Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: España sin Rey


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no está dispuesto a meterse en historias. Los aires de Inglaterra han amansado al tigre…».

      – Con Cabrera o sin Cabrera – afirmó el alavés, que obligado se creyó a mostrar optimismo y resolución, – iremos al cumplimiento de nuestro deber para con Dios y para con la Patria… Usted, señor Romero, será de los que no quieren confesar que don Carlos es el único Rey posible en España.

      – Lo que confieso y declaro es que le tengo por el único Rey imposible.

      – Permítame que le diga que no es usted sincero…

      – No se ofenda, señor mío, si afirmo que viven ustedes en un mundo de ilusiones engañosas… – y añadió con gracejo-: «livianas como el placer».

      – Natural es, señor don Francisco, que usted y yo nos mantengamos en nuestras respectivas torres, y en ellas nos tiremos a la cabeza nuestras opiniones inconciliables.

      – Yo admiro a ustedes por su fe…

      – Somos los grandes convencidos.

      – Pronto serán los grandes desengañados.

      Sonaron los timbres llamando a sesión. Era un estridor metálico que tintinaba en diferentes partes del edificio, como el canto de un sin fin de chicharras que a la vez agitaran sus vibrantes elictros. Los diputados se dirigían hacia el Salón; algunos quedaban en el pasillo; otros entraban, subían a los escaños, a la Presidencia, o permanecían formando corros bajo las barandillas del hemiciclo. La sesión comenzaba perezosa; el Secretario rezongaba el texto del acta como una letanía. En el Salón de conferencias, observó don Wifredo que la muchedumbre política se rarificaba; vio a Romero Ortiz y Ruiz Zorrilla que pasaron presurosos con escolta de amigos locuaces; vio también a un joven de buen año que, cargado de papeles, llevaba el mismo camino (después supo que era Coronel y Ortiz); poco a poco se fue quedando solo; con aire de hastío, tan pronto miraba el reloj colocado sobre la puerta, como las figuras alegóricas pintadas en la escocia, y en esto vio entrar por la puerta del escritorio a su amigo el diputado carlista Vinader. Era un señor regordete, con larga perilla, anteojos, expresión seria, aire de actividad, como hombre abrumado de ocupaciones.

      «Querido Romarate – le dijo en el tono expeditivo que en él era habitual, – supongo que irá usted a la tribuna. Suba, suba… no se entretenga, que voy a hablar en seguida… ¡Qué Gobierno! ¡Bonita está la Libertad! En mi distrito han emprendido una persecución horrorosa. Creen que podrán someternos desterrando curas y prendiendo veteranos de la otra guerra… Ya le contaré lindas cosas».

      – Celebro esta ocasión de oír a usted… Pero tenga la bondad de indicarme el camino, que aún no conozco las subidas y bajadas de este establecimiento… como dijo el diputado y obrero catalán.

      Cogiéndole del brazo, le llevó al pasillo y a una de las escaleras, no sin que en aquel breve tránsito hablaran de la Causa. «¿Qué hay, amigo Vinader? ¿Tenemos alguna novedad?». «Poca cosa, y esa no muy buena. El empréstito no cuaja. Los banqueros Cramer y Breda no dan lumbre sino en condiciones horribles». «¿Y el Conde de Chambord?». «Nada entre dos platos. El Duque de Módena no suelta una peseta… En fin, ya hablaremos. Suba, suba».

      Indicándole la ruta que había de seguir, partió como una flecha hacia el Salón. Momentos después, el Bailío entraba en una tribuna junto a la diplomática, y tomaba sitio en la grada tercera; la primera y segunda estaban ocupadas por señoras elegantes… Un mediano rato empleó en contemplar el ancho y vistoso local, la Presidencia, las ringleras de diputados… Luego recogió sus miradas para examinar la sociedad de ambos sexos que inmediatamente le rodeaba. Abarcado todo el conjunto, lo distante y lo próximo, fijose en Vinader, que había empezado su perorata, gesticulando debajo del reloj, un poco hacia la izquierda. El sanjuanista no veía de su amigo más que la calva lustrosa, y la larga perilla que marcaba con nervioso sube y baja el ritmo de la indignación del orador. De lo que este dijo no pudo enterarse. En los escaños y en las tribunas, un murmurar hondo, como zumbido de abejorros, ponía sordina a los discursos. Diputados y público se distraían, se impacientaban…

      Con ojos y oídos aplicó Romarate toda su atención a dos damas que picoteaban en la tribuna, separadas de él tan sólo por una grada. Eran la Villares de Tajo y la Campo Fresco, ambas privadas ya de toda frescura en la tez, pero conservándola en el ingenio y la palabra. No eran jóvenes, pero aún tenían ese atractivo emanado de la distinción y de la buena ropa, especie de hermosura convencional que hace las veces de la verdadera, y aun de la misma juventud. Era don Wifredo muy devoto del mujerío, aunque en las más de las ocasiones lo disimulaba, por obediencia al buen parecer y al rigor dogmático de la moral que su significación política le imponía; y entre todos los tipos femeninos, gustábale singularmente el de aquellas damas, ajadas ya, pero siempre seductoras por el prestigio heráldico y social.

