Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: Bailén


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nosotros no queremos barullo – añadió-, pero hace mucho tiempo que conocemos al Sr. de Arroiz y por eso le tenemos aquí. Este Sr. de Santorcaz que has visto anoche y que no ha de tardar en venir, es un joven a quien conocimos en Alcalá, cuando estábamos allí establecidos, y él corría la tuna en aquella célebre Universidad. Ha sido muy calavera, y sus padres no le han vuelto a ver desde que se marchó a Francia hace quince años, huyendo de una persecución muy merecida, a consecuencia de sus barrabasadas y viciosas costumbres. ¡Desgraciado joven! Allá ha sido soldado, y cuando nos cuenta sus trabajos y penalidades nos quedamos como si oyéramos leer la novela El asombro de la Francia, Marta la Romarantina, aunque Santiago dice que todo lo que cuenta es mentira. A pesar de es un tarambana, nosotros apreciamos a este mala cabeza de Santorcaz, y él no nos quiere mal; así es que cuando se aparece por España, siempre viene a parar a nuestra casa, donde le damos hospitalidad por bien poco dinero. ¡Ay!, sí, por bien poco dinero: verdad es que si le pidiéramos mucho, el infeliz no podría dárnoslo, porque no lo tiene. Y no es porque haya nacido de las yerbas del campo, pues su familia a un buen solar de tierra de Salamanca pertenece: sólo que como no es primogénito… su padre se empeñó en dedicarle a la Iglesia, y el pobre chico no tenía afición de misacantano…

      Estábamos doña Gregoria y yo enfrascados en este coloquio que no dejaba de interesarme, cuando volviendo de su oficina D. Santiago Fernández, quitose gravemente el pesado uniforme, que su consorte colgó en la percha no lejos de la amenazadora lanza, y se dispuso a comer:

      – Grandes noticias te traigo, mujer – dijo con retozona sonrisa, sentado ya en el sillón de cuero y con ambas manos posadas en las respectivas rodillas, mientras con lento compás movía el cuerpo. – Te vas a poner más contenta…

      – No puede ser sino que el Gran Duque ha reventado ya de los cólicos que padecía.

      – No, no es eso, mujer. ¿Quién te dijo que Navalagamella le había declarado la guerra a la canalla? No es Navalagamella sólo, mujer, es Asturias, León, Galicia, Valencia, Toledo, Burgos, Valladolid, y se cree que también Sevilla, Badajoz, Granada y Cádiz. En la oficina lo han dicho, y si vieras cómo están todos bailando de contento. Oficial conozco que no ha dormido en toda la noche esperando el correo, y si supieras, mujer… A ti te lo puedo decir, y no importa que lo oiga este chico. Oye, oíd los dos: muchos oficiales se han fugado, sin que en los cuarteles, ni en sus casas se sepa dónde están. Y dirás tú, «¿pues dónde están?». Yo lo sé, sí señora, yo lo sé: se han ido a unirse a los ejércitos españoles que se están formando… ¿a que no sabes dónde se están formando? Pues yo lo sé, sí señora, yo lo sé: uno se está formando en Valladolid, y lo mandará D. Gregorio de la Cuesta: otro en Asturias y Galicia, que corre a cargo de Blake… y el tercero… Esta es la más gorda de todas: ¿te la digo?

      – Hombre sí, dila: no nos dejes a media miel.

      – Pues se dice por ahí que las tropas de Andalucía se sublevarán, sí señor, se sublevarán. Pues no se han de sublevar. Si en cuanto uno dé la voz empieza a desfilar nuestra gente, y ni un ranchero español quedará a las órdenes de Murat, ni de la Junta.

      – Veo que lo van a pasar mal, Santiago. Pero siento golpes en la puerta. Son los vecinos que vienen a saber noticias… Pase Vd., Sr. D. Roque; pasen ustedes niñas; pase Vd. Sr. de Cuervatón.

      Abrió doña Gregoria la puerta y penetraron en ordenada falange como una docena de personas de uno y otro sexo, y de diferentes edades y fachas, las cuales personas eran los vecinos más adictos a la simpática persona del Gran Capitán, y además entusiastas creyentes de sus noticias, por lo cual acudían todas las mañanas cuando aquel regresaba de la oficina, con el anhelo de saciar en la fuente más pura y cristalina la ardorosa curiosidad que entonces devoraba a los habitantes de Madrid. ¿Debo detenerme en enumerar a tan dignas personas? ¿Para qué, si el lector no necesita conocer al lañador, ni al talabartero, ni tampoco a D. Roque, el arruinado comerciante, ni al Sr. de Cuervatón, ni menos a las niñas de la bordadora en fino? Dejémosles envueltos en el velo de su discreto incógnito, y oigamos a Fernández, que desbordándose de su propio ser, a causa de la exorbitante hinchazón de su orgulloso júbilo, iba contando lo que oyera, sin dejar de aderezar sus relatos con la sal y pimienta de la exageración.

