que esto sea patriotismo; pero es un patriotismo… romántico, y lo romántico sepa usted que a mí no me gusta. En literatura me apesta, y a ese francés que llaman Víctor Hugo le mandaría yo cortar el pescuezo: en política tengo por más funesto aún el romanticismo.
– Puede que esté usted en lo cierto; pero el Sr. Mendizábal es ante todo hacendista, y en esto no creo yo que quepan romanticismos. Los números ¡ay!, los números, amigo mío, son clásicos.
– Allá lo veremos; y pues ya tenemos al hombre con las manos en la masa, pronto hemos de saber si yo me equivoco o se equivoca usted.
– Yo no profetizo: yo espero, y…
– ¿Cree usted firmemente que D. Juan Álvarez enderezará esta desquiciada nación?
– No lo aseguro; pero confío en que lo hará.
– Pues yo no.
– ¿En qué se funda?
– No dudo que le sobren buena intención, voluntad firme, actividad, talento; pero…
– ¿Pero qué?
– Que con sus buenas cualidades incurrirá en el defecto de todos los ilustres señores que nos vienen gobernando de mucho tiempo acá. Talento no les falta, buena voluntad tampoco. Y fracasan, no obstante, y continuarán fracasando unos tras otros. Es cuestión de fatalidad en esta maldita raza. Se anulan, se estrellan, no por lo que hacen, sino por lo que dejan de hacer. En fin, amiguito, nuestros mandarines se parecen a los toreros medianos: ¿sabe usted en qué? Pues en que no rematan…
– ¿Qué significa eso?
– No se ría usted del toreo, arte que me precio de conocer, aunque no prácticamente. Y sepa usted, niño ilustrado, que hay reglas comunes a todas las artes… De mi conocimiento saco la afirmación de que nuestros ministriles no rematan la suerte.
– ¿Y cree usted que Mendizábal…?
– Hará lo que todos. Empezará con mucho coraje, y un trasteo de primer orden… pero se quedará a media suerte. Usted lo ha de ver… Que no remata, hombre, que no remata… Y créame usted a mí: mientras no venga uno que remate, no hemos adelantado nada.
V
Alejose hacia su cuarto, accionando festivamente, y en dirección al suyo iba también Calpena, cuando le detuvo el patrón señor Méndez, y le dijo entre risueño y respetuoso:
«Ahí tiene usted el sastre».
– ¿Qué sastre?
– Pues el cortador mayor del Sr. Utrilla, que viene a tomarle medida. Le mandé pasar a la sala, donde espera hace un cuarto de hora.
– Ese señor se equivoca. Yo no he llamado a ningún sastre.
– Aunque no le haya usted llamado, él viene, y cuando viene, él sabrá por qué. Déjese tomar medida, y que le hagan cuanta ropita necesite para ponerse bien guapo.
– ¿Pero está usted loco?… ¿No hay más que encargar ropa? Y luego… Sr. Méndez… luego vienen las cuentas, ¿y qué hacemos? ¿Soy acaso un Sr. Mendizábal, que con cuatro rasgos de pluma fabrica millones?
– Las cuentas no son cuenta de usted, sino de quien las pague. Entre el señor en su cuarto, y escoja las telas, y déjese que le midan el cuerpo a lo largo y a lo ancho…
– Que pase ese hombre – dijo Calpena prestándose a todo, con la esperanza de salir de la confusión en que, desde su venturosa llegada a Madrid, vivía.
En presencia del oficial, hombre finísimo, colorado y regordete, que iba cargado de muestras de diferentes paños, D. Fernando no pudo resistir a la fascinación que ejercía sobre él, joven y gallardo, la idea de vestirse elegantemente. Ante todo quiso saber cómo y por qué los afamados sastres acudían en busca de parroquia sin que nadie les llamase; pero sus interrogaciones prolijas y capciosas no lograron aclarar el enigma. «Mi principal, el señor Utrilla – le dijo aquel relamido sujeto, – me ha mandado acá con muestras y encargo de tomar a usted medida para diferentes piezas. Hubiera venido él en persona con mucho gusto; pero está malo de un pie, y hoy no puede salir de casa. De quién ha recibido las órdenes para estas hechuras, yo no lo sé, señor mío, ni es cosa que me corresponde averiguar».
