no es imposible… la niña tendrá una dote regular y quizás pueda heredar el mayorazgo y el título, lo cual será según el tenor de las escrituras… ¡Ah pelafustán! Me parece que tú traes un proyectillo entre ceja y ceja. ¿Vas a Córdoba? Oye: recuerdo que la palomita te llamaba con exclamaciones muy tiernas, cuando medio muerta la conducíamos en la litera mi pasante y yo. ¡Ja, ja, ja! ¿Sabes de qué me río? De ese ganso de Juan de Dios, que estuvo aquí el otro día, y poniéndose de rodillas delante de mí, me dijo: «¡Deme Vd. a Inés porque me muero sin ella! ¡Démela Vd. hoy y máteme mañana!». Fue una comedia, Gabriel, y aunque nos reímos mucho, al fin nos cansó tanto que tuvimos que echarle a palos de la escribanía.
Atención sostenida presté yo a estas y otras muchas razones del licenciado Lobo, el cual para que nada faltara en su inexplicable benignidad y cortesanía, al tiempo de despedirme me dijo que quizás pudiera proporcionarme algunas lecciones de latín, si me hallaba con ánimos, puesto que era tan gran humanista, de ganarme el pan con la enseñanza. Dile las gracias y me retiré tan satisfecho del resultado de mis investigaciones, que el mismo día decidí marchar a Córdoba cuando estuviera restablecido.
¿Me seguirán Vds., o fatigados de estas aventuras dejarán que marche solo a resolver cuestiones que a nadie interesan más que al que esto escribe? No; espero que no nos separaremos tan a deshora, y cuando parece probable que siguiéndome asistan Vds. a algún espectáculo que les haga más llevadero el fastidio de mis personales narraciones. Vamos, pues, y tengan en cuenta que nos acompaña el Sr. de Santorcaz, a quien llevan a Andalucía asuntos de familia. Yo le manifesté que deseaba me llevase como escudero; mas él dijo que no tenía con qué pagar mis servicios, porque su bolsa no estaba en disposición de atender a gastos de servidumbre, y que harto se congratularía de llevarme como compañero y amigo. Así fue, en efecto, y como yo necesitara algunos días más de restablecimiento, él me esperó, y en uno de los últimos de Mayo o de los primeros de Junio, luego que me despedí de mis obsequiosos protectores, correspondiéndoles como pude, y de Juan de Dios, a quien oculté el objeto de mi expedición, nos pusimos en marcha.
V
Como Santorcaz era pobre, y yo más pobre todavía, nuestro viaje fue tan irregular, cual los que en antiguas novelas vemos descritos. No adoptamos sistemáticamente ninguna de las clases de incómodos vehículos conocidos en nuestra España; así es que en varias ocasiones marchábamos en galera, otras en macho, si nos franqueaban sus caballerías los arrieros que tornaban a la Mancha de vacío, y las más veces a pie. Hacíamos noche en las posadas y ventas del camino, donde Santorcaz lucía su prodigiosa habilidad en el no gastar, logrando siempre que se le sirviese bien. Para estas y otras picardías, mi compañero se hacía pasar por un insigne personaje, mandándome que le llamase Su Excelencia, y que me descubriese ante él siempre que nos mirase el mesonero. Yo lo cumplía puntualmente; y con tal artificio, más de una vez, además de no cobrarnos nada, salían a despedirnos humildemente rogándonos que les dispensáramos el mal servicio.
Más allá de Noblejas y Villarrubia de Santiago, y cuando después de una larga jornada sesteábamos, apartados del camino, junto a la ermita del Santo Niño, se nos agregó un mozo que nos dijo llevaba el mismo camino que nosotros, y que desde entonces fue nuestro inseparable compañero. Tenía como veinte años; llamábase Andresillo Marijuán, y aunque era natural de Aragón, iba a servir de mozo de mulas a un pueblo de Andalucía, en casa de la señora condesa de Rumblar, su ama y señora, pues en las fincas que esta poseía en tierra de Almunia de Doña Godina, había nacido aquel mancebo. Al punto su genio franco y alegre simpatizó con el mío, y nos hicimos muy amigos. Santorcaz nos trataba con superioridad aunque sin tiranía. Cuando al llegar a una posada cabalgando él en perverso macho y nosotros a pie, íbamos a tenerle el estribo y después a quitarle las espuelas, deshaciéndonos en cumplidos y cortesías, teníamos que apretar los dientes para no soltar la risa. Marijuán, que mejor que yo sabía fingir, era el encargado de ordenar al ventero que le diese al amo lo mejor de la despensa, porque Su Excelencia que iba de Regente a Sevilla, era hombre terrible, y castigaba con fiereza a los posaderos que no le servían bien.