      – Pues en Andalucía – dijo-, en Andalucía… ya saben Vds. dónde está Andalucía; como si dijéramos en Cádiz… pues. Dicen que la Junta de Sevilla ha armado un gran ejército, con las tropas que estaban en San Roque. ¿Saben Vds. lo que es San Roque? Pues es como si dijéramos… supongan Vds. que aquí está Gibraltar, pues aquí abajito está San Roque.

      – Este D. Santiago lo sabe todo.

      – Ya, como quien ha visto tantas tierras, y ha estado en tantas batallas.

      – En San Roque están las mejores tropas de España, tanto en infantería como en artillería y caballos; de modo que si se forma ese ejército, y viene sobre Madrid… ¡Jesús!

      – ¡Jesús! – repitió un coro de diez voces.

      – ¿Vd. cree que vendrá sobre Madrid? – preguntó uno de los concurrentes.

      – Eso es lo que no puedo asegurar – repuso con énfasis el Gran Capitán. – Pero a lo que yo entiendo y según la experiencia que adquirí en aquellas terribles guerras, me atrevo a decir que el ejército de Andalucía viene sobre Madrid, y si hace lo mismo el de don Gregorio de la Cuesta, juzguen Vds. el susto que pasarán los franceses. Hay que guardar el secreto: mucho cuidado, señores, y Vds., niñas, guárdense muy bien de ir contando estas cosas cuando vayan a la costura, porque puede llegar a oídos del gran duque de Berg… Yo creo que pasará lo siguiente. El ejército de Andalucía vendrá a la Mancha: los franceses irán a batirlos, dejando libre a Madrid, donde entrará D. Gregorio de la Cuesta, el cual si sigue después hacia el Mediodía, les picará la retaguardia por Tarancón, y como al mismo tiempo los de allí le harán retroceder hacia el Tajo, viéndose los franceses atacados por todos lados, por fuerza tendrán que caer en el río, donde se ahogarán.

      – ¡Cuánto sabe este hombre! Es un asombro que de esa manera pueda anunciar los movimientos del enemigo. Y no hay duda, así tiene que suceder.

      – Y como la sublevación es general – añadió Fernández-, no podrán acudir a todos lados. Además no pueden contar con un solo soldado español que les ayude, porque todos desertan; de modo que si Napoleón quiere continuar la guerra en España, ya puede mandar gente.

      – Y como de los que vienen, la mitad mueren de borrachera…

      – El mismo Murat está padeciendo unos cólicos que se lo llevarán al otro mundo.

      – ¡Quia! Si lo que tiene es una enfermedad vergonzosa.

      – Así pagará las que ha hecho. ¿Pues qué puede ser eso, sino castigo de Dios por su barbarie y crueldad?

      – No es eso, señora; es que según dicen es aficionado a la bebida.

      – ¡Menudas borracheras habrá tomado desde que está aquí! ¿Y se marchará o no se marchará?

      – Yo creo que sí – dijo Fernández. – Tengo entendido que está muy disgustado, porque Napoleón no le quiere hacer rey de España.

      – Angelito; pues no pide poco que digamos.

      – Y como parece que mandan de rey al que lo es de Nápoles, un D. José, al cual según dicen también le gusta aquello…

      – Se conoce que es afición de familia.

      – Lo que debiera hacer el Sr. Fernández – dijo el lañador-, es irse a cualquiera de esos ejércitos, donde sin duda se había de lucir, y quién sabe si nos lo harían general de la noche a la mañana.

      – Yo no sirvo para nada – contestó el Gran Capitán. – Yo tuve mi época, y ahora que trabajen otros como trabajamos los de entonces. Aquellas sí eran guerras, señores… Esto de ahora es una bobería, y sino, ya verán Vds. cómo en menos que canta un gallo se acaba todo.

      – Pero lo del ejército de Andalucía, ¿es cierto o es puro barrunto de Vd.? Sepámoslo de una vez.

      – Es cierto, señores.