después Canónigo entero en la de Logroño.
En este museo de antigüedades destacábanse con juvenil colorido los presuntos Marqueses de Gauna: él, don Luis de Trapinedo, nieto del casi centenario don Alonso; ella, doña María Erro Sureda y Arias Teijeiro, que por los cuatro costados de su nombre declaraba su sangre carlista. Ambos eran agradables, hablaban y casi pensaban a la moderna. Tenían dos hijas muy monas, la mayor de la edad de Fernanda, sencillitas, inocentes, menos bellas y más provincianas que su amiga, y dos chicos adolescentes que estudiaban en el Instituto. Esta generación alegraba la casa holgona y feudal, enclavada en la ciudad antigua entre las calles de Zapatería y Herrería. Las familias de Trapinedo y de Ibero eran la vida y el color en medio de aquel ennegrecido retablo de ricos omes, fijosdalgo, dueñas acecinadas y reverendos eclesiásticos curados al incienso.
Viejos y jóvenes acogieron al caballero Urríes con deferencia y noble agasajo. Harto sabía él, consumado artista social, adaptarse a todos los medios; en la masa de la sangre tenía la facultad de asimilación, y en su labia flexible y chispeante un arsenal inagotable de recursos persuasivos. Conversando se llevaba de calle a todo el mundo; su dicción derramaba sin tasa la sal andaluza, sin ceceo, por haberse criado en Madrid. Entendía de linajes y entronques nobiliarios; de costumbres, modas y estilos de elegancia; usaba la sátira con donaire, la crítica con apariencias de buen sentido: el gracejo de los chascarrillos que contaba hacía desternillar de risa a las momias del palacio de Gauna; el propio don Alonso se estremecía riendo con muecas de ultratumba.
A los primores de la cháchara jovial añadía don Juan de Urríes el don singularísimo de impresionar a las mujeres con tonos y conceptos de fácil entrada en el corazón de ellas… Ya se adivina el resto… y es que con sólo unos pocos días de trato en La Guardia y otros tantos en Vitoria, quedó Fernandita intensamente enamorada del don Juan, y llegó a prender en ella el fuego de amor con tal furia, que pronto fue incendio imposible de apagar. Ni ella trataba de sofocarlo; antes bien dejábalo crecer, dejábalo crepitar, echando en la hoguera toda su alma inocente.
El galán, vista la facilidad de su conquista, procedía con las formas pulcras del que ante todo anhela conservar su opinión y timbres externos de caballero. Buen cuidado tuvo de no salirse ni una línea del campo de la corrección: sagaz calador del corazón femenino, entendía que era imposible llevar su conquista por caminos apartados de la pura honestidad. Con toda su pasión y ciego delirio, Fernanda no le habría seguido. Podían mucho en ella la educación, los ejemplos de su familia y el carácter rígido de su padre. El don Juan supo enarbolar desde los primeros arrullos la bandera de matrimonio, pues si así no lo hiciera, la niña se habría llamado a engaño, dándose a la muerte antes que a la deshonra. No tardaron los padres en hacerse cargo; que la comunicación, por miradas, actitudes u otros chispazos del alma, llegó pronto al punto en que el secreto se vende a sí mismo. Padres y amigos tuvieron por venturoso el hallazgo de un porvenir… Quedaba la tramitación del noviazgo hasta la petición y las nupcias, cuesta que los enamorados suben con brincos de impaciencia y los mirones bostezando. Así es la vida: brincos aquí, bostezos allá.
Desde que la violentísima ráfaga de amor arrebató el alma de Fernanda, esta no tenía sosiego: la extremada felicidad le dolía, y las risueñas esperanzas la punzaban. Era como una protesta de la naturaleza humana contra la irrupción insolente del bien. Recordaba el dicho eclesiástico de que hemos nacido para sufrir, no para gozar. Se impacientaba por llegar al fin, a la solución de lo que tenía siempre, a pesar de la indudable formalidad del caballero, el ceño del enigma. A ratos temía morirse antes de casarse, que muriese don Juan, o que un espantoso cataclismo hundiera en abismos de fuego a toda la humanidad. Y a ratos su felicidad se reclinaba en la confianza, y de todo su ser despedía torrentes de luz.
