Armando Palacio Valdés

El señorito Octavio


Скачать книгу

se alzaban enormes y enriscadas montañas, cubiertas de nieve desde Octubre hasta Junio. Formaban parte de la cordillera fragosa que separa las provincias del Norte de las del centro. Vegalora era, por tanto, el último concejo de la provincia en la región en que nos hallamos. Detrás de aquellas moles inmensas y oscuras se extendían los campos yermos y dilatados de Castilla.

      Nuestros señores, al salir de casa por la puerta principal, alzaron la vista para contemplar estas montañas soberanas, iluminadas por un sol que ya empezaba á descender hacia las colinas laterales. La nieve había desaparecido casi totalmente del paisaje. Sólo en las crestas más elevadas percibíanse algunas manchas blancas como de ropas tendidas á secar. Entre aquellas crestas descollaba una de pasmosa elevación y arrogancia, que la gente del país llamaba Peña Mayor. Era un enorme peñasco á quien todos los demás que en torno suyo se agrupaban servían de pedestal. Terminaba en punta, como la aguja de una inmensa y fantástica catedral; pero los que hasta allá habían trepado alguna vez afirmaban que sobre esta punta había un campo bastante espacioso. Tal y tan desmesurada era su elevación. Durante los meses de verano, los habitantes del valle podían admirar á su placer los majestuosos contornos de la peña, que se alzaba en el cielo diáfano y cortaba el éter cual si fuese la reina del espacio. Servíales, además, en estos meses de reloj, pues el sol hería su frente de lleno, al llegar precisamente el mediodía. Cuando el otoño era ya un poco entrado, se ocultaba entre la niebla, y no volvía á parecer sino uno que otro día muy raro del invierno, en que el viento, soplando fuerte por la noche, había barrido el tupido manto de los cielos. Pero hasta llegar á la Peña Mayor había una serie de escaños graníticos, superpuestos los unos á los otros, de mil extrañas formas é imitando, á veces, enormes edificios y animales monstruosos. Á la izquierda de la Mayor había una peña corcovada que semejaba á un dromedario: á la derecha otra que era la perfecta imagen de la torre de un gran castillo, con sus desmesuradas almenas por entre las cuales se veía el azul del cielo. Esta cortina de montañas cerraba herméticamente el valle por aquel lado. Al llegar á este sitio parecía que se acababa el mundo, y que detrás de la oscura cortina no había más que el espacio sin fin.

      Los condes y sus amigos detuviéronse á la puerta de la casa, y con la mano puesta sobre los ojos á guisa de pantalla, se estuvieron buen rato paseando la vista por el gran telón descrito. Después atravesaron la calle y entraron en la huerta por una gran puerta enrejada de hierro. Era la huerta cuadrilonga y bastante espaciosa, y estaba cerrada por altos y toscos muros deteriorados. En el fondo había otra puerta igual á la primera que daba paso á la pomarada.

      La comitiva conversaba y reía dando vueltas por las calles no muy bien aderezadas de la huerta, parándose á cada instante y entremezclándose continuamente sin guardar etiqueta. D. Primitivo parecía el dueño de la casa, y desde que la puerta enrejada se cerrara tras él se creyó en el caso de no cerrar boca á fin de explicar á los circunstantes las particularidades y pormenores de todas y cada una de las plantas que iban encontrando, sin perdonar el más insignificante detalle que pudiera esclarecer á sus oyentes en asunto tan delicado. Las únicas personas que ni reían ni tomaban parte en la conversación eran el aya y la condesa. La primera no perdía de vista á los niños, regulando con señas imperiosas sus pasos y movimientos. La segunda no apartaba los ojos de las pardas montañas que tenía delante y deshojaba distraídamente una rosa que uno de los niños había arrancado de su tallo para ofrecérsela. Aquellas montañas se veían también, aunque más lejanas, desde la casa solariega de D. Álvaro. ¡Buena gana de reir tenía Laura en aquel instante! Su pensamiento volaba, volaba sin detenerse por los días de su existencia, desde aquellos remotos en que contemplaba absorta, de bruces sobre el balcón, las nubes que cubrían la cabeza de la Peña Mayor, hasta las escenas más recientes. Los remotos se le aparecían envueltos en una gasa blanca que borraba los contornos y aún más los alejaba: los cercanos veíalos tan bien como si estuviesen tallados en relieve y parecían saltar hacia ella palpitantes y teñidos de sangre. ¿Por qué no había permanecido toda la vida en su casa, serena, tranquila, contemplando aquellas montañas que nada malo la enseñaban? Al pensar que mientras su espíritu en los últimos once años bajaba y subía en perpetua agitación, desde el cielo hasta el infierno, ellas habían estado allí altivas, felices, contemplando noche y día el firmamento augusto, una envidia sorda se apoderaba de su corazón y comenzaba á nacer en él un deseo vivo, irresistible, de reposo. Pero ¿qué reposo deseaba? ¡Ay! deseaba volar á la cima de la Peña Mayor, llevada por un ángel, y allí, bañándose en el éter azul, sin escuchar una voz maldita que tenía siempre en los oídos, pasar la vida acariciada por Dios y acariciando á sus hijos.

