usted de Francia! – exclamó Hillo picado de curiosidad ardiente. – Y en Francia ha dejado a sus padres…
– Yo no tengo padres. No los he conocido nunca.
– Entonces tendrá usted tíos.
– Tampoco. Yo me crié en Vera, en casa de un sacerdote, que murió hace tres años. Sus hermanos me mandaron a París, a una casa de comercio. Un año he vivido en la capital de Francia. Después pasé a Olorón…
– Pero es usted español, seguramente.
– Creo que sí… digo, sí: español soy.
– Habla usted nuestra lengua con gran corrección.
– Lo mismo hablo el francés.
Más avivada a cada momento la curiosidad del buen clérigo, arreció en sus preguntas: «Y dígame, si no hay inconveniente en que yo lo sepa: ¿viene usted a estudiar una carrera, o a ocupar una placita en nuestra administración?».
– Vengo a buscarme una manera de vivir honrada y modesta.
– ¿Tiene usted aquí familia, parientes, amigos…?
– No lo sé… Creo que no… creo que sí.
– Traerá usted cartas de recomendación.
– No, señor… Mis tíos (y llamo tíos al hermano y parientes del cura de Vera, en cuya casa me he criado) enviáronme a Madrid, sin decirme más que lo que va usted a oír: «Anda, hijo, que aquí no saldrás nunca de la pobreza oscura, y allá… allá puedes encontrar protecciones donde y cuando menos lo pienses». Me hicieron el equipaje con la poca ropa que tenía, me costearon el viaje, diéronme algo para los primeros días, y aquí me tiene usted…
– Esperándolo todo de la suerte, de lo desconocido… ¡Ah, señor de Calpena, usted pitará! No le faltarán contratiempos, afanes; pero no es usted, me parece, de los que se ahogan en este piélago. Y dígame otra cosa: ¿ese buen párroco de Vera…?
– Un gran humanista, señor, más versado en los clásicos latinos y griegos que en Teología y Cánones.
– Bien se le conoce a usted, en su manera de expresarse, la sabia mano que le ha pulimentado.
– Sabía mucho mi padrino – dijo D. Fernando con tristeza; – y aunque él se esforzó en darme todo su saber, yo no he tomado sino parte mínima.
– ¿Modestia tenemos? Pues a mí me da en la nariz, Sr. D. Fernandito, que usted ha de ser un grande hombre. Este tarambana de Nicomedes me aseguraba ayer que el porvenir será de los románticos, así en literatura como en política. Yo sostengo lo contrario. La sociedad se va hartando de contorsiones y de hipérboles, y el clasicismo, la corrección, la serenidad, la devoción de las buenas reglas, han de gobernar el mundo. ¿No cree usted lo mismo?
D. Fernando, profundamente abstraído, fijaba sus ojos en el ya vacío pocillo de chocolate.
«Yo no puedo tener opinión, no acierto aún a formar juicio de nada – murmuré al fin-: soy un chiquillo».
– Pues lo dicho… No sé por qué me figuro que entrará usted en esta diabólica villa con pie derecho. En todas las cosas y casos de la vida… esto es observación mía, que no me falla… los primeros pasos dan la norma de la suerte total.
– Pues si es así, amigo Hillo – dijo Calpena, revelando en su agraciado rostro más confusión que alegría, – yo he de ser el niño mimado de la fortuna, porque en mis primeros pasos en Madrid no piso más que flores.
– Bien, hombre, bien: hay hombres predestinados a la dicha, como los hay al sufrimiento, y de estos, alguno conozco yo, sí, señor, y más de lo que quisiera… Y puedo asegurarle que no siento envidia de usted, siendo, como soy, desgraciado a nativitate. Créame: el suelo que yo piso es todo abrojos y guijarros cortantes… Pero ando… ando siempre, y adelante. Lo repito: no soy envidioso, y cuando veo a un hombre con suerte, me alegro, le doy mis plácemes, y digo: «Bendito sea Dios que, por hacer de todo, también hace seres felices».
– No estoy yo seguro de serlo, ni me fío de estas venturas, que bien podrían ser engañosas, traicioneras.
