Lluch, la patrona de Mallorca. Un ermitaño vino huyendo de allá, no se sabía por qué: tal vez por alguna sarracina de las de aquella época de guerras y atropellos, y para salvar a la Virgen de profanaciones, se la trajo a Alcira, edificando aquel santuario. Llegaron después los de Mallorca para restituirla a su isla, pero como la celestial señora les había tomado ley a Alcira y a sus habitantes, volvió volando sobre el mar sin mojarse los pies, y los baleares, para ocultar este suceso, labraron una imagen igual. Todo era cierto, y como prueba allí estaba el primer ermitaño enterrado al pie del altar, y allí la Virgen con su carita negra a consecuencia del sol y la humedad del mar que la ennegrecieron en su milagroso viaje.
La señora escuchaba al buen hombre sonriendo ligeramente; su doncella aguzaba el oído con el miedo de perder alguna palabra de un idioma comprendido a medias, y sus ojazos de campesina crédula, iban de la imagen al narrador, expresando admiración por tan portentoso milagro. Rafael las había seguido dentro de la ermita, y se aproximaba a la desconocida que afectaba no verle.
– Esta es una tradición – se atrevió a decir cuando el rústico acabó su relato. – Ya comprenderá usted, señora, que aquí nadie acepta tales cosas.
– Así lo creo – contestó gravemente la hermosa desconocida.
– Traición o no, Don Rafael – gruñó el ermitaño con descontento – así lo contaba mi abuelo y todos los de su época, y así lo cree la gente. Cuando tanto se ha dicho, por algo será.
En la mancha de sol que proyectaba el hueco de la puerta sobre las baldosas, se marcó la sombra de una mujer.
Era una hortelana pobremente vestida. Parecía joven, pero su cara pálida y flácida como de papel marcando los salientes y cavidades de su cráneo, los ojos hundidos y mates y las mechas de cabello sucio que se escapaban por bajo el anudado pañuelo, dábanla aspecto de enfermedad y miseria. Caminaba descalza, con los zapatos en la mano, balanceándose penosamente, con las piernas abiertas, como si experimentara inmenso dolor al poner las plantas en el suelo.
El ermitaño la conocía mucho, y mientras la infeliz, jadeante por la ascensión, y el dolor de sus pies desnudos, se dejaba caer en un banquillo, contaba él su historia en pocas palabras a la señora y a Rafael.
Estaba muy enferma; una dolencia de la matriz que acababa con ella rápidamente. No creía en los médicos que, según ella, «la engañaban con palabras»; además repugnaba a su pudor de buena mujer, cristianamente educada, prestarse a vergonzosas exhibiciones de los órganos enfermos. Conocía el único remedio: la Virgen del Lluch acabaría por curarla. Y todas las semanas, descalza, con los zapatos en la mano, subía la penosa cuesta, ella que en su huerto apenas podía moverse de la silla y necesitaba que el marido la arrease para cuidar la casa.
El ermitaño se aproximó a la enferma, tomando una pieza de cobre que llevaba en la mano. Quería unos gozos como siempre, ¿eh?
– ¡Visanteta, uns gochos! – gritó el rústico asomando a la puerta.
Y entró en la iglesia su hija, una mocetona morenota y sucia, con ojos africanos: una beldad rústica que parecía escapada de un aduar.
Se acomodó en un banco, volviendo la espalda a la virgen con el gesto de mal humor del que se ve obligado a hacer todos los días la misma cosa, y con una voz bronca, desgarrada, furiosa, que hacía temblar las paredes del santuario, comenzó una melopea lenta, cantando la historia de la imagen y sus portentosos milagros.
La enferma, arrodillada ante el altar sin soltar los zapatos, mostrando por entre las faldas las plantas de los pies amoratadas y sangrientas por los arañazos de las piedras, repetía el estribillo al final de cada estrofa, implorando la protección de la Virgen.
Su voz sonaba débil, triste, como un vagido de niño enfermo. Tenía los macilentos ojos fijos en la imagen con una expresión dolorosa de súplica, y se cubrían de lágrimas mientras la voz sonaba cada vez más trémula y lejana.
