y en el fondo, sirviendo de límite a esta apoteosis de luz y color, el Mediterráneo; el golfo azul y temblón, guardado por el cabo de San Antonio y las montañas de Sagunto y Almenara que cortaban el horizonte con sus negras gibas como enormes cetáceos.
Mirando Rafael en una hondonada las torres del ruinoso convento de la Murta, casi ocultas entre los pinares, evocaba la tragedia de la reconquista; lamentaba la suerte de aquellos guerreros agricultores cuyos blancos alquiceles aún parecían flotar entre los naranjos, los mágicos árboles de los paraísos de Asia.
Era un cariño atávico. La herencia mora que llevaba en su carácter melancólico y soñador, le hacía lamentar – contrariando sus creencias religiosas – la triste suerte de los creadores de aquel edén.
Se imaginaba los pequeños reinos de los walís feudatarios; señoríos semejantes al de su familia, sólo que en vez de estar cimentados en la influencia y el proceso, se sostenían con la lanza de aquellos jinetes que así labraban la tierra como caracoleaban en juntas y encuentros con una elegancia jamás igualada por caballero alguno. Veía la corte de Valencia con sus poéticos jardines de Ruzafa, donde los poetas cantaban versos melancólicos a la decadencia del moro valenciano, escuchados por las hermosas, ocultas tras los altos rosales. Y después sobrevenía la catástrofe. Llegaban como torrente de hierro los hombres rudos de las áridas montañas de Aragón, empujados al llano por el hambre; los almogávares desnudos, horribles y fieros, como salvajes; gente inculta, belicosa e implacable, que se diferenciaba del sarraceno no lavándose nunca. Varones cristianos arrastrados a la guerra por sus trampas; los míseros terrenos de su señorío empeñados en manos del israelita; y con ellos un tropel de jinetes con cascos alados y cimeras espantables de dragón; aventureros que hablaban diversas lenguas, soldados errantes en busca de la rapiña y el saqueo bajo la cruz; «lo peor de cada casa», que apoderándose del inmenso jardín, se instalaban en los palacios, y se convertían en condes y marqueses para guardar con sus espadas al rey aragonés aquella tierra privilegiada que los vencidos seguirían fecundando con su sudor.
«¡Valencia, Valencia, Valencia! Tus muros son ruinas; tus jardines cementerios, tus hijos esclavos del cristiano»… gemía el poeta cubriéndose los ojos con el alquicel. Y como banda de fantasmas, encorvados sobre sus caballos pequeños, nerviosos, finos, que parecían volar con las patas rectas, arrojando humo por las narices, Rafael veía pasar al pueblo valenciano, a los moros, vencidos y debilitados por la abundancia del suelo, huyendo al través de los jardines, empujados por los invasores brutales e incultos para ir a sumirse en la eterna noche de la barbarie africana.
Y siguiendo con la imaginación la fuga sin término de los primeros valencianos que dejaban olvidada y perdida una civilización cuyos últimos vestigios resucitan hoy en las universidades de Fez, Rafael sentía el mismo disgusto que si se tratara de una desgracia de su familia o su partido.
Mientras en aquella soledad evocaba las cosas muertas, la vida le rodeaba con su agitación. En el tejado de la ermita revoloteaba una nube de gorriones; en la falda de la montaña pastaba un rebaño de ovejas de rojizos vellones, las cuales, al encontrar entre los peñascos alguna brizna de hierba, se llamaban con melancólico balido.
Rafael oyó voces de mujeres que subían por el camino, y tendido como estaba vio aparecer sobre el borde del banco e ir remontándose poco a poco dos sombrillas; una de seda roja, brillante, con primorosos bordados como la cúpula de afiligranada mezquita, la otra de percal rameado, modesta y respetuosamente rezagada.
Dos mujeres entraron en la plazoleta, y al incorporarse Rafael, quitándose el sombrero, la más alta, que parecía la señora, contestó con una leve inclinación de cabeza, y se dirigió al otro extremo, volviéndole la espalda para contemplar el paisaje.
La otra se sentó a alguna distancia de Rafael, respirando penosamente con la fatiga de la ascensión.
¿Quiénes eran aquellas mujeres?… Rafael conocía toda la ciudad y jamás las había visto.
La que estaba cerca de él, era indudablemente una servidora de la otra; la doncella, la acompañante. Vestía de negro, con cierta gracia sencilla, como una de esas soubrettes francesas que él había visto en las novelas ilustradas.