– No digo que no… Pero cuando viene la dicha, hay que tomarla sin remilgos. La Fortuna, deidad caprichuda, descaradota, se muestra más liberal con los que no se asustan de sus favores. Los modestos y encogiditos no le entran por el ojo derecho. Sea usted arrogante, acometedor; confíe en sí mismo y en su estrella; láncese sin miedo, arrancando, a toda clase de empresas, ya políticas, ya literarias, ya mercantiles, que de fijo en todas alcanzará la meta. Ejemplos, aunque no muchos, tiene usted aquí de hombres privilegiados, que nacieron en la mayor humildad, y luego mansamente, sin hacer nada por sí, se ven levantados del polvo, y conducidos por manos de ángeles a los cielos de la prosperidad y de la gloria. Vea usted a este señor Mendizábal, que se nos ha entrado por las puertas de España. Le encargaron a Inglaterra para Ministro de Hacienda, como se encargan los niños a París, y por llegar, con la sola fuerza de su desahogo, que se impone a todo el mundo, se ha calzado la Presidencia del Consejo y cuatro Ministerios. ¿Y quién es Mendizábal? Un hombre sin estudios, que no aprendió más que a leer y escribir, y algo de cuentas. ¿Pues qué es esto más que suerte? Y los afortunados ¿qué son sino hombres que se pasan el mundo por debajo de la pata, y han tirado la modestia y los miramientos, como se tira la careta de trapo que molesta y acalora el rostro?
– No estamos conformes – dijo D. Fernando, más comedido en sus pocos años que el viejo Hillo, – en esa manera de apreciar las causas del éxito en la vida pública. Además, no admito que el Sr. Mendizábal sea hombre tan ignorante, ni que carezca de autoridad para desempeñar uno, dos o media docena de Ministerios. Cierto que no sabe latín; pero es muy práctico en asuntos mercantiles. Dígame usted, con la mano puesta en el corazón, si cree que para gobernar a los pueblos es indispensable tratar de tú a Horacio y Virgilio.
– ¡Qué sé yo!… Una pasadita de Cicerón no les viene mal a los señores que andan en la política. Pero, en fin, concedo…
– Preveo el argumento que usted va a emplear ahora mismo, y me anticipo a refutarlo.
– Bien, hombre, bien – dijo gozoso D. Pedro, sintiéndose maestro de Humanidades. – Ha empleado usted con verdadera elegancia una forma de raciocinio que los retóricos llamamos prolepsis… Eso es: anticiparse a la objeción, prevenir los argumentos del contrario, refutarlos antes que los emita…
– Justamente; y usted ahora, con maestría indudable, ha empleado la expolición o amplificación…
– Que también llamamos conmoración… ¿no es eso?
– Y que cuando degenera en abuso se denomina tautología y perisología… Volviendo a mi prolepsis, prosigo. Usted me dirá que, si no es necesario saber latín para regir a las naciones, tampoco estriba la conciencia de gobierno en el arte o manejo de los negocios mercantiles; es decir, que si mal nos gobiernan los humanistas, no lo harán mejor los comerciantes.
– Efectivamente.
– A eso respondo que el Sr. Mendizábal no es un simple mercader, de esos que compran y venden géneros: es, si se me permite decirlo así, comerciante político, y no me busque usted en este concepto la anfibología, que no la hay. Comerciante político quiere decir: el que entiende de manejar el crédito de los países y distribuir su Hacienda, de imponer y recaudar tributos…
– El Sr. Mendizábal era el año 23 un traficante gaditano; menos aún, dependiente en la casa del Sr. Bertrán de Lis, y se metió a contratista de las provisiones del Ejército, con lo cual hizo su pacotilla en pocos años.
– Sus opiniones avanzadas y la viveza de su genio, le arrastraron a la empresa de abastecer al Ejército y Marina en condiciones tales, que su servicio fue, más que negocio, un caso de abnegación y patriotismo. Todavía no se han liquidado aquellas cuentas, y las ganancias de D. Juan de Dios, si las tuvo, están aún en poder de la nación.
– Porque usted lo dice lo creo… Persona de mi mayor confianza me ha contado a mí que Mendizábal,