bien – añadió Sarmiento sorbiendo la mitad de lo que contenía la jícara, – yo declaro que conozco pocos varones de la antigüedad (y ahí está Plutarco que lo certifique…) sí, conozco pocos que se igualen a este atrevido comandante, que desafió al absolutismo, a toda la Europa, señora; a la Santa Alianza, a los Borbones todos, a los serviles todos. Y tan gran fin realizó sin derramamiento de sangre, porque… vean ustedes la historia: Harmodio y Aristogitón derramaron mucha sangre; las sediciones de los Gracos también fueron cruentas; Bruto mató a César; Robespierre y Danton, ya sabemos que cortaban cabezas como yo plumas; Cromwell degolló a Carlos I, etc. Pero nuestro hombre ha dicho: Sea la libertad, y la libertad ha sido. Su espada no ha necesitado herir para vencer. Con su vívido fulgor deslumbráronse los tiranos, y, despavoridos, huyeron cual asustadas liebres. ¿No es verdad, señor D. Salvador? ¿No es verdad esto?
Monsalud tampoco dijo nada, ni hacía caso de la disertación sarmentil.
– ¡Y a hombre tan insigne, a este campeón que le dijo a España, como el ángel a María: El Señor o la Libertad es contigo; a ese apóstol, señores, se le tiene alejado de la Corte, como si fuera una plaga, un pedrisco u otra calamidad aterradora! Se le desterró primero a Asturias; se le desterró después, porque destierro es, a la Capitanía General de Aragón… ¡Oh! si yo llegase a regir los destinos de la España; si yo… pongamos por caso, llegase a ser ministro… mi primera disposición sería para recompensar dignamente a ese héroe inaudito…
– ¿Más todavía?… – indicó festivamente Monsalud.
– ¿Pues qué? – dijo Sarmiento con ciceroniano ademán, poniendo sobre la mesa la jícara vacía, – acaso se le han tributado honores correspondientes a sus servicios? Ni aun en la jerarquía militar ha tenido la elevación a que es acreedor. Él era comandante: le plantaron en mariscal de campo… Bueno; pues eso, digan lo que quieran, es bien poco, es poquísimo; y aún me parecían una bicoca los tres entorchados. Usted tenga presente cómo recompensó Inglaterra a Lord Vellintón después de la campañita aquella en que derrotó a Bonaparte. Así se premian los grandes servicios, no con estas mezquindades de aquí.
– Tiene razón el Sr. Sarmiento – dijo Doña Fermina. – Si por lo de militar merece los tres entorchados, por lo que tiene de orador y de hombre discreto se le puede señalar una renta. Vaya, que la escena y los discursos aquellos del teatro fueron cosa bonita.
– Extraordinariamente buena, aunque usted, señora mía, lo diga con cierto tonillo zumbón. Lucas, ¿te acuerdas?… Nosotros fuimos desde muy temprano a la cazuela. ¡Qué tumulto, qué palmadas, qué entusiasmo! Yo me puse tan ronco que en ocho días no pude dar lección a los chicos. Aún me parece que veo a nuestro querido General levantarse del asiento con aquella majestad que él sólo tiene, y echarnos un discurso que me pareció de perlas, si bien con el mucho alboroto no se oía una palabra desde arriba. Aún me parece que estoy oyendo la pomposa música del himno que entonó el público. Riego, con aquella gracia suma que Dios le ha dado, levantose y dijo: «La música del himno no es así, sino de esta otra manera». Y se puso a cantarlo. Sus ayudantes llevaban el compás.
– ¡Estaría bonito!…
– Después, uno de los ayudantes cantó el trágala, perro, y aquí fue Troya. Yo creo que hasta las figuras pintadas en el techo cantaron en aquel instante. ¡Sublime momento, señora!… Pero los envidiosos no faltan en ninguna parte. Empéñase el jefe político en decir que aquello era un desorden. Quiere hacernos callar; encréspase el público como el Océano agitado por rabioso Noto; empiezan las puñadas, los dimes, los diretes, los ternos de pimentón, las cantáridas gramaticales. Riego mira con desdén al jefe político. Algunos de sus ayudantes, mostrando una impavidez pasmosa, le insultan. Aporréanle dos o tres paisanos, Paco Rincón y Blas Cortada, si no me engaño; el teatro parecía una caldera hirviendo; el General se retira al fin, y, ¡oh, pavor!, las calles están llenas de gente, la tropa se encierra en los cuarteles, y todo es zozobra y miedo de trifulcas. Sin la imprudencia del jefe político, nada habría pasado. Pero el despotismo es así: no le gusta oír el himno ni el trágala; no quiere ver la faz del libertador del hesperio suelo, y aquí tienen ustedes el resultado: guerras, asolamientos, fieros males, como dijo el poeta. Nada, nada; según esa gente estólida, a la Libertad debe ponérsele bozal para que no muerda.
