Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: Luchana


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al paso, volviendo atrás la vista. Gracia y Don José María lloraban. Demetria, un tanto descolorida, conservaba su hermosa serenidad, mordiéndose los labios. Le vio alejarse con tristeza grave. Doña María agitaba su pañuelo.

      Picaron espuelas amo y escudero, y al llegar a la vuelta del camino donde perderían de vista a la noble familia, se pararon para darle el último adiós. Las dos niñas y la señora azotaban el aire con sus pañuelos; Navarridas repetía estas demostraciones con su paraguas en una mano y el sombrero en la otra… Y ya no se vieron más.

      A la hora y media de camino, D. Fernando, que iba cabizbajo y melancólico, sintió un súbito anhelo de volver atrás. Tan repentino fue, y al propio tiempo tan vivo, que maquinalmente paró el caballo y preguntó a Sabas: «¿Dónde estamos? ¿Cuánto hemos andado?».

      – ¿Qué, señor, se ha olvidado algo? ¿Tenemos que volvernos?

      – No, es que… En efecto, se me olvidó algo; pero no me hace falta. Sigamos.

      – Se está tan bien en la casa de Castro, señor, que siempre que uno sale, cree que se deja algo en ella. ¿Y qué es lo que se deja? La querencia, señor, la querencia de casa tan buena.

      Permaneció D. Fernando silencioso, y con igual economía de palabras continuó larguísimo trecho, hasta que, ya de noche, aproximándose a La Bastida, entablaron amo y escudero el siguiente diálogo:

      «Bueno, Sabas: ya que se nos va pasando el amargor de la despedida… las despedidas ¡ay!, son siempre muy penosas, y más cuando uno se separa de personas tan buenas, tan puras, tan… en fin, ya que avanzamos en nuestro camino, y vuelven a posesionarse de esta cabeza mía los pensamientos que motivan mi viaje, te diré que me han movido a tomarte a mi servicio, además de tus buenas prendas, otras razones… No me entiendes. Recordarás que anoche, hablando tú y yo de la Corte carlista, donde padeciste cautiverio y mil penalidades, dijiste, entre otras cosas, ya terribles, ya joviales, algo que ha sido para mí la única luz que distingo en la obscuridad que me rodea».

      – ¿Qué dije, señor, que pueda ser luz de su merced? Ya no me acuerdo.

      – Que el jueves llegaron de Vizcaya dos hombres, los cuales habían servido hasta el mes pasado en la Maestranza carlista; que el uno es compadre tuyo, y que marchó a un pueblecillo cerca de Miranda, de donde es natural. Aquí tienes la razón de que yo corra hacia Miranda. Necesito hablar con ese hombre esta noche misma, si es posible. Llévame allá, que para eso, y nada más que para eso, vienes conmigo.

      – Verdad, señor: el que vino de allá, escapado, corrido, muerto de hambre, y sin ganas de volver, es Bonifacio Gay, primo y compadre mío, y ahora está con su familia en Leciñana del Camino, a legua y media de Miranda.

      – Pues allá nos vamos.

      – Si el señor tiene prisa, con seis horas de descanso en La Bastida será bastante para el ganado. Si salimos al alba, llegaremos a Miranda entre ocho y nueve. Tomamos un bocado, y a la hora de comer caemos en Leciñana.

      – Perfectamente… ¿Estás bien seguro de que tu primo trabajaba en la Maestranza?

      – Donde hacen las balas, sí, señor. Es herrero y fundidor, y entiende de toda suerte de artificios, verbigracia: norias, relojes, molinos y chocolateras. Diez meses se ha llevado trabajando para la facción, y visto que no había de aquí, y que sobre no pagarle le acusaban de masón, se escabulló y con mil trabajos pudo llegar a Salvatierra, de donde tomó el camino de su pueblo, pasando por La Guardia el jueves, como dije a Su Merced.

      – Quisiera tener alas para llegar de un vuelo a ese lugar – dijo Fernando, picando espuelas, – pues cuando se me mete en el alma la curiosidad, no sé lo que es paciencia, y quisiera convertir las horas en minutos.

      La conversación de los jinetes saltaba de tema en tema: la guerra, la paz, las cosechas, y fueron a parar al punto de partida de su jornada. «¿Qué estarán haciendo ahora en la casa de Castro? Se habrán puesto a cenar. De seguro se preguntan unos a otros: – ¿En dónde estarán ya D. Fernando y Sabas? ¿Habrán llegado a La Bastida?…». «La vida no es más que esto, señor – dijo el escudero, – y ella y la muerte son lo mismo: unos se van y otros que se quedan… unos que vienen y otros que están, porque vinieron antes, los cuales un día les tocará también ser… idos. Todos, señor, fuimos venidos y seremos idos».