La hermosa desconocida mostraba cierta emoción ante el espectáculo. La doncella arrodillándose y siguiendo con movimientos de cabeza el sonsonete del canto, rezaba en un idioma que al fin conoció Rafael; era italiano. La señora miraba a la enferma con ojos de conmiseración.
– ¡Qué gran cosa es la fe! – murmuró con suspirante voz.
– Sí, señora; una cosa hermosa.
Y Rafael hubiera añadido alguna frase retórica y brillante de las muchas que había leído en los autores sanos, sobre las grandezas de la fe; pero en vano rebuscó en su memoria; no había nada: aquella mujer turbaba profundamente su timidez de solitario.
Terminaron los gozos. Con la última estrofa desapareció la cerril cantante, y la enferma se incorporó trabajosamente, poniéndose en pie tras varias tentativas dolorosas.
El ermitaño se acercó a ella con la obsequiosidad de un tendero que ensalza los géneros del establecimiento. – ¿Iba aquello mejor? ¿Probaba la visita a la Virgen?… La pobre enferma, cada vez más pálida, revelando con una mueca de dolor las terribles punzadas que sufría en sus entrañas, no se atrevía a contestar por miedo a ofender a la milagrosa señora. «¡No sabía!… Sí… realmente debía estar mejor… ¡Pero aquella subida!… Esta promesa no había dado tan buen resultado como las anteriores, pero tenía fe: la Virgen sería buena para ella y la curaría».
A la salida de la iglesia, mientras revelaba su esperanza con palabras entrecortadas, fue tanto el dolor, que casi se tendió en el suelo. El ermitaño la colocó en su silla y corrió después a la cisterna para traerla un vaso de agua.
La doncella italiana, con los ojos desmesuradamente abiertos por el susto, quedó ante la pobre mujer consolándola con palabras sueltas que le arrancaba la lástima «¡Povera! ¡poverina!… ¡coraggio!» Y la hortelana, en medio de su desfallecimiento, abría los ojos para mirar a la extranjera, no comprendiendo las palabras, pero adivinando su ternura.
La señora salió a la plazoleta. Parecía hondamente impresionada por aquel dolor. Rafael la seguía fingiéndose distraído, algo avergonzado de su insistencia, y deseando al mismo tiempo una oportunidad para reanudar la conversación.
Respiró con amplitud la señora al verse en aquel espacio abierto, inmenso, donde la vista se perdía en el azul del horizonte.
– ¡Dios mío! – dijo como si hablase con ella misma. – ¡Qué tristeza y qué alegría al mismo tiempo! Esto es muy hermoso. ¡Pero esa mujer!… ¡esa pobre mujer!
– Hace ya años que la veo así, – dijo Rafael, fingiendo conocerla mucho, a pesar de que hasta entonces rara vez se había fijado en la pobre hortelana. – Todos los de su clase son gente muy especial. Desprecían a los médicos, no les atienden, y se matan con estas bárbaras devociones, de las que esperan la salud.
– ¡Quién sabe si lo suyo es lo mejor! El mal es invencible, y la ciencia puede contra él tanto como la fe. A veces, menos aún… ¡Y pensar que reímos y gozamos mientras el mal pasa por nuestro lado rozándonos sin ser visto!…
A esto no supo Rafael qué contestar. ¿Pero qué mujer era aquella? ¡Qué modo de expresarse, caballeros! Acostumbrado el pobre muchacho a las vulgaridades y soseces de las amigas de su madre, y bajo la impresión de aquel encuentro que tan profundamente le turbaba, creía estar en presencia de un sabio con faldas, un filósofo venido de allá lejos, de alguna sombría cervecería alemana, para turbarle bajo el disfraz de la belleza.
La desconocida quedó en silencio, con los ojos fijos en el horizonte. En su boca, grande, de labios sensuales y carnosos, por entre los cuales asomaba la dentadura espléndida y luminosa, parecía apuntar una sonrisa acariciando el paisaje.
– ¡Qué hermoso es esto! – dijo sin volverse hacia su acompañante. – ¡Cómo deseaba volver a verlo!
Por fin llegaba la ocasión para hacer la ansiada pregunta: ella misma se la ofrecía.
– ¿Es usted de aquí? – preguntó con voz trémula, temiendo que su curiosidad fuese repelida por el desprecio.
– Sí, señor – se limitó a contestar la señora.
– Pues es particular.