Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: La revolución de Julio


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      Benito Pérez Galdós

      EPISODIOS NACIONALES: LA REVOLUCIÓN DE JULIO

      I

      Madrid, 3 de Febrero de 1852. – En el momento de acometer Merino a nuestra querida Reina, cuchillo en mano, hallábame yo en la galería del Norte, entre la capilla y la escalera de Damas, hablando con doña Victorina Sarmiento de un asunto que no es ni será nunca histórico… La vibración de la multitud cortesana, un bramido que vino corriendo de la galería del costado Sur, y que al pronto nos pareció racha de impetuoso viento que agitaba los velos y mantos de las señoras, y precipitaba a los caballeros a una carrera loca tropezando en sus propios espadines, nos hizo comprender que algo grave ocurría por aquella parte… «Ha sido un clérigo», oí que decían; y en efecto, recordé yo haber visto entre el gentío, poco antes, a un sacerdote anciano, cuyas facciones reconocí sin poder traer su nombre a mi memoria… Hacia allá volé, adelantándome a los que iban presurosos, o tropezando con damas que aterradas volvían, y lo primero que vi fue un oficial de Alabarderos que a la Princesita llevaba en alto hacia las habitaciones reales. Luego vi a la Reina llevada en volandas… ¡Atentado, puñalada… un cura! ¿Había sido herida gravemente? Muerta no iba. Creí oírla pronunciar algunas palabras; vi que movía su hermoso brazo casi desnudo, y la mano ensangrentada. Rápida visión fue todo esto, atropellada procesión de carnes, terciopelos, gasas, mangas bordadas de oro, tricornios guarnecidos de plata, Montpensier lívido, el infante don Francisco casi llorando… Al Rey no le vi: iba por el lado de la pared, detrás del montón fugitivo… Vi a Tamames; creo que vi también a Balazote…

      Mi fogosa curiosidad de lo anormal, de lo extraordinario, de lo que borra y destruye la vulgar semejanza de todas las cosas, me abrió paso, a codazo limpio, hacia el grupo donde esperaba ver al criminal. No sé cómo llegué: vi la cabeza cana de Merino, a la altura en que vemos la cabeza del que está de rodillas; la vi luego subir, y tras ella negras vestiduras nada pulcras… Apenas distinguí el rostro… Llevaban al reo hacia la Sala de Alabarderos, por detrás empujado, por delante a rastras. Entre tantas manos que querían conducirle, y al son confuso de las imprecaciones y denuestos, se me perdió aquella figura que yo quería ver en los instantes que siguen al punto trágico, ya que en este punto mismo no logré verla. Quise entrar; no me dejaron. En aquel momento me sentí cogido por el brazo, y volviéndome encaré con mi suegro, el señor don Feliciano de Emparán, en quien reconocí la imagen del terror: su boca era como la de una máscara griega, de la guardarropía de Melpómene, y sus cabellos, si no los empobreciera la calvicie, habrían estado en punta como las crines de un escobillón… «Figúrate – me dijo, – que lo he visto tan de cerca, tan de cerca, que más no cabe… Pasó Su Majestad… la vi pararse, la vi sonreír mirando hacia atrás, como si llamara a una persona de la comitiva: esta persona era el Nuncio… el Nuncio de Su Santidad, que se adelantó pegándome un codazo por esta parte. Y cuando me volví, por esta otra parte me dieron otro codazo. Era el maldito clérigo, que se abalanzó, se arrodilló como para dar un memorial… le vi asestar la puñalada… Creí que la tierra se abría para tragarnos a todos… No sé si la Reina cayó o no cayó… Nos abalanzamos al criminal… Yo le oí decir… no sueño, no; yo le oí decir, no una vez, sino dos: Ya tienes bastante».

      Llegose a nosotros un gentilhombre regordete y chiquitín, a quien no conozco. Hoy me ha dicho mi suegro su nombre; pero ya se me ha ido de la memoria. Conservo en ella lo que aquel buen señor, tan corto de presencia como largo de alientos vengadores, nos dijo con caballeresca indignación: «Yo no entiendo estas pamplinas de la ley… ¡Cuidado con los trámites! ¿Procedía, sí o no, que le descuartizáramos aquí mismo? ¿Pues no le vimos todos asestar el golpe, como una fiera? ¿Qué duda puede haber? ¿A qué vienen esos interrogatorios y esos dimes y diretes? ¡Si él no niega sus perversas intenciones! ¿Saben lo que dijo cuando le levantábamos del suelo? Pues dijo: ¡Oh, si hubiera en Europa doce hombres como yo! Por lo visto, su idea es matar a todos los Reyes y al mismo Papa… ¡Qué vergüenza, señores, para nuestra Nación, donde jamás hubo regicidas!

