no había yo visto clara la exaltación de ese cariño, que raya en idolatría. Hay que leer las manifestaciones de los pueblos, que nos trae la Gaceta, y el lenguaje que emplean algunos alcaldes en sus protestas contra el atentado. Uno empieza diciendo: «¡Qué horror! ¿Y aún vive el regicida?» Luego llama a éste «monstruo vomitado del Infierno», y pide que le maten a escape. Domina en todas las protestas, al lado de las imprecaciones violentísimas, la implacable sentencia popular: «Matarle, descuartizarle, hacerle polvo». Y otro funcionario exclama, dejando caer sus lagrimones sobre el papel de oficio: «¡Querer quitarnos la mejor de las Reinas, la joya, la prenda más querida de todos!» Y esto es sincero, esto sale de los corazones, y nos retrata al pueblo español como un enamorado de su Reina: Isabel es hija, hermana y madre en todos los hogares, y como a un ser querido y familiar se le rinde culto. Sábelo, Isabel; hazte cargo de que este sentimiento lo tienes por ti sola, no por tu padre, que se pasó la vida haciendo todo lo posible para que le aborreciéramos, ni por tu madre, más admirada que amada; acoge en tu corazón este sentimiento y devuélvelo, como un fiel espejo devuelve la imagen que recibe. Consagra tu vida y tus pensamientos todos a satisfacer a este sublime enamorado y a tenerle contento. Aprovecha este amor purísimo, el mejor de los innumerables dones que has recibido de la Divinidad, y no lo menosprecies ni lo arrojes en pedazos, como la cabeza y las manos de las lujosas muñecas con que jugabas cuando eras niña. Esto no es cosa de juego. Eres muy joven, y tu juventud vigorosa te anuncia un largo reinado. Mira lo que tienes, mira lo que haces, y mira con lo que juegas.
Pues en Madrid no hay más tema de conversación que los partes de la Facultad de Palacio, anunciando que la Reina se restablece del sofoco y de la puñalada, y la sabrosa comidilla del proceso de Merino, sobre cuya criminal cabeza sigue la opinión arrojando los anatemas más horribles. Hasta los niños le llaman ya monstruo abortado y oprobio de la Naturaleza. Todos sus dichos y actitudes en la cárcel son comentados como nuevos signos de perversión; a su serenidad se la llama insolencia procaz; a sus graves ratificaciones de responsabilidad, brutal cinismo. Al juez instructor respondió, entre otras cosas abominables, «que había ido a Palacio a lavar el oprobio de la Humanidad, y a demostrar la necia ignorancia de los que creen que es fidelidad aguantar la infidelidad y el perjurio de los Reyes». A su abogado le dijo que no buscara motivos de defensa, porque no los había; que si se empeñaba en defenderle por loco, él se encargaría de demostrar lo contrario. No estaba arrepentido; no tenía cómplices, ni recibía inspiraciones más que de su propia inquina, del aborrecimiento de toda injusticia y del mal gobierno de la Nación. Era una víctima de las leyes mentirosas que desamparan al débil; había sufrido ultrajes y reveses sin que nadie le amparase; detestaba toda autoridad; no tenía rencores contra Isabel; pero sí contra la Reina por serlo, y contra Narváez, que nos había traído innumerables ignominias y desventuras. No temía la muerte, y al notificársele la sentencia, decía: «Pues encarguen que el patíbulo sea muy alto». Al subir a él diría: «Imbéciles, os compadezco, porque os quedáis en este mundo de corrupción y de miseria».
Estos dichos y réplicas comenta la gente, dándoles un sentido de infernal depravación. Ya echan también su cuarto a espadas los poetas. Uno de éstos nos habla del Tártaro, el cual, no sabiendo qué hacer un día, se distrae abortando al sacrílego, el cual sale de allí, armada la mano impía, sin más objeto que arruinar a España… Otro ve venir a un tigre disfrazado – con el sacro vestido- del sacerdote del Señor Eterno; y sospechando por su actitud sus dañadas intenciones de matar a la tierna cordera, empieza a dar gritos llamando al León de España para que saque la garra y… etc. Al son de la Poesía, aunque no con acentos tan roncos y desatinados, viene la Política, que ante este grave suceso, que parece un aviso de la Fatalidad, ha borrado la vana diferencia y mote de partidos, fundiéndose todos en la emoción unánime por la Reina en peligro, por Isabel amenazada de un puñal alevoso… Da gusto ver los periódicos clamando contra el delincuente, y ofreciendo al ídolo nacional los homenajes de respeto y amor más ardientes y sinceros. Sobre todo interés de bandos o grupos está la salud y la vida de la Soberana. Por esto dice muy bien El Heraldo que se ha suspendido la oposición.
