que yo los llevo.
– Y yo también.
– No importa— replicó Ricardo;– yo no puedo pasarme sin los diarios.
– ¡Pero si los teníamos!
– Bueno, déjalo— dijo Melchor, en tono de broma,– cada loco con su tema… y ya no faltan más que cinco minutos… ¿cargaron todo?
– Todo, sí, señor— contestó Rufino.
– Ché, ¿y las boletas?
– Aquí están, niño.
– ¡Bueno, andando!– dijo Melchor.
El grupo se dirigió al sitio que tenían tomado en el tren y que Rufino había arreglado y elegido convenientemente al lado del coche-restaurant.
– Este asiento para ti, Ricardo, y éste para ti, Lorenzo; así van a ir más cómodos.
– ¿Y tú?
– Yo… ¡aquí!– dijo Melchor dejándose caer en el asiento, con estrepitosa satisfacción.
– ¿No te molesta ir dando la espalda a la máquina?
– No; y así les veo a ustedes las caras y aprecio la impresión que el viaje les hará.
Sonó en ese instante la campana de partida; se oyó en toda dirección despedidas en voz alta; la máquina contestó: ¡lista! con su ronco silbato y en seguida resoplaron los cilindros y las bielas iniciaron el movimiento propulsor de las ruedas y el tren, pesado y largo, empezó su suave deslizamiento…
– ¡Adiós, adiós, Rufino!– exclamaron los viajeros asomados a las ventanillas del coche.
– ¡Adiós! Adiós, don Ricardo, adiós, don Melchor, adiós, niño y cuídese ¡eh! y a ver si vuelve sano y contento.
– ¡Sí, Rufino, adiós!… ¡Que escriban!
Buenos Aires inicia su despertar con roncos e incoherentes movimientos de dormido.
Hacia el oriente la vaga y tenue coloración auroral frente a la que las sombras de la noche huyen como arreadas por las guías curvas de una amarillenta luna en su último menguante.
Los faroleros realizan a la carrera una tarea de resultados extraños, pues al apagar la luz de los faroles entregan el campo a la más franca irradiación de la indecisa luz con que el día se anuncia.
Entre ella se destacan, como orugas luminosas, los primeros tranvías conductores de semidespiertos obreros que se dirigen a sus tareas y a intervalos se oye el seco trac-trac de los pequeños carritos que, al salir del conventillo, caen del umbral a la acera y de ésta a la calle, conducidos por el ambulante vendedor de verduras, que se dirige veloz hacia el mercado de Abasto en busca de la enormemente copiosa provisión de hortalizas con que hace un nutrido «agosto» en el breve espacio de cada mañana.
La claridad avanza, hundiéndose en la sombra a lo largo de las calles y haciendo surgir la silueta de los vigilantes escalonados en la calzada, mientras los noctámbulos pasan como espectros, bajo esa luz cuyos tintes blanquecinos aumenta la lividez de sus rostros trasnochados.
Como la más limpia nota de la aurora repiquetean campanas cuyo ritmo, de lenta isocronía, parece bajar de planos más altos aún que los altos campanarios, mientras— como surgiendo de entre las apretadas piezas del entarugado— pasan veloces los carros que llevan a domicilio «el pan nuestro de cada día»…
Pausados, desfilan, entre el crepitar eclosionante de la madrugada, los «nocheros» de plaza, cuyos jamelgos balancean la cabeza en oscilaciones que parecen exteriorizar ideas de infinitas y melancólicas nostalgias.
De todo rumbo surge el vibrante grito de los vendedores de diarios que pululan llenando las calles— como esas bandadas de avecillas que en el bosque cantan cuando el día llega,– y es de admirar el contraste que ofrecen esos pilluelos diligentes y honrados, que a pulmón lleno proclaman su luminosa mercancía, pasando rápidos y sonoros por el lado del «repartidor de diarios» que, silencioso y grave, va echando por entre buzones, celosías y rendijas la doblada hoja impresa que aquéllos pregonan a gritos.