– Bozal para que no muerda – repitió taciturnamente Monsalud.
– De la cosa más sencilla, del desahogo más ingenuo – continuó el vehemente preceptor, – toma pie el despotismo para extender su férreo dominio… Volvamos a nuestro invicto Don Rafael. De nada vale el popular deseo. Se empeñan en que ha de salir de aquí, y le echan como se echa un perro que incomoda. Las sociedades patrióticas dejan oír su autorizada voz en contra de tal vilipendio; pero no son oídas. Manifiesta el pueblo su voluntad de mil maneras; fíjanse pasquines; gritamos, pedimos, suplicamos, amenazamos. Yo pongo a todos los niños de mi academia la cinta verde con el lema Constitución o muerte. Ni por ésas. ¿Cómo contestan a nuestras honradas exhortaciones? Echando los cañones a la calle; lanzando de los cuarteles la caballería para que pisotee al pueblo; acuchillando sin piedad a la gente indefensa. En tanto Argüelles habla en las Cortes de las célebres páginas, y Feliú habla de los hilos; se alborotan también los diputados, y cuando un gran patriota como Romero Alpuente se dispone a defender al pueblo, ahogan su generosa voz los chillidos de los serviles. Riego es desterrado, y ¡qué ignominia! disuelven el ejército de la Isla, que había proclamado la Constitución; y por este camino volveremos a la tiranía y oscurantismo del año 14, y al despotismo puro, el cual, después de todo, es mejor que el mixto, vergonzante, tibio o moderado que ahora tenemos. ¿No es verdad, Sr. D. Salvador?
– Sí, amigo D. Patricio; todo lo que usted quiera. ¡Y pensar que tantas cosas malas se remediarían con que el Sr. D. Patricio fuese ministro media docena de días!…
– No se burle usted – dijo el preceptor, algo picado. – Yo no seré ministro, yo no puedo ser ministro, porque soy muy honrado, porque no soy intrigante, porque no soy ambicioso. Si tuviera un duro por cada vez que me he negado a aceptar este o el otro destinillo, sería un Fúcar… Pero supongamos que fuera ministro, y sentemos esa atrevida hipótesis…
– Silencio – dijo Monsalud. – Están llamando a la puerta.
Atendieron todos. Oyéronse fuertes golpes en la puerta de la casa.
– ¿Quién será? – murmuró con temor Doña Fermina. – Aquí no viene nadie después de anochecido.
– Iré a ver – dijo Lucas, a quien los golpes sorprendieron descabezando un sueño.
Pocos momentos después entraba Solita, con semblante pálido y consternado, sin aliento, encendidos de llorar los ojos.
¡Mi padre está enfermo! – exclamó, dirigiendo a todos una mirada suplicante.
– Iremos a buscar un médico – dijo D. Patricio con oficiosidad. – ¡Lucas!… Corre al momento.
– No es preciso médico – dijo Solita, deteniendo a los Sarmientos con un expresivo ademán.
– Yo entiendo algo de medicina…
– No necesitamos cosa alguna – añadió la joven, mirando a Doña Fermina. – Lo que tiene mi padre es muy singular.
– ¿Congestión cerebral, ataque de gota, síncope, jaqueca…?
– Mi padre está enfermo del ánimo – dijo tristemente Soledad. – No quiere médicos ni medicinas; lo que quiere es hablar con el señor Monsalud, y por eso vengo a rogarle que pase ahora mismo a casa.
Asombráronse todos de ver enfermedad que se aliviaba hablando.
– También puede que tenga algo que revelarme a mí – dijo Sarmiento, dando algunos pasos. – Voy allá corriendo.
– No, usted no – replicó la joven, deteniéndole. – Salvador solo. Mi padre desea verle y hablarle ahora mismo, ahora mismo.
Salvador subió sin tardanza al segundo piso.
Malísimo humor tenía Sarmiento cuando se retiró a su casa. No pudiendo refrenar la abrasadora