      – Perdone usted – estuve por decirle- Regicidas hemos tenido en nuestra Historia, y regicidas que han sido reyes, de lo cual resulta algo que parece como un suicidio del Principio Monárquico». Digo que estuve a punto de expresar esta idea; pero me la guardé, observando que no era prudente apear al buen señor de su remontada fiereza. Y él siguió así: «No sé qué daría por que ese hombre no resultara español. Un español puede ser todo lo depravado que se quiera; pero jamás atentará con mano aleve a la vida de sus queridos Monarcas… Y al fin, contra un Rey, pase; pero contra una Reina, contra esta bondadosa Reina, toda candor… Lo que yo digo: es una furia del Averno vestida de cura…

      – ¡Y qué deshonra para el sacerdocio! – exclamó entonces mi suegro echando toda su alma en un suspiro. – Daría yo… no sé qué, porque resultaran disfraz la sotana y hábitos de ese bandido; disfraz también la corona que lleva en su cabeza. No pierdo la esperanza de que el asesino haya tomado figura eclesiástica para poder engañarnos a todos, y asestar el golpe con la más sacrílega de las traiciones. Y si no es extranjero, téngolo por extranjerizado. Lo que yo vengo diciendo, señores; lo que a ti te he dicho mil veces, Pepe: he aquí el fruto de tanto folleto, de tanto virus demagógico; he aquí lo que nos traen esos malditos periódicos, donde meten la pluma pelafustanes cuya ciencia no es más que unas miajas de francés… eso… y vengan acá cuantos delirios corren por el mundo… todo ello sin censura, sin permiso del Ordinario ni nada… Así está España medio loca ya, y así nos llega cada día una calamidad, primero enciclopedistas, luego la gaita esa de que la propiedad es un robo; y, por fin, estos monstruos… el Apocalipsis…».

      Cedió la palabra don Feliciano a un alabardero, que con noticias frescas del asesino, por haber oído sus primeras declaraciones, fue acometido por los curiosos insaciables. «Es español – nos dijo, – riojano por más señas, y cura. Se llama Martín Merino; dijo misa esta mañana. Al salir de su casa juró que no volvería sin matar a la Reina, o a la Reina madre, o a Narváez…». Nada consternó tanto a mi señor suegro como que el asesino fuera real y efectivo sacerdote, con la agravante sacrílega de haber celebrado aquella mañana; y cuando el alabardero, y otro que vino detrás, dijeron que Merino era exclaustrado y había vivido en Francia muchos años, desempeñando un curato, rompió en estas o parecidas exclamaciones: «¿No lo decía yo? ¡Enciclopedia, demagogia, con su poco de Espíritu del Siglo, cosas que no existían en España cuando ésta era una Nación de caballeros, que no mataban a sus reyes, sino que por ellos morían!»

      Nos dirigimos luego a la Saleta, y en ella el mismo gentilhombre iracundo y enano, de cuyo nombre no puedo acordarme, vino a decirnos que la herida de la Reina no era de cuidado; que el puñal sólo penetró tanto así… que habiendo sufrido Su Majestad un desvanecimiento, los médicos procedieron a sangrarla, y… en suma, que tendríamos Reina para un rato. Con esto nos volvió el alma al cuerpo a mi padre político y a los que con él estábamos. Frenéticos vivas a Isabel sonaron en la Saleta y Antecámara, y a la consternación sucedieron esperanza y regocijo, sólo turbados por el anhelo que a muchos abrasaba de la inmediata matazón del malvado clérigo.

      Vimos llegar jadeantes y ceñudos al Presidente del Consejo, Bravo Murillo, y a González Romero, Ministro de Gracia y Justicia, que estaban en Atocha esperando a Su Majestad; y recibido allí por veloces correos el jicarazo de tan descomunal crimen, corrieron a Palacio en ansiedad mortal. Fue su primer cuidado visitar a la Reina en su cámara; y una vez informados de que mayor daño había recibido de la emoción del lance que del puñal de Merino, se encaminaron a donde éste aguardaba que le cayera encima la nube de jueces y escribanos para decirles: «Caballeros, mátenme de una vez, pues yo no he venido a otra cosa, y cuanto menos conversación, mejor». Poco después de ver entrar a los dos Ministros en la Sala de Alabarderos, corrió de boca en boca, por la galería, una opinión que pronto tuvo adeptos, inclinándose a ella los mismos partidarios de la venganza instantánea. «No se le puede matar sin proceso, y el proceso no puede ser corto, porque ha de haber cómplices… Esto no es un hecho aislado…

      – Yo abundo en esa idea – me dijo mi suegro, – y no dudo que en ella abundarás tú también. Aquí hay complot… y complot de ramificaciones muy obscuras». Con el honrado objeto de adquirir mayores luces sobre el particular, quise penetrar en la Sala, pegado a los faldones de un alabardero amigo mío. Pero se me negó la entrada, y de aquí tomó pie don Feliciano para decirme: «Ya nos lo contarán, hijo. Vámonos a casa, que a estas horas habrá corrido por todo Madrid, como reguero de pólvora, la noticia de esta hecatombe, y Visita y tu mujer estarán