      Nada les ocurrió en La Bastida, digno de referencia; nada tampoco en Miranda, a donde llegaron al siguiente día. Vieron mucha tropa ociosa; no había operaciones; el ejército del Norte aguardaba que sus generales tuvieran un plan. Todo el interés de la guerra lo absorbían entonces las atrevidas expediciones de Gómez y de D. Basilio. El primero se paseaba por las Castillas y Extremadura como por su casa, y el segundo regresaba a las Provincias después de haber asolado la Rioja, Soria, y corrídose por el riñón de Castilla hasta muy cerca de La Granja.

      Sin detenerse en Miranda más que lo preciso para dar pienso y descanso a las caballerías, continuaron Calpena y Sabas su marcha, hasta parar en Leciñana del Camino, lugar mísero rodeado de arideces, no lejos del Ebro y al pie de la sierra de Turiso. Con tan buena suerte y tan a punto llegaron, que no hubo necesidad de indagaciones para encontrar al Sr. Gay, pues en las primeras casas del pueblo dieron con él, a la puerta de un herradero, en ocasión en que con otros hombrachos se ocupaba en calzar unos mulos. «Bonifacio – le dijo su compadre, sin más ceremonia, – venimos en tu busca, porque este caballero noble quiere plática contigo».

      Un tanto receloso y huraño en los primeros momentos, después franco y comunicativo, Gay, que era un hombre membrudo, como de cincuenta años, la cabeza blanqueada por canicie precoz, las manos ennegrecidas por la forja, dio los últimos martillazos en la pezuña del animal, y mandando traer un jarro de vino, entró con su compadre y el caballero en la única pieza vividera de la herrería. Atizándose tragos de mosto, respondió a las preguntas de Calpena con estas o parecidas expresiones.

      IX

      ¡Que si conozco al Sr. Negretti!… ¡Si era yo el obrero que más quería D. Ildefonso, y a D. Ildefonso le quería yo como a mi padre, por más que seamos los dos de la misma edad, año más, año menos! Y no se hallará otro, lo digo yo, que mejor entienda de todas las mecánicas del mundo, así como no le hay de tanta conciencia para el trabajo, pues a cuanto sale de sus manos o de las manos que obedecen su idea, no hay que ponerle pero… Es lo que el señor dice: tal hombre no cuadra en el servicio de aquella gente y de aquel Gobierno tan eclesiástico. Tanto a él, como a todos los demás que no éramos de Guipúzcoa, nos traían entre ojos, y como por la influencia del sacerdocio, que allí siempre está de centinela, había entre nosotros tantos soplones y cuenteros, pronto empezaron a decir si D. Ildefonso era masón volterano, que si no confesaba, que si tal… Hasta que un día, allá por Julio, hallándonos en Durango, los mequetrefes de la Comisión que son los registradores de cartas, todos ellos muy aclerigados, legos de convento, mandaderos de monjas y viceversa, salieron con la gaita de que D. Ildefonso se carteaba con ese Ministro de Madrid que les ha limpiado a los frailes el santo pesebre… Justo, el Sr. Mendizábal. Resultado: que al maestro le llevaron preso a Tolosa, por delito que llaman de ilesa majestad. Salió a su defensa el Infante D. Sebastián, diciendo al Rey que cerraba la Maestranza si le quitaban al hombre que más valía en ella y que mejor hacía las cosas. Resultado: que le soltaron; pero no le dejaban vivir, y a donde quiera que iba le seguían dos o tres iscariotes, y el hombre andaba tan aburrido, que hasta perdió las ganas de comer. Por aquellos días nos pusieron un comandante nuevo de director de talleres. Era una acémila muy aclerigada, que no entendía jota de nuestro oficio. Había sido seminarista, ordenado de menores; después sirvió en las guerrillas de Guergué, y en la Corte tuvo padrinos de la camarilla frailuna que le hicieron capitán de golpe y porrazo; y como el Rey es así, que no ve más que por los ojos de cuatro cebones que están siempre gruñendo a su lado, aún pensaba que andaba corto en su carrera el tal Gorostia, en lengua de ellos acebo, y hágote comandante de ingenieros. Pues una mañana estábamos trabajando como locos para terminar unas granadas, cuando el tal comandante le dijo al maestro que aquello estaba mal: trabáronse de palabras, y D. Ildefonso, que es hombre de malas pulgas, de mucho pundonor, y tiene las manos de hierro, de tanto andar con él, le arreó una bofetada tan tremenda que le puso patas arriba,