Así atravesamos la Mancha, triste y solitario país donde el sol está en su reino, y el hombre parece obra exclusiva del sol y del polvo; país entre todos famoso desde que el mundo entero se ha acostumbrado a suponer la inmensidad de sus llanuras recorrida por el caballo de D. Quijote. Es opinión general que la Mancha es la más fea y la menos pintoresca de todas lastierras conocidas, y el viajero que viene hoy de la costa de Levante o de Andalucía, se aburre junto al ventanillo del wagon, anhelando que se acabe pronto aquella desnuda estepa, que como inmóvil y estancado mar de tierra, no ofrece a sus ojos accidente, ni sorpresa, ni variedad, ni recreo alguno. Esto es lo cierto: la Mancha, si alguna belleza tiene, es la belleza de su conjunto, es su propia desnudez y monotonía, que si no distraen ni suspenden la imaginación, la dejan libre, dándole espacio y luz donde se precipite sin tropiezo alguno. La grandeza del pensamiento de don Quijote, no se comprende sino en la grandeza de la Mancha. En un país montuoso, fresco, verde, poblado de agradables sombras, con lindas casas, huertos floridos, luz templada y ambiente espeso, D. Quijote no hubiera podido existir, y habría muerto en flor, tras la primera salida, sin asombrar al mundo con las grandes hazañas de la segunda.
D. Quijote necesitaba aquel horizonte, aquel suelo sin caminos, y que, sin embargo, todo él es camino; aquella tierra sin direcciones, pues por ella se va a todas partes, sin ir determinadamente a ninguna; tierra surcada por las veredas del acaso, de la aventura, y donde todo cuanto pase ha de parecer obra de la casualidad o de los genios de la fábula; necesitaba de aquel sol que derrite los sesos y hace locos a los cuerdos, aquel campo sin fin, donde se levanta el polvo de imaginarias batallas, produciendo al transparentar de la luz, visiones de ejércitos de gigantes, de torres, de castillos; necesitaba aquella escasez de ciudades, que hace más rara y extraordinaria la presencia de un hombre, o de un animal; necesitaba aquel silencio cuando hay calma, y aquel desaforado rugir de los vientos cuando hay tempestad; calma y ruido que son igualmente tristes y extienden su tristeza a todo lo que pasa, de modo que si se encuentra un ser humano en aquellas soledades, al punto se le tiene por un desgraciado, un afligido, un menesteroso, un agraviado que anda buscando quien lo ampare contra los opresores y tiranos; necesitaba, repito, aquella total ausencia de obras humanas que representen el positivismo, el sentido práctico, cortapisas de la imaginación, que la detendrían en su insensato vuelo; necesitaba, en fin, que el hombre no pusiera en aquellos campos más muestras de su industria y de su ciencia que los patriarcales molinos de viento, los cuales no necesitaban sino hablar, para asemejarse a colosos inquietos y furibundos, que desde lejos llaman y espantan al viajero con sus gestos amenazadores.
VI
Tal es la Mancha. Al atravesarla no podía menos de acordarme de D. Quijote, cuya lectura estaba fresca en mi imaginación. Durante nuestras jornadas nos aburríamos bastante, menos cuando Santorcaz nos contaba algún extraordinario suceso de los muchos que en lejanos países había presenciado. Una vez nos dejó con la boca abierta contándonos la fiesta de la coronación de Bonaparte, con todos sus pelos y señales, y otra nos puso los pelos de punta refiriendo la más famosa batalla de las muchas en que se había encontrado. Cuando nos hizo el cuento, íbamos caballeros en sendos machos que nos facilitaron por poco dinero unos arrieros de Villarta, y no estoy seguro si habíamos traspasado ya el término de Puerto Lápice o íbamos a entrar en él. Lo que sí recuerdo es que por huir del calor, emprendimos nuestra jornada mucho antes de la salida del sol, y que la noche estaba brumosa, el cielo encapotado y sombrío, la tierra húmeda, a consecuencia del fuerte temporal de agua que descargara el día anterior.
Debo indicar el paisaje que teníamos delante, porque no menos que la pintoresca relación de Santorcaz, contribuyó aquel a impresionar mis sentidos. El camino seguía en línea recta ante nosotros: a la izquierda elevábanse unos cerros cuyas suaves ondulaciones se perdían en el horizonte formando dilatadas curvas: en el fondo y muy lejos se alcanzaba a ver una colina más alta, en cuya falda parecían distinguirse las casas de un pueblo: a la derecha el suelo se extendía completamente llano, y en su inmensa costra la tarda corriente de un arroyo y el agua de la lluvia, formaban multitud de pequeños charcos, cuyas superficies, iluminadas por la luna, ofrecían a la vista la engañosa perspectiva de una gran laguna o pantano. He hablado de la luna, y debo añadir que aquel astro, desfigurador de las cosas