Las puertas de calle se abren pesadamente, dando paso a esa emanación peculiar que bien pudiera llamarse el regüeldo matinal de las casas, mientras la sirvienta que abrió la puerta, se alisa el despeinado cabello, como temerosa de que la sorprenda el lechero, el vigilante, el repartidor de pan o el mucamo de enfrente…
Desde cualquier sitio en que se mire a la distancia, vese la atmósfera de la ciudad densa y cargada, y sólo el punto en que el observador se coloca parece limpio y diáfano, ofreciéndose en el explicable fenómeno de sobresaturación atmosférica el más vivo remedo del que los más padecen al considerarse a sí mismos en el centro de la verdad luminosa, mientras ven o creen ver a los demás obnubilados por las sombras del desacierto.
Ilusión de óptica en los dos casos, en que el vaho de la noche o del error nos envuelve…
El sonrosado de la aurora se diluye gradualmente en la celeste diafanidad cenital, como si aquella coloración rojiza del primer instante hubiera sido absorbida por el mismo sol, de tal modo a su paso el rojo de su propia irradiación se desvanece y el contorno de la inextinguible hoguera se destaca nítido en la eucarística limpidez del cielo.
Es la hora de las grandes honestidades…
El que pasa la noche bajo las supremas angustias del juego— ése, para quien la acción y el fin de la vida están en las astucias del tapete y en sus éxitos repugnantes,– se alza bravamente ante los distinguidos tahures o «clubmen» que le rodean y palpitante de emoción o de angustia, proclama:
– ¡Caballeros! ¡No juego más; ya es de día!
Más allá, alguien— acaso en ausencia del que abandona la carpeta,– ha dicho también temblorosamente y en voz sibilante, como el vago chirrido de un puñal que sale de la herida:
– Bueno, basta; ya viene el día…
Mientras tanto, el jornalero, el honesto jornalero de brazo nervudo y de tórax fuerte y levantado como su conciencia, sale para el trabajo, dejando en su modesto hogar a la compañera en la sencilla labor de cada día, y, en el divino sueño de la infancia sana, los hijos de la salud y el amor.
Y mientras el gran vaho nocturnal se disipaba en aquella mañana de enero, pudo oírse, a lo largo de las calles, el repiqueteo del cascabel y el firme trotar de la soberbia yunta de zainos que arrastran la victoria de Lorenzo Fraga, en el inusitado madrugón de aquel día.
La victoria se detiene en la modesta casa de Melchor Astul, que desde horas antes se apercibe para el viaje proyectado, tarea en la cual han intervenido madre y hermanas, disputándose el éxito en los refinamientos de la previsión, pues en los últimos detalles de un trajín semejante es cuando se corre el riesgo de olvidar lo fundamental: el cepillo de dientes; las zapatillas; el sobretodo por si refresca; el abotonador; la pasta dentífrica; el betún, etc., etc.
Nada se ha omitido, y sólo queda para mandar por encomienda el frac de Melchor, que no cupo en el baúl y que «es bueno tener a la mano— según lo aconsejó burlescamente su hermana mayor,– por si se daba algún baile en el pueblo».
– Bueno: ¡otro adiós! adiós, mamá; adiós, muchachas; díganle a tata que no me despido otra vez por no despertarlo, y escriban, ¡eh! y no se olviden del frac— y luego, dirigiéndose al cochero:– vamos a casa de Merrick, ¿sabes? en la avenida.
– El señor Ricardo está ya en casa; yo fui a buscarlo.
– ¡Ah! entonces vamos allá.
Los zainos batieron con sus cascos como el redoble de una diana al romper la marcha, que se hizo en seguida uniforme y firme, cual si la regulase el repiquetear del cascabel colgante en la punta niquelada de la lanza; pero a poco andar la victoria se detuvo por orden de Melchor, que con un pie en el estribo y medio cuerpo afuera llamó a un vendedor de diarios que descendía de un tranvía:
– Dame Nación y Prensa…
– …No tengo