¡Cuántas veces, paseando por el campo con el galán, la hija mayor de Trapinedo y el cura don Tirso Pipaón, creía Fernanda que no pisaba el suelo, sino una nube convertida en alfombra; que todas las cosas visibles eran bellas, que las alturas de Gorbea podían alcanzarse con la mano, que las coles sonreían y los árboles secos cantaban al paso del viento por entre las ramas ateridas! Los burros cargados de leña o de ladrillos eran guapísimos, los grajos parleros, las ranas elocuentes, y los rastrojos de la tierra encharcada pensiles cubiertos de flores. Los ojos negros de la señorita enamorada devolvían a la Naturaleza el amor que de esta recibía, y apenas devuelto lo tomaba de nuevo. Con este ir y venir, las miradas fulgentes de la niña de Ibero encendían el cielo, abrasaban la tierra, y derretían la nieve que en aquella cruda estación blanqueaba las alturas.
II
Unos días a caballo, otros en coche, salía el galán a sus correrías electorales, visitando pueblos, alentando a los amigos y desarmando a los contrarios con urbanidad melosa. Aquí derramaba obsequios en especie o moneda, allá dejaba caer amenazas, y en todas partes prometía lo que no lograra cumplir si mil años viviera. Total, que triunfó, y quedaron los electores tan satisfechos como si hubieran encontrado la piedra filosofal. Trabajillo le costó a don Juan cortar las ligaduras de amor para irse a Madrid, a donde le llamaban sus deberes de hombre público y constituyente; y al fin, dado el último tirón que a él le dolió mucho y a Fernanda más, partió días antes del 11 de Febrero, señalado para la apertura de las Cortes.
La novia era de las que no sin dificultad se consuelan consumiendo la propia idealidad. Al quedarse sola, levantaba castillos imaginarios, torres de proyectos más altas que la de Babel, y entre estas torres y castillos tendía cables y columpios en los cuales mentalmente se balanceaba. Era de ver cómo entre un aleteo de sus negras pestañas surgían los días futuros matizados de vivos colores. En la intimidad del pensamiento, Fernanda preveía lo moral y lo físico. Su marido era muy bueno, y además eficaz marido. Por consiguiente, ella tendría hijos, los cuales de seguro habían de ser guapos, inteligentes, tan buenos como su padre. Este ocuparía elevados puestos, ministro, embajador, y aunque la soñadora no se pagaba de vanidades, veía con gusto el encumbramiento del jefe de la familia por el honor que de ello había de recibir toda la descendencia… Meciéndose en su columpio, Fernandita se miraba al espejo de un remoto porvenir, y en él se veía risueña, grave, bella en sus años maduros, los negros cabellos ya nevados… En tal estado, Fernanda acariciaba a sus nietos…
Desde Madrid continuaba el galán constituyente alimentando con cartas la hoguera de amor. A Fernanda prolijamente escribía, llenando el papel de cariñosos melindres que no perdían su valor por repetidos y vulgares. Pudo notar la señorita que su caballero era menos inspirado escribiendo que hablando. Ella plumeaba mejor que él, y solía poner cosas que a nadie se le habían ocurrido antes. Vaya de muestra: «Estoy celosísima de las Cortes, que me parecen unas jamonas habladoras y emperifolladas». «Dices que vais a hacer una Constitución. Por Dios, no te metas en eso… En todo caso, coge una de las viejas, y con algún garabatito aquí y otro allá, la presentas como nueva. Me ha contado mi madre que el famoso caballero don Beltrán de Urdaneta, cuando ya chocheaba, no tenía más entretenimiento que hacer constituciones. Todas las noches escribía una, y al día siguiente hacía con ella pajaritas».
A Ibero también escribía Urríes de vez en cuando, informándole del curso de la política. Divagaba, hinchaba las noticias, y se ponía furioso siempre que mentaba a los republicanos. «Esos majaderos están comprometiendo la Revolución con sus exageraciones… En Cádiz, el Puerto, como antes en Málaga y Antequera, se suceden las escenas vandálicas… Me ha dicho el Duque de la Torre que no hay más rey viable que Montpensier. Urge restablecer la Monarquía para que los vándalos del republicanismo se encuentren con la horma de su zapato». El hombre de inagotables gracias en la conversación, no sabía salir, escribiendo, del círculo tonto en que están contenidas todas las vulgaridades del pensamiento.
A principios de Marzo volviéronse los Iberos a La Guardia, y a los pocos días de estar allí tuvieron de huésped a uno de los ricos omes o fijosdalgo que decoraban la casa Gauna, Frey don Wifredo de Romarate y Trapinedo, que en sus tarjetas ponía sobre el nombre un casco rematado de plumas, y debajo este título insigne y pomposo: Bailío de Nueve Villas en la Real y Militar Orden de San Juan de Jerusalén… Era un caballero cincuentón, de corta talla y tiesura ceremoniosa, pulcro, remilgado, afeitadito, espejo de la buena crianza y diccionario vivo de las palabras finas y corteses. Cifraba su orgullo en pertenecer a una de las Órdenes de caballería más ilustres,