Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: El Grande Oriente


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niño!… ¡Si se me oprime el corazón!… Luego doy en pensar en la desdichada suerte y desamparo de mi pobre hija… ¿Qué será de ella si muero? De tal manera se perturba mi alma y se enflaquece mi razón pensando en esto, que no puedo discurrir los medios de mi fuga o escondite. Piense usted por mí, pues no con otro objeto he solicitado su amparo; dígame usted lo que debo hacer… tráceme un plan.

      – No sólo indicaré lo conveniente, sino que haré cuanto pueda para que usted quede en salvo esta misma noche. Es preciso tomar una resolución pronta. Ánimo, Sr. Gil, no acobardarse, y triunfaremos.

      – ¡Oh!, gracias, gracias mil – exclamó el enfermo, estrechando las manos de Salvador.

      – El infeliz conspirador lloraba.

      – No perdamos tiempo… Saldremos juntos para que vaya usted más tranquilo – dijo Monsalud, restaurando más a cada palabra la energía moral y física de su vecino. – No carecerá usted de nada.

      – ¡De nada!… ¡Qué bendición de Dios! Usted me devuelve la vida… Yo que empezaba a carecer de todo, hasta de lo más preciso…!

      – El conflicto de usted, amigo D. Urbano, es poca cosa. Creo que nadie nos estorbará la fuga. Le llevaré a usted a un paraje seguro, donde vivirá tranquilo y oculto hasta que podamos conseguir un sobreseimiento, una absolución… allá lo veremos.

      – ¡Benditas mil veces sean esa boca y esas manos! – dijo Gil de la Cuadra con emoción profunda. – Usted me salva; yo me arrojo en sus brazos como en una playa hospitalaria después de ser juguete de las olas… ¿Con que usted, después que me ponga en lugar seguro, conseguirá un sobreseimiento, una absolución?… ¡Cuánto lo agradeceremos mi hija y yo!… Sola, Solita, ¿dónde estás?… Ven, corre a abrazar a este caballero.

      – Vale más que nos dediquemos sin perder un instante a preparar todo lo necesario… ¿Qué hora es?

      – Las once – dijo el anciano, levantándose con dificultad. – Me siento mejor; me siento más ligero; se me ha despejado la cabeza; muevo las piernas con flexibilidad; en fin, soy otro… ¿Con que a disponer…?

      – Sí, a disponerlo todo. Arregle usted lo que ha de llevar de su casa. Yo me encargo de todo lo demás.

      – ¡Oh!, idolatrada hija mía, ya tienes padre otra vez; viviremos tú y yo… – exclamó Gil de la Cuadra con viva excitación de espíritu. – Lo que va a hacer por mí, Sr. Monsalud, supera a cuanto hicimos por usted en aquel horrendo día. Si consigue ponerme en salvo esta noche, me parecerá que resucito, y el horroroso aspecto de la cárcel dejará de atormentar mi imaginación… Con que apresurémonos. Soledad, hija mía, ven… Una vez que esté libre de las garras de esos infames, fácil le será a usted sacarme del atolladero de la causa. Las sociedades secretas a que usted pertenece lo hacen y deshacen todo. Además, el señor duque del Parque, de quien es usted secretario, administrador o no sé qué, pasa por uno de los hombres de más valimiento que existen en España.

      – Antes de medianoche estaremos fuera de Madrid – dijo Monsalud, haciendo sus cálculos. – No conviene perder tiempo.

      – Ese ánimo y decisión me regeneran – dijo Cuadra, dando algunos pasos vacilantes por la habitación. – Déjeme usted que antes de ocuparme en los preparativos de la fuga le dé a usted un abrazo, un estrecho abrazo de amigo… así… Ahora veamos lo que se lleva… ¡Soledad, Solita!

      La muchacha apareció de repente, pálida, desconcertada. Su semblante expresaba el terror más vivo, y sus descoloridos labios no acertaban a pronunciar palabra alguna. El padre participó al punto por simpatía natural del pavor de su hija; miró a Monsalud; éste formuló con ansiedad una pregunta.

      No pudo dar contestación la atribulada niña. Oyéronse terribles golpes que resonaban en la puerta de la casa, haciendo retemblar a ésta de los cimientos al tejado… Oyéronse al mismo tiempo pasos de mucha gente, palabras, un rumor soez que llenó de espanto el alma de los tres personajes.

