Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: España sin Rey


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de la faz jocunda de Dios en su trono, y de la impía raza de Cam (los judíos). Describía con pelos y señales la mansión de los justos: los abismos de azul, las cataratas de vívido fulgor llenan los cielos… Se metía con el filisteo y el saduceo, poniéndolos como hoja de perejil, y ensalzaba la mano innocua de Jesús curando a los leprosos. Aunque nadie entendía los versos del conspicuo don Cristóbal, unos cuantos amigos de su misma cáscara le alzaban hasta el cuerno de la luna, diputándole por eminentísimo poeta entre los primeros del mundo. La verdad era que al buen señor no deslumbraban los ridículos encomios, y se hacía muy de rogar para dar a la estampa sus bíblicas, retumbantes y huecas majaderías.

      Sin contratiempo alguno hicieron su viaje don Wifredo y don Cristóbal. Despabilados y nerviosos, no pararon de charlar en todo el camino, agotando los tópicos de la ojalatería y cuentas galanas. Eran dos monomaníacos que jugaban a la pelota con la idea que a entrambos enardecía y fascinaba. El canónigo entero, en un arrebato de optimismo humanitario, planeaba la nueva Inquisición para limpiar de errores heréticos a la gran familia española, y Romarate esbozó pragmáticas diaconianas que restablecieran las buenas costumbres, el respeto a la nobleza y al sacerdocio. De madrugada, cuando ya el sueño les rendía, sin que remitiera la embriaguez optimista, don Cristóbal dijo a su amigo:

      – Créame usted, señor Bailío: una de las primeras medidas debe ser el establecimiento de la censura para poner coto a los mil esperpentos que se publican. Yo no permitiría la impresión de composiciones poéticas que no tuvieran un fin altamente moral y un estilo decoroso.

      Asintió don Wifredo con cabezadas, pensando en otra cosa: la recompensa de su adhesión sería una embajada en cualquiera de las cortes extranjeras. Durmiose, y al poeta bíblico también se le cuajaron los pensamientos en una mezcla de sueño y cavilación. Pero no dormía con sosiego, porque en la cabeza le estorbaba un desmesurado gorro, al cual tenía que echar mano para que no se le cayese. A fuerza de tocarlo, llegó a entender que era una mitra… En uno de sus dedos notaba la presión de un gordo anillo, y a cada movimiento del buen señor, el pesado báculo le daba un golpe en la nariz… La complicada vestimenta crujía con rumor de seda y rigidez de bordados de oro…

      Al entrar el tren en la estación de Villalba, ambos viajeros, en dislocantes posturas, roncaban estrepitosamente.

      III

      No era rico ni mucho menos el caballero de Jerusalén. Su hacienda consistía en dos casas modestas en la parte alta de Vitoria, llamada Villa de Suso, y en un caserío situado en Arganzona, hermandad o término de la capital de Álava. De sus mezquinas rentas gastaba tan sólo lo preciso para su sostenimiento, y defendía el corto peculio con su asistencia casi diaria a la mesa del Marqués de Gauna. Gracias a esto, el Bailío tenía sus ahorros, que aplicaba al dispendio extraordinario, o al renglón de viajes en servicio de la Causa. Hombre más arreglado no se conocía en el mundo: jamás contrajo la menor deuda; jamás recibió de amigos ni de parientes préstamo ni favor alguno en metálico.

      Ajustándose a sus limitados posibles, don Wifredo, apenas resolvió el traslado a la Corte, escribió a un su amigo de toda confianza que le previniese un alojamiento decoroso y no caro, como otros que tuvo en Madrid en viajes anteriores, el 49 y el 53. El discreto amigo, doctor don Pedro Vela y Carbajo, Comendador de la Orden de Alcántara y Capellán Mayor del Convento de las Descalzas Reales, cumplió el encargo con diligencia y tino. Ved al buen Bailío instalado en una casa de huéspedes decentísima y de buen trato, calle de Atocha, entre San Sebastián y Santo Tomás. Al escribirle a Vitoria incluyendo las señas en un papelito con olor de incienso, don Pedro Vela le decía: «Es casa de las más recogidas de la Corte, pues no se admiten más que personas recomendadas. Allí van sacerdotes y señoras mayores que huyen del bullicio. El trato es excelente y como de familia. A las ventajas de buen sol, calle espaciosa y ventilada, une la inapreciable proporción de la misa cercana por un lado y por otro».

