repuso Ricardo, turbado visiblemente, pero dando a su voz una inflexión destinada a disimular la contrariedad de haber citado por oídas, ya que nunca había leído ni una línea del famoso escritor francés.
– Porque cuando Voltaire tuvo viruelas llamó al confesor.
– No lo recuerdo…
– Sí; lo llamó, y no debía ser tan descreído cuando ante la idea de morir quiso ponerse bien con Dios.
– ¿Es cierto eso, Melchor?– preguntó Lorenzo.
– Rigurosamente cierto: Voltaire hizo lo que todos; lo que aquel filósofo positivista que al terminar una conferencia negando la existencia del alma, anunció la próxima, diciendo a su auditorio: «el sábado, si Dios quiere, demostraré que no hay Dios».
– Por lo visto, eres todo un creyente— dijo Ricardo.
– Yo sí, ché; ¿para qué negarlo?
– Desde luego; creer y negar que se cree, debe ser cuando menos fatigoso…
– ¡Y es… tan común!
– ¿Lo dices por mí?
– ¡Hombre!… tú me has dicho recién cosas peores.
– Que has querido considerarlas así y tomar ahora una revancha sangrienta.
– ¡Sangrienta!…
– Pues es nada: me dices mentiroso, hipócrita… casi apóstata.
– ¡Apóstata!… ¡qué gracioso!
– Advierte que el ateísmo y el panteísmo se dan la mano y que si me supones renegando de «mi» religión, me colocas en plena apostasía.
– ¡Es ir lejos!
– Tú me llevas…
– ¡Qué he de llevarte!… ¡Acaso explicablemente no he hablado nunca de religión contigo y al tocar incidentalmente el tema he creído ver confirmadas las mismas sospechas que me retrajeron antes, si alguna vez pensé hablarte de estas cosas.
– ¿Puedo saber de qué índole son esas «sospechas», señor médico?…
– ¡Qué tema tan aburrido!– interrumpió Lorenzo.
– ¿Aburrido?… ¿por parte de quién? ¿de Ricardo?… ¿o de mí?
– No he dicho que ustedes hagan aburrido el tema, sino que lo es en sí mismo.
– ¿Por qué?
– Porque hablarán todo el día y todo el mes sin arribar a nada.
– ¡Quién sabe!…
– Sí, ché… Lorenzo tiene razón; entre un materialista y un espiritualista como tú…
– O como tú…
– ¿Cómo yo?
– ¡Como tú y como todos! Yo sé que «viste mucho» eso de darse a filosofías spencerianas y diferir con los pobres de espíritu que creemos en Dios y sostener que descendemos del mono— aunque no sepamos de dónde desciende el mono,– y aunque se acabe por llamar al confesor en cuanto aparecen viruelas.
– Será así; yo me quedo con mis ideas evolucionistas.
– ¡Pero tu evolucionismo necesita un punto de partida, una base de evolución, un átomo de vida!
– Perfectamente.
– ¡Y bien: ahí, ahí está Dios!
– ¿Tan chiquito es Dios?
– Tan chiquito para caber en el átomo como grande para llenar el Universo.
– ¿También está en todo el Universo?
– ¡Bah! Contigo no se puede discutir esto porque haces broma, como socorrido recurso de impotencia, desde que en lo íntimo tú eres tan creyente y tan cristiano como yo.
– ¡Qué voy a ser!
– ¡Eres! y eres porque es tu madre, en cuyo seno has bebido estas ideas y en cuyo hogar se cree en Dios y se observan los principios de la moral cristiana que tú mismo practicas a cada rato.
– Eso es cuestión de educación.
– Sí, en cuanto a la moral que observamos; pero ello nada tiene que ver con nuestros sentimientos religiosos.
– Que yo no tengo.
– Mira: no hay, no ha habido ni habrá jamás un ser humano que no sienta a Dios en su conciencia y en su pensamiento, mientras tenga una y otro. No hago cuestión de nombre; Dios; el sol; el buey Apis; la cabra de Méndez; el budhismo; el mahometismo; el cristianismo; el animismo, etc., todo eso representa a un mismo sentimiento, porque responde a una misma impresión, y si nos es dado elegir, ¿cuál de todas las religiones del mundo nos ofrece una moral más sana, más fecunda, más generosa que nuestra moral cristiana en la fe de Dios?
Lorenzo escuchaba el diálogo de Melchor y Ricardo mientras observaba el campo con la cabeza apoyada en la mano derecha, y al escuchar las últimas palabras de Melchor se volvió hacia éste, diciéndole:
– ¡Pareces un apóstol en pleno paganismo!
– Bien puede haber de las dos cosas— replicó Melchor,– y más que fecundo me resultaría este viaje si él me hubiera de servir para convertir a ustedes.
– ¡Qué empeño!…
– Muy explicable, por todo concepto; porque, ante todo, de algo hemos de hablar para entretener el viaje, y en vez de discutir sobre modas, el tema religioso puede darnos base para que ustedes tengan algo de lo que les falta.
– Lo que a mí me falta no me lo dará la religión— dijo Ricardo.
– Por lo pronto te ha dado tema para hablar con más vivacidad de la que te es habitual.
– Lo mismo pasaría si habláramos de modas.
– ¡No, ché, Ricardo, por favor! No hablemos de modas por más que sea el tema predilecto de los hombres de… la actualidad.
– Eso es cierto— dijo Lorenzo,– más de una vez lo he comprobado.
– Yo lo he comprobado cuantas veces he visto reunidos media docena de caballeros y de damas.
– No diré tanto; pero es frecuente…
– ¡Es fatal! en las reuniones de hoy se juega o se habla tonteras; yo no me he encontrado en ninguna reunión en que no se haga una de estas dos imbecilidades.
– Tú exageras demasiado, Melchor: hay sin duda en nuestro ambiente social mucha superficialidad, pero hay muchos estudiosos y no escasean los centros realmente intelectuales.
– ¡No los he visto!… Yo suelo visitar a nuestras relaciones— y tú las conoces, Lorenzo,– sin encontrar jamás, así: ¡jamás! nada que no sea un «poker armado» o una acalorada discusión, entre damas y caballeros, sobre el costo del sombrero de fulanita; ¡pero, hombre! sin ir más lejos: la otra noche fui a lo de Méndez, ¿sabes? a lo de misia Edelmira, porque era día de recibir. Estaba Pereyra con su mujer, el doctor Gener con la suya, el diputado Targe, el senador Ramírez con la señora— y ¡qué linda estaba!…– Eguina… las dos muchachas de Gori— ¡dos bagres!…– y no me acuerdo quiénes más, ¡pues no se habló más que de sombreros y de yeguas!
– ¿De yeguas?…
– ¡De yeguas, ché! porque, según pude entender, la «Nona», que es la señora de «Pepito», había vendido a «Toto», que es el marido de la «Beba», una yegua del coche, en cuatrocientos pesos, que había invertido en comprar un «modelo».
– ¿Qué es lo que dices?
– ¡Lo que oyes, Lorenzo!, porque has de haber observado que hoy es moda en sociedad designar a las personas por el apodo o por el nombre, y no por el apellido, y menos por el título; y así es de mal gusto hablar del «doctor García» cuando se le puede