      Algo daría el personaje alavés por tener coyuntura de entablar conversación con las aristócratas picoteras; pero entre ellas y él había una grada donde varias señoras y señoritas provincianas y un caballero enteco hacían comentarios sobre la gallardía de los maceros, o trataban de interpretar el simbolismo histórico de las frías pinturas del techo.

      El señor enclenque, con vanagloria de cicerone parlamentario, iba designando a las provincianas los diputados de más viso: «Aquel de larguísima barba blanca, el vivo retrato de Abraham o Moisés, es Montero Telinge, gallego él y progresista; y aquel jovenzuelo gordo y lucido de carnes es Coronel y Ortiz, entenado de Becerra… Muy cerca veréis al mismo Becerra. Más allá está Moncasi, el gran progresista aragonés. Frente por frente tenéis a Muñiz, aquel de las patillas negras; junto a él, Damato… Más arriba, mi amigo Álvaro Gil Sanz, y en la fila más baja del redondel, veis a Moreno Benítez, a Milans del Bosch, a Paúl y Angulo, a Frasco Monteverde…, los mejores amigos de Prim. Mirad ahora por aquí abajo, tirando a la izquierda. Ahí tenéis a Cánovas, que según dicen es un gran talento: ¡lástima que no sea progresista!… Los republicanos, los que despiertan más curiosidad en Madrid… y en provincias no se diga… no puedo enseñároslos bien. Están aquí, debajo de nosotros. Si os ponéis en pie, podréis ver sus calvas; sus rostros, no. En lo más bajo, García López y el valiente Fernando Garrido; arriba Figueras y el Marqués de Albaida; Castelar un poquito más abajo… Arriba también, y arrimado a la derecha, se sienta Sánchez Ruano. Lástima que no hable hoy, porque había de gustaros por lo desahogado que es y la gracia que tiene… García Ruiz entra en este momento… Vedle llegar a la escalerilla… Es ese de color de pez, y el peor vestido de las Cortes… Ya sube; tras él viene Díaz Quintero, otro que tal en cuestión de ropa… Toda esta parte la ocupan los republicanos; entre estos y los moderados, tenéis a los carcundas, Cruz Ochoa, Ortiz de Zárate y el Vinader ese, que nos está vinaderizando hace media hora y no lleva trazas de acabar».

      Muy mal le sentó al caballero de San Juan este modo irrespetuoso y burlesco de designar a los hombres de su partido y al digno diputado tradicionalista que rompía lanzas por Dios y por el Rey… No pudo contenerse: dirigió al descortés sujeto desconocido una mirada furibunda… El otro se dio por enterado, y fue más discreto en lo restante de sus informaciones, que recordaban el retablo de Maese Pedro. Tanto molestaban a don Wifredo la charla y el desenfado de aquella gente, que hizo propósito de marcharse; mas por fortuna los otros le dieron mejor solución, porque una de las señoritas se sintió sofocada del calor y pidió retirada. Verdaderamente, de Cortes y diputados tenían ya bastante, y el resto de la tarde podían emplearlo en dar otra vuelta por el Retiro. Al Bailío le vino Dios a ver cuando salieron las provincianas y el caballero enteco, no sólo porque se libraba de vecinos fastidiosos, sino porque, al quedar vacía la segunda grada, podía descender a ella y estar pegadito a las damas elegantes… Saltó, hizo el paso de un banco a otro con juvenil ligereza, y en su nuevo sitio sentía gozo indecible aspirando el sutil perfume que las aristocráticas prójimas exhalaban.

      VIII

      Ansioso el hombre de ser notado, tomaba las posturas más propias para caer dentro del campo de visión de sus nobles vecinas cuando volvían la cabeza. Toda exclamación de ellas, ya fuese de alabanza o de burla, la repetía y celebraba, agregándole algún fino comentario. Y tan embargado tuvo su espíritu en este juego de coquetería, que apenas se dio cuenta de que hablaba Sagasta