidez…
– A ver, a ver… ¿qué casos? –