Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: España sin Rey


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la ocasión de encaminarse resueltamente a su negocio, y comenzó a disponer sus artilugios de amor fino, que eran, en verdad, harto anticuados y candorosos. Preguntitas, manifestaciones de gustos y preferencias, un discreto lamentar de la suerte por no encontrar las personas dignas de confianza y afecto… todo fue saliendo quedito y con delicadeza de los labios del caballero de San Juan… Tenía él vivos deseos de ir a Cáceres. Debía de ser un pueblo muy hermoso, de aspecto noble, como residencia de nobles familias… ¡Lástima que la señora ¡ay!, no estuviera más tiempo en Madrid! ¿Por qué no quedarse siquiera hasta San Isidro?… Él había simpatizado atrozmente con la señora, cuyo nombre aún ignoraba… La señora ¡ay!, era de esas personas que con sólo una palabra, un suspiro, dejan traslucir un alma hermosísima… Él era hombre que siempre ponía por encima de todo las dotes del alma… Por nacimiento, por educación y por pertenecer a una de las más venerables Órdenes de Caballería, su línea de conducta frente al bello sexo era la de una consumada delicadeza…

      Y al cabo de estos requilorios del manido formulario del año 43, hizo la extremeña nuevos derroches de simplicidad. «Mi esposo – dijo – es también muy caballero… ha sido militar… Pronto le verá usted… Abajo está conferenciando con los diputados de Cáceres, señor Conde de Torre Orgaz y don Vicente Hernández… Quedó en subir a recogerme… Hilarión ha sido militar, como digo… Sirvió con Espartero, que le quería como a un hijo… Es hombre de muy mal genio y de pocos amigos… pero en el fondo, un ángel… Como usted, es delicado con las señoras, verbigracia, conmigo, pues para él no hay más bello sexo que yo… Y si para mí es de rosas, para todos es ortiga, y no tiene más ley ni más roque que el puntillo de honor».

      Como gotas de hielo cayeron estas cláusulas bobas sobre el arrebatado corazón del sanjuanista. Y aún tuvo que oír mayores candideces de la dama extremeña. Era natural de Coria, hija única de padres muy ricos, que no aprobaban la boda con Hilarión. Este la depositó contra viento y marea. Era un hombre terrible. Toda Coria se alborotó… Hilarión tuvo seis desafíos… Iba al campo del honor como quien va a beberse un vaso de agua…

      No hubo de esperar Romarate largo tiempo para conocer al truculento esposo de la dama frescachona… Aún no había terminado Segismundo su bella oración; aún se regocijaban los oyentes de abajo y arriba con la admirable ilación discursiva, cuando don Wifredo vio aparecer en la primera grada de la tribuna la procesora estampa de un caballero. Era él; era el Hilarión, el Perseo de la fábula cauriense. Su esposa, su Andrómeda, desde la grada inferior, le dio a conocer por las miradas que entre uno y otra se cruzaron. El Bailío clavó en él los ojos, y obligado fue a retirarlos al punto, pues los del sujeto no admitían persistencia de extraña mirada.

      Lo culminante del rostro terrible de don Hilarión era un bigote tan grande, que con él podrían hacerse hasta una docena, de regulares proporciones para hombres bien barbados o bigotudos. Más que bigotes eran dos cortinas que arrancaban del labio superior, y con pelo de la cara hábilmente dispuesto se prolongaban hasta los hombros. El color negro, retinto, abetunado, hacía más terroríficas las magníficas excrecencias capilares, obra de los años y de un cultivo esmeradísimo. El hombre las alisaba y repartía a un lado y otro con suaves pases de su mano, como diciendo: «Aquí hay un león que tiene por melenas estos signos de virilidad, y con ellos cita y emplaza a cuantos varones andan por el mundo armados de ordinarios bigotes».

      Concluían la figura del respetable don Hilarión dos ojos fulgurantes, que eran pregoneros de la marcialidad y guapeza del negro aparato bigotil, y más arriba lucía la bóveda de una lustrosa calva. En la nítida y bien planchada pechera ostentaba el hombre un grueso brillante, cuyos destellos eran el adorno retórico de aquella firmísima provocación caballeresca o matonil. Don Wifredo, dentro de su sayo, tembló y soltó la risa.