      Instalados los dos amigos en la casa que les recomendó el señor Vela, vieron que este no había sido hiperbólico en los encarecimientos. La vivienda hospederil era de lo mejor en su género, limpia y ordenada. Como una docena de personas vieron en el comedor a la hora de los garbanzos, gente juiciosa y grave, con excepción de dos jóvenes inquietos y un poco maleantes, que se permitían adulterar la honesta conversación con frases equívocas y vocablos de reciente cuño callejero. Había un sacerdote, un relator de la Audiencia, un coronel retirado con su esposa, dos ricos caballeros extremeños, un cónsul, y otros sujetos de circunstancias.

      Ilustre huésped de la casa era una señora Marquesa, ya madura, con sobrina y criada; pero esta familia comía en su cuarto, y era casi invisible. La dueña, señora mayor de buen porte y modales finos, no hacía más que vigilar el servicio, recorriendo cuartos y pasillos asistida de un grueso bastón, por estar dolorida de las piernas. El gobierno inmediato de la casa llevábalo una mujer de mediana edad, limpia, seca y no mal parecida, andaluza, muy diligente. El ama la llamaba Chele, y algunos huéspedes pronunciaban su nombre invirtiendo las sílabas. Todo lo que vio y observó en la casa el señor Bailío fue de su agrado; todo le parecía discreto y conforme a la buena educación, menos la desenvoltura de lenguaje de los dos caballeretes. Y lo que mayormente en estos le disgustaba, era que a la gobernanta de la casa la llamasen doña Leche, nombre o remoquete que a su parecer no era completamente decoroso.

      Mientras más a los mozalbetes trataba, menos estimación les tenía. Uno de ellos cultivaba una uña. Había dejado crecer desmesuradamente la del dedo meñique de la mano izquierda, limpiándola con potasa y cuidándola como se cuida un objeto de gran valor. Con los gestos de su mano hacía por mostrar a la admiración del mundo aquella excrescencia, como si fuese una joya. Tal moda de origen chinesco le pareció a don Wifredo una porquería, y así lo manifestó al joven, recordándole uno de los consejos de don Quijote a Sancho; mas con tal discreción y timidez lo hizo, que el dueño de la uña no se dio por ofendido. La manía del otro era culotar una boquilla de las que llaman de espuma de mar. Fumaba puros de estanco, más que por el vicio del tabaco, por el gusto de arrojar sobre la pipa los chorros del humo. Esto hacía sin parar, parloteando de sobremesa en el comedor, y luego frotaba la boquilla con un trapo de lana. Satisfecho de su labor, mostrábala a los huéspedes para que admirasen el negro brillo que tomaba. Luego se iba al café, donde seguía culotando y frotando, y ofreciendo su obra a la admiración de un círculo de ociosos.

      Los insubstanciales señoritos, el de la uña y el de la boquilla, se revelaron pronto en el comedor de la casa como pretendientes a destinos. Al discreto y comedido don Wifredo le repugnaban aquellos silbantes que pretendían y al propio tiempo criticaban con chocarreras expresiones a los hombres de la Gloriosa. El uno imitaba la voz atiplada de Castelar; el otro zahería con chanzonetas del peor gusto al Duque de la Torre; al propio Prim y a Sagasta escarnecían ambos, y de todos los candidatos al Trono hacían disección y picadillo con anécdotas soeces.

      Al sacerdote que en la casa vivía abordaron pronto los dos alaveses, quedando muy desconsolados del trato de aquel sujeto. Llamábase don Víctor Ibraim, y llevaba luengos años en el sacerdocio castrense. Desde las primeras palabras gargajosas del clérigo andaluz, le dio en la nariz a don Cristóbal olor de caballería. Hablando de diferentes asuntos eclesiásticos y políticos, los tradicionalistas descubrieron en el huésped hervor de ideas revolucionarias y un soez desenfado para manifestarlas. Entre la hojarasca de sus vanos conceptos, dejaba traslucir el castrense una ambición insensata. El propio Romero Ortiz le había prometido la Rectoría de Atocha, destino calificado y pingüe. Pero pasaba el tiempo, ¡caray!, y ya se cansaba de esperar el santo nombramiento… Brindose luego Ibraim a presentar al señor De Pipaón en San Sebastián, donde tendría misa diariamente, y remató la oferta con estas groseras palabras: «Ojo al cura, que es un tío muy malo… y el bandido del colector no le va en zaga». Guardáronse muy bien los alaveses de clarearse ante aquel renegado. Apenas oyeron los primeros bramidos de su ambición no satisfecha, encerráronse en reserva sagaz, envolviendo cuidadosamente el lío que llevaban a Madrid.

      «Hemos de recatarnos de este sinvergüenza – dijo Pipaón a su amigo cuando se hallaron solos, – porque como buen revolucionario y mal sacerdote, será de los que llevan soplos al Gobierno». Y otro día, cuando incidentalmente se tocó la cuestión de reyes posibles en España, Ibraim se dejó decir que el carlismo era una aberración de cerebros enfermos.