      – ¡Ahí están! – murmuró con voz tétrica Gil de la Cuadra.

      – ¡Ahí están! – repitió Monsalud, golpeando el suelo con tanta fuerza que la casa redobló su temblor convulsivo y profundo, como contestando a las llamadas de los polizontes.

      V

      El amigo de Vinuesa cayendo en el sillón, se oprimió con ambas manos la desnuda calva.

      – Se me ha partido el alma… – exclamó sordamente. – Parece que me han arrancado la última raíz de la vida… ¡Yo me muero!… ¡Pobre hija mía!…

      Solita corrió hacia él. Hija y padre se unieron en estrecho abrazo.

      – Ya no hay remedio – dijo el segundo con amargura.

      Los golpes se repetían con más fuerza. Salvador, agitado por violenta cólera y despecho, se golpeaba la frente con el puño. En algunos momentos se sentía impulsado a una resolución desesperada; pero tenía demasiado buen sentido para no refrenarse al punto.

      – No hay remedio – dijo Gil de la Cuadra con acento solemne. – Hija mía, oye lo que voy a decirte. ¿Ves este hombre?…

      Solita fijó en Monsalud sus ojos llenos de lágrimas.

      – Salve usted a mi padre – gritó. – Discurra usted algún medio para ocultarle, para sacarle de la casa sin que esos malditos le vean.

      El tétrico silencio del joven indicó claramente que no podía discurrir medio alguno que no fuese una locura.

      – No puede ser, no puede ser – dijo el anciano. – ¿Ves este hombre? Es el único que puede hacer algo por mí, por nosotros. Mientras vivamos separados, recuérdale un día y otro que tu padre está en la cárcel. Se me figura… se me figura que será un buen hermano para ti.

      Los golpes redoblaron. Parecía que cien puños de hierro martillaban la puerta, y la campanilla sin cesar movida, cayó de su sitio.

      – Es preciso abrir al instante – manifestó con vivísima agitación Gil de la Cuadra. – Una palabra más, amigo mío, hija de mi alma. Mientras viene de Asturias tu primo Anatolio, que ha de ser, amén de tu marido, tu único amparo después que yo falte, te dejo encomendada a este buen amigo. Él será tu padre y tu hermano. Sr. Monsalud, si acepta usted el encargo, me voy más tranquilo a la cárcel, y de allí…

      – Acepto – dijo con grave acento el joven. – Solita será mi hermana. Además juro por todos los santos y por Dios, que es mi padre, que le he de sacar a usted de la cárcel a donde va esta noche.

      Los tres se abrazaron sin añadir una palabra más. En el mismo instante, despedazada la puerta de la casa, entró en la estancia un hombre brutal y grosero, uno de estos que no creen representar bien a la autoridad si no la hacen antipática y aborrecible.

      – ¿Quién es aquí el bribón de Gil de la Cuadra? – dijo mirando alternativamente al joven y al anciano. – ¡Ah! Conozco al mozo, que es Monsalud… Supongo que Cuadra será el vejete… Véngase usted conmigo a la cárcel de Villa… no, a la de la Corona, porque en aquélla no cabe más gente.

      – El señor es Gil de la Cuadra – dijo Salvador. – Por el bribón no preguntes, que aquí no hay otro que tú.

      Dos, tres, cuatro individuos no menos simpáticos que su lindo jefe, penetraron en la estancia.

      – ¿Y a esta tortolilla, la llevamos también? – preguntó uno, atreviéndose a poner la mano en el hombro de la joven.

      – Para preguntar una estupidez – repuso Monsalud, rechazándole violentamente – no se necesita dar coces.

      – Juan Violín, no seas bruto – gruñó el jefe. – Deja a esa señorita y alcánzame las esposas.

      Gil de la Cuadra al ver que le iban a atar las manos huyó despavorido a la pieza inmediata. Siguiéronle todos. Rogole Salvador que se sosegase, no haciendo resistencia a sus bárbaros aprehensores, y cedió al fin el anciano, y ofreció sus manos a las argollas de hierro. Abrazole estrechamente Solita, diciendo