– Pues yo – afirmó Calpena, – no me dejo medir el cuerpo mientras no sepa… ¿Será tal vez alguna broma impertinente?
– Eso, de ningún modo… Utrilla no se presta a tales bromas… Crea usted que, cuando me ha mandado aquí, es porque ha recibido órdenes de personas que saben el cómo y por qué de lo que encargan. Con que… tomemos esos puntos, y no piense usted en nada más que en vestirse como le corresponde.
– Accedo, sí, señor – replicó D. Fernando en el tono de quien se presta a seguir un bromazo de buen género, y seducido además por la idea de ver realizada su ilusión juvenil de vestir buena ropa. – ¿Sabe usted el cuento del perrito y del trasquilador?
– Sí, señor – dijo el otro, ayudándole a quitarse levita y chaleco. – Es un cuento viejísimo…
– Pues ahora mida usted todo lo que quiera, y hágame todas las prendas de vestir que haya dispuesto… el amo del perrito.
– Me han dicho que dos levitas, fraques, un traje de mañana… cuatro pares de pantalones variados.
– Ande usted, maestro… Y si quiere dejarle borlita en el rabo, déjesela usted.
– La ropa más precisa para un joven introducido en sociedad. ¿Qué menos? ¡Ah!, me olvidaba. También le haremos capa de sedán finísimo, con forros de piel de chinchilla.
– Me parece muy bien… ¿Y las levitas, cómo han de ser?
– El Sr. de Utrilla acaba de llegar de Londres… Precisamente al bajar de la diligencia se estropeó el pie. Pues ha traído las últimas novedades que se han puesto al uso en aquella capital. Las levitas son ahora cortas y de poco vuelo en los faldones; pero siguen muy entalladas, marcando bien la cintura. Las que ha traído el Sr. Mendizábal, y que tanto llaman la atención, son ya antiguas, y en Londres no las usan más que los lores, que es como si dijéramos los señores próceres protestantes, que tienen asiento en lo que llaman Parlamento inglés, o sea en las Cortes liberales de allá.
– Hombre, bien… ¿Con que entalladas y de faldón corto?
– Menos largo que el año pasado – dijo el sastre, tomando y anotando las medidas con singular presteza. – Los cuellos son ahora más largos, y bien caídos sobre los hombros; los botones grandes… Haremos una de las levitas, si a usted le parece, con cordones a la húngara…
– Perfectamente. Despáchese usted a su gusto… ¿Y los paños?
– Fíjese usted en este color verde obscuro, que es la gran novedad que ha traído Utrilla. Se llama Lord Grey, y es el gran furor en Londres.
– Pues hagamos furor aquí… Pero las dos levitas no serán iguales.
– Haremos azul gendarme, Conde Orsay, la de cordones. ¿Qué le parece?
– Acertadísimo… ¿Y cuándo podré estrenar?
– Lo activaremos todo lo posible… Tenemos mucho trabajo, y velamos para servir a tantísima parroquia.
– Pero no me dejarán ustedes para lo último, como parroquiano pobre…
– Será usted de los primeros… Y que tiene un talle de primer orden, y una forma de cuerpo que no hay más que pedir. Le caerá a usted la ropa que ni pintada.
– Y en fraques, ¿qué se lleva?
– Los fraques son ahora sin cartera; faldones nada de anchos, y los cuellos de la misma forma que las levitas. El Sr. Mendizábal los trae negros, verdaderamente fachonables por el corte y lo bien sentados.
– ¿Y el mío será también negro?
– No, señor: a usted, por la edad, le corresponde… café claro.
– ¡Magnífico!…