      Puso punto final Moret en su gallarda peroración, recibiendo aplausos y felicitaciones de los circunstantes, y en aquella coyuntura o paréntesis levantose la extremeña para subir hacia su marido, que con bigotudos signos (que en él las miradas eran también mostachos espeluznantes) la llamaba. Por distracción sin duda, que a otra cosa no puede achacarse la falta, la señora no se despidió del galán su amable vecino; no tuvo para él un movimiento de cabeza ni una sonrisa de las que a los guapos oradores prodigaba. Al subir de grada en grada, su corpulencia y anchuras lozanas fueron gran molestia para los asistentes a la tribuna. Todo lo recogió el fantasmón de los bigotes, dueño indiscutible de aquellos ricos tocinos extremeños. El último detalle fue que si la dama gorda no hizo al salir ningún aprecio del desconsolado caballero de Jerusalén, en cambio la otra señora o mujer, la que don Wifredo calificó de parienta pobre, le agració con una sonrisa y una mirada… del año 43. Y el Bailío de Nueve Villas, aunque la tal no era bella ni joven, lo agradeció cumplidamente, porque el mirar delicado y el lánguido sonreír respondían a sus arcaicas artes de amor, encastilladas en la tradición y refractarias al progreso.

      IX

      La siguiente tarde, que era la del 9 de Abril, la pasó don Wifredo en el Salón de conferencias más que en la tribuna. Hizo conocimiento con Vallín, hermano del que fusilaron en Montoro; con José Luis Albareda y con Augusto Ulloa. De lo poco que les oyó hablar, dedujo que eran orleanistas, y no fue preciso más para mirarles con recelo y antipatía. Después vio al pomposo don Salustiano con sus amigos Pardo Bazán y Montero Telinge: eran el núcleo del bando que patrocinaba la candidatura de don Fernando de Portugal. Creía el noble alavés que los tales, así como los de Montpensier, estaban locos, o que se habían vendido al oro extranjero. Esto mismo pensaba y decía Cruz Ochoa, por quien el Bailío sintió vivos estímulos de amistad apenas le hubo tratado. Era joven, esbelto, rubio como las espigas, y sus palabras despedían esa fragancia de las convicciones que con nada puede confundirse. Había sido guardia civil, y con el uniforme de este Cuerpo se le vio años antes en las aulas de la Universidad estudiando la carrera de Derecho. Los carlistas de Pamplona le dieron sus votos para las Constituyentes. Cumplió en ellas como soldado parlamentario de la Monarquía que llamaban legítima. Después se hizo cura, estado a que le llamaban sus ideas, cierta testarudez del ánimo, nacida del trato con cabecillas veteranos y clérigos levantiscos. Contribuyó a encender la guerra civil con su palabra, no con el ejemplo de lanzarse al campo ungido por la Iglesia, trocando la estola por el fusil.

      Con otro constituyente simpatizaba don Wifredo, saltando por encima del ancho foso que entre ellos abría la política. Era Sánchez Ruano, el ático ingenio salmantino. Admiraba en él la juventud, la gracia, la oratoria impulsiva y pendenciera, en la que armonizaba la virilidad del luchador republicano con las sales del humanista. Debe añadirse que el caballeresco Romarate sentía menos aversión de los republicanos que de los monárquicos llamados constitucionales. Entre aquellos los había dignos de simpatía y aun de amistad; los otros, hombres sin fe religiosa ni política, no merecían más que desprecio. Los que, hartos de recibir honores de la Reina Isabel, la destronaron groseramente, y andaban luego pidiendo prestado un Rey a las naciones extranjeras, le parecían seres descoyuntados, políticos de circo ecuestre, cuatreros con puntas de rufianes. Al pensar así, don Wifredo no era más que un lorito repetidor de la opinión de su partido.

      Un momento subió a la tribuna por ver qué ocurría. De la pena de muerte y de la necesidad de su abolición, hablaba un orador progresista tiernamente compadecido de los asesinos y ladrones. ¡Horror! A la descarriada España con honra no le faltaba ya más que honrar el delito y repartir a los delincuentes chocolate de Astorga… Escapó de la tribuna cuando empezaba la votación de proyecto tan desatinado, y en el Salón de conferencias, donde platicaban sosegadamente no pocos escépticos de la pena de muerte y de otras penas y glorias, agregose a la trinca de Romero Robledo. Le agradaba el antequerano por su alegría, por el tijereteo de su sátira, y por su ropa, que resultaba en él de una perfecta elegancia personal, aun contraviniendo los cánones indumentales para hombres públicos. Usaba comúnmente chaquet, pantalón y chaleco de colores distintos, corbata un tanto chillona. Con estas prendas, que en otro habrían sido demasiado pintorescas, resultaba el rubiales de Antequera muy bien. Así lo entendía don Wifredo, y más de una vez le contempló con idea de imitarle; pero pronto se hizo cargo de que la imitación era imposible. Lo que debía buscar el Bailío era una originalidad propia, huyendo del plagio, más peligroso en esto que en literatura…

      Rodeado de amigos, entre ellos