¿Ves, Isabel? Todos te quieren, así los que están de servilleta prendida en la mesa del Presupuesto como los que ha largos años contemplan lejos del festín las ollas vacías. Todos te aman; en todo corazón español está erigido tu altar. Míralo bien y advierte lo que esto significa, lo que esto vale. Considera, Isabel, a cuánto te obliga ese amor, y con qué pulso y medida has de ejercer el poder, la autoridad y la justicia que tienes en tus bonitas manos. Aviva el seso, Reina, y no juegues.
II
7 de Febrero. – A mi dulce amiga invisible, la indulgente Posteridad, doy anticipada explicación de los vacíos o faltas que notará en mis vagas Memorias cuando llegue a leerlas, si tal honra merezco al fin. Creerá que es mi correo el viento; que a él las confío en descosidas hojas, y que algunos puñados de éstas se le van cayendo en su carrera por los espacios. Pues no es así, que buen cuidado pongo en que todo vaya bien ordenadito, no por caminos del aire, sino por manos de depositarios y conductores diligentes. La causa de estos vacíos debe buscarse en la propia morada y época del autor, que ha visto perseguido y condenado a destrucción su trabajo, fruto de tantas observaciones y vigilias. Sepa la Posteridad que ha dos años padecí alteraciones de mi salud, cuyo proceso y síntomas fueron gran confusión de los médicos de casa; y tan desconcertado me puse, que mi amada esposa y mi bendita suegra llegaron a creer que yo había perdido el juicio, o que mis tenaces melancolías y desgana de todo me llevarían pronto a perderlo. Inquietísimas las dos señoras, como el buen don Feliciano y las damas mayores, no sabían qué hacer para mi asistencia; todo su tiempo y su atención eran para vigilarme y no perder de vista la más insignificante acción mía, por donde pudieran descubrir mis alocados pensamientos. En aquellos trances me vino una crisis de flojedad de todo mi cuerpo y de fatigas intensas, que me tuvieron preso y encamado largos días; y en lo que duró mi quietud hubo tiempo sobrado para que María Ignacia y doña Visita, que veían en mis persistentes lecturas y en mis nocturnas encerronas para escribir la causa inmediata de mis achaques, discurrieran algo semejante a lo que el ama y sobrina de don Quijote imaginaron para cortar de raíz el morboso influjo de los libros de Caballerías. Registraron mi cuarto, y una vez sustraídos bastantes libros de los que más me deleitaban, abrieron con traidora llave uno de los cajones en que guardaba yo mis papeles, y todo lo que allí encontraron perteneciente a mis Memorias fue reducido a cenizas. Me ha dicho después María Ignacia que no fue ella, sino su madre, la verdadera inquisidora de aquel auto; que había intentado salvar algunas piezas de mi escritura; pero que doña Visita y don Feliciano se las arrebataron al instante, pronunciando la terrible sentencia: «¡Al fuego, al fuego!»
Sin tratar de averiguar quién tuvo más culpa en aquel desaguisado, me limité a llorar la pérdida de todo lo que escribí en el 50 y en parte del 51, porque en ello puse, a mi parecer, pensamientos muy míos que no merecían fin tan desastrado. Lo restante del 51 lo pasamos en Italia, y allí nada escribí, porque mi mujer me quitaba de la mano la pluma siempre que yo intentaba contarle algún cuentecillo a mi amiga la Posteridad. Permita Dios que esta nueva ristra de memorias sea más afortunada, y permanezca segura de incendios. Así lo espero, alentado por María Ignacia, que, oídas mis explicaciones, me ha prometido respetar mi trabajo siempre que observe yo dos reglas de conducta por ella impuestas. La primera es que no consagre a este recreo cerebral más que hora y media, a lo sumo dos horas en cada veinticuatro; la segunda, que no reserve de su curiosidad mis papelotes, reconociéndole el derecho de revisión, censura y aun de enmienda si fuere menester… Mi amada mujer, a quien he confiado mis pensamientos más íntimos, no me tiene por lunático, y a cuantos en la Posteridad me leyeren les aseguro que no lo soy ni jamás lo he sido. Divago a mis anchas, eso sí, y digo todo lo que me sale de dentro, sin que me asuste la chillona inarmonía entre mis ideas y las de mis contemporáneos.
Si con los más suelo estar en desacuerdo, con mi señor padre político desentono horrorosamente, pues jamás dice él cosa alguna que a mí no me parezca un disparate. Al propio tiempo, cuanto sale de mi boca es para él herejía, delirio, necedad garrafal. Vaya un ejemplo: ayer mismo, hallándonos de sobremesa del almuerzo, con dos convidados, mi hermano Agustín y don Clemente Mier, dignidad de Capiscol de la catedral de Toledo, sacó mi suegro un papel y nos leyó la sentencia del cura Merino: «Fallamos: que por fundamentos y artículos tal y tal…