      Al dar la vuelta á un recodo de la huerta sintió de improviso en su cuello un aliento cálido y una voz le dijo al oído muy quedo:

      – Recuerda que has agraviado á miss Florencia.

      Y vió que una sombra se alejaba de ella para unirse otra vez al grupo de los paseantes. Se estremeció fuertemente, detuvo el paso, y la rosa mutilada cayó de sus manos. Octavio se le acercó en aquel momento.

      – Condesa, la veo á usted muy pensativa. ¿Echa usted de menos ya á Madrid?

      – Sí, señor, lo echo de menos.

      – Lo comprendo bien, pero me parece que todavía no tiene usted motivo para quejarse, pues acaba de llegar. ¡Oh! cuando lleve usted aquí algún tiempo ya verá lo que da de sí este delicioso país. La materia, condesa, impera aquí como reina y señora. Usted viene del mundo del espíritu y le han de doler los primeros pasos sobre esta tierra muerta y silenciosa. No me sorprende.

      – ¡Ah, si no me dolieran más que los primeros pasos!

      – Es cierto; lo peor en la vida del campo es la monotonía, y ésta crece y se hace irresistible con el tiempo. Por lo demás, no se debe negar que este país es hermoso y que encierra mucha poesía. Yo que he nacido en él y en él he vivido siempre, aún me siento impresionado cuando al abrir las ventanas de mi cuarto por la mañana fijo la vista en las altísimas montañas que tenemos enfrente. ¡Qué bien se destacan sobre el fondo azul! ¡Qué pureza de líneas! ¡Qué contornos! Pero miro en seguida hacia abajo y viene el desencanto, condesa. Los paisanos no corresponden al país. Aquí nadie se preocupa sino del dinero. Se respira una atmósfera sórdida, en la cual se asfixian todos los sentimientos elevados. Hay algunas personas de alma delicada y generosa, pero aun éstas no pueden menos de resentirse de la sociedad en que han vivido: son capaces de un rasgo heroico, de una pasión fuerte, pero no pueden alcanzar ciertas nuances del espíritu, ciertas delicadezas que sólo se encuentran en las clases elevadas y en una sociedad culta y refinada.

      – ¿No piensa usted dar una vuelta por Madrid?

      – De buena gana la daría y aun me quedaría allá, pero mis papás no tienen más hijo que yo… y ya ve usted.

      – Quédese usted, quédese usted… No piense en Madrid por ahora… Tiempo le queda para saber lo que es aquello.

      – No vaya usted á creer, condesa, que es curiosidad lo que siento, no; es el deseo que tengo de llenar ciertos vacíos que hay en mi espíritu lo que me obliga á pensar en Madrid. Yo no gozo con lo que aquí suele gozar la gente; antes bien sus placeres son ocasión de padecer para mí, porque nada hay que atormente tanto como encontrarse aislado entre la muchedumbre y á mil leguas de sus pensamientos y aspiraciones. Así, que paso la vida encerrado en mi casa, sin ganas de agregarme á ella… leyendo… pensando… soñando. Alguna vez he asistido con la imaginación á las soirées donde usted ha brillado tanto, condesa.

      – ¿De veras?

      – Sí, señora; acostumbro á leer las revistas de salones de La Epoca, y en ellas he visto con frecuencia el nombre de usted rodeado de adjetivos que ahora me parecen pálidos.

      – Mil gracias.

      – Me precio de sincero, condesa. En el último baile de los duques de Hernán Pérez llevaba usted un vestido de surah azul celeste, con escote sesgado y espalda de forma princesa. El vuelo de la falda formaba por detrás una cascada de pouffs sostenidos por cordones, y llevaba usted asimismo lazos de surah en los hombros y en el talle.

      – ¡Ah! Veo que no se le ha escapado á usted nada.

      Un rugido de D. Primitivo