Pero el origen campesino, la rudeza nativa, se revelaba en las manos cortas, con las uñas anchas y aplastadas, y el dorso afeado con ligeras manchas amarillas; en los pies gruesos y pesados, a pesar de mostrarse cubiertos por unas elegantes botinas que delataban con su finura haber pertenecido antes a la señora. Era bonita, con la frescura de la juventud. Tenía unos ojos grises, grandes, crédulos, de cordero sencillo y retozón: el pelo lacio, de un rubio blanquecino, colgaba en desmayadas mechas sobre la cara tostada y rojiza, sembrada de pecas. Manejaba con torpeza la cerrada sombrilla, y de vez en cuando miraba con ansiedad la doble cadena de oro que descendía del cuello a la cintura, como si temiese la desaparición de un regalo largamente solicitado.
Rafael dejó de examinarla para fijarse en su señora. Su vista recorría aquella nuca rematada por la apretada cabellera rubia, como una cimera de oro; el cuello blanco, redondo, carnoso; la espalda amplia y esbelta, oculta, bajo una blusa de seda azul, adelgazando sus líneas rápidamente en el talle y ensanchándose después, para marcar el contorno de las caderas bajo la falda gris ajustada en armónicos pliegues como los paños de una estatua, y por cuyo borde asomaban los sólidos tacones de unos zapatos ingleses, encerrando el pie pequeño, ágil y fuerte.
La señora llamó a su doncella. Su voz sonora, pastosa, vibrante, lanzó unas palabras de las que apenas pudo Rafael alcanzar las principales sílabas. El rumoroso silencio de la altura pareció plegarlas y confundirlas; pero el joven estaba seguro de que no había hablado en español. Era sin duda una extranjera…
Mostraba admiración y entusiasmo ante el panorama; hablaba rápidamente a su doméstica, señalándole las principales poblaciones que desde allí veía, citándolas por sus nombres, que era lo único que llegaba claramente a los oídos de Rafael. ¿Quién era aquella mujer nunca vista que hablaba en idioma extranjero y conocía el país? Tal vez la esposa de algún exportador francés o inglés de los que se establecían en la ciudad para la compra de la naranja. Y obligado por el aislamiento y la vulgaridad de su vida a una dolorosa continencia, devoraba con sus ojos los contornos de aquella mujer, el dorso soberbio, opulento y elegante que parecía desafiarla con su indiferencia.
Vio Rafael cómo cautelosamente salía de su casa el ermitaño, un rústico que vivía de las personas que visitaban aquellas alturas. Atraído por el aspecto de la desconocida señora se presentaba a saludarla ofreciéndola agua de la cisterna y descubrir en su honor la milagrosa virgen.
Volviose la señora para contestar al ermitaño, y entonces pudo contemplarla Rafael con toda tranquilidad. Era alta, muy alta, tal vez tenía su misma estatura, pero amortiguada por curvas que delataban la robustez unida a la elegancia. El pecho opulento y firme y sobre él una cabeza que causó honda impresión en Rafael. Le parecía ver a través de una nube – del cálido vapor de la emoción – los ojos verdes, grandes, luminosos, la nariz graciosa, de alillas palpitantes y rosadas, y aquel cabello rubio que caía sobre la tez blanca, con transparencias de nácar, surcada de venas débilmente azules. Era un perfil de hermosura moderna, graciosa y picante. Rafael creía encontrar en aquellos rasgos la huella de innumerables artistas. La había visto antes. ¿Dónde?… no lo sabía. Tal vez en los periódicos ilustrados, en los álbums de bellezas artísticas; era posible que en las cajas de fósforos que reproducen las beldades de moda. Lo cierto era que ante aquel rostro visto por primera vez, sentía en su memoria la misma impresión que al encontrar una cara amiga tras larga ausencia.
El ermitaño, excitado por la esperanza de la propina, llevábalas hacia la ermita, a cuya puerta se asomaban curiosas su mujer y su hija, deslumbradas por los enormes brillantes que centelleaban en las orejas de la desconocida.
– Entre usted, señoreta – decía el rústico. – Le enseñaré la Virgen ¿sabe usted? la Virgen del Lluch, la legítima, la que vino ella sola desde Mallorca hasta aquí. Allá en Palma creen tener la verdadera, ¿pero qué han de decir ellos? Les hace rabiar la idea de que Nuestra Señora prefiere a Alcira, y aquí la tenemos, probando que es la verdadera con los portentosos milagros que realiza.
Abría la puerta de la pequeña iglesia fresca y sombría