Armando Palacio Valdés

El señorito Octavio


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fuera de la cama. No es tan niño nuestro héroe como nos pareció cuando por la mañana le vimos acostado en su lecho del siglo XVII. Aunque su rostro, cándido y delicado, es de adolescente, la figura no lo es, y declara en él un joven de veintidós ó veintitrés años, de mediana estatura y bien proporcionado. Viste con pulcritud, y si bien un poco retrasado en la moda respecto á Madrid, está adelantado y mucho respecto á la que ordinariamente rige en las provincias, sobre todo en los pueblos secundarios. Su traje se compone de un chaquet de tela azul, chaleco blanco, pantalón también azul y botas de charol muy empolvadas.

      – Pero aquí, conde, resígnese usted á llevar la vida de la naturaleza. Las personas con quienes se puede alternar son tan escasas, que realmente se hallan reducidas á una docena á lo sumo; y aun en ellas, no encontrará usted, ni por pienso, la cultura y las maneras de la buena sociedad. Si no trae muchos libros, se me figura que se va usted á aburrir soberanamente. ¡Ah! Los libros son los que hacen posible la vida en estos rincones del mundo.

      Aunque las palabras iban dirigidas al conde, Octavio miraba al decirlas á la condesa con la misma sonrisa en los labios y un poco ruborizado, sin duda, de haber hablado tanto tiempo.

      El conde le observaba cada vez con más curiosidad.

      – Usted es muy joven, y no me sorprende que se aburra en Vegalora. Me parece, sin embargo, que exagera un poquito.

      – No exagero, conde, no exagero. Es un pueblo fatal. Yo lo sé bastante bien, por desgracia. Si no fuera por no disgustar á papá, me iría á vivir á Madrid, al menos durante el invierno…

      – ¿Su papá de usted es de este país?

      – Sí, señor, y aquí ha ejercido la profesión de abogado toda la vida… D. Baltasar Rodríguez… tal vez le conozca usted…

      – ¡Ah! ¿es usted hijo de D. Baltasar Rodríguez?

      El conde pronunció estas palabras con tal pausa y frialdad, que no es fácil comprender cómo no se helaron antes de salir fuera de los labios.

      – Servidor de usted— dijo Octavio, con señales visibles de hallarse cortado.

      – He oído hablar bastante de su papá— prosiguió el conde, con mayor pausa aún y sin apartar su mirada fría y escudriñadora del rostro del mancebo.– Es, según tengo entendido, una persona principal en la villa y ha ejercido varias veces el cargo de alcalde, ¿no es verdad?

      – Ha sido alcalde, sí, señor.

      – Sí, sí, he oído hablar bastante de su papá y le he visto también algunas veces durante mi corta residencia aquí.

      Cesó la conversación de pronto. El conde se puso á mirar con indiferencia los árboles y las montañas que se percibían al través de los cristales. Octavio se obstinaba en sacudir con el junquillo los pantalones, haciendo saltar nubecillas de polvo, apenas perceptibles. La condesa se entretenía en jugar con los rizos de su niña, y la institutriz hacía bolitas de pan con los dedos, mirando fijamente al frasco de mostaza. Todos parecían estatuas, menos Octavio, que á menudo mudaba de postura haciendo rechinar la silla.

      – Realmente, parece que han traído ustedes el buen tiempo consigo— dijo al fin.– Hoy es el primer día bueno desde hace lo menos quince.

      – ¿De veras?– dijo el conde, sin dejar de atender á los cristales.

      – Sí, señor, sí; hemos tenido una temporada fatal… Y luego como aquí se ponen los caminos tan malos… Cuando viene uno de estos temporales, es necesario encerrarse en casa, hasta que Dios quiere.

      Nuevo silencio. El joven, cada vez más cortado, extiende lentamente el brazo y, tomando por la mano á la niña, que la condesa tiene reclinada sobre el regazo, la atrae con suavidad hacia sí, la mete entre sus rodillas y, besándola, la dice muy quedo:

      – ¿Cómo te llamas?

      – Emilia.

      – Es un nombre muy bonito. ¿Quieres mucho á tus hermanos?

      – Sí.

      – ¿Y á tus papás?

      – Sí.

      La niña, al pronunciar esta segunda afirmación, levantó los ojos del suelo y echó una rápida mirada á su padre. Éste dignóse al fin volverse hacia los presentes y se encaró con el señorito Octavio.

      – Diga usted, señor Rodríguez, ¿su papá no fué el presidente de la junta revolucionaria?

      – Sí, señor, lo fué en los primeros momentos, pero á los pocos días hizo dimisión. Aceptó el cargo solamente por compromiso, y para evitar los desmanes que, si no fuese por él, hubiera habido seguramente.

      – Hizo perfectamente; ha sido un proceder muy noble.

      Y después de breve pausa durante la cual empezó á dibujarse en sus labios una sonrisa, siguió:

      – ¡Oh! Ya sé que el papá de usted es una persona muy ilustrada y un campeón decidido de la libertad.

      La sonrisa del conde era tan penetrante que se tiñeron de carmín las mejillas del señorito Octavio.

      – Precisamente un campeón, no, señor… Es hombre que piensa de cierto modo… Como tiene un carácter muy abierto, se expresa siempre con calor… Esto le perjudica…

      – De ningún modo. Á mí me gustan los hombres resueltos en sus convicciones, y su papá es un verdadero progresista, según me han dicho, muy honrado, muy sincero, etc., etc. Los progresistas, por punto general, son buenas personas. Usted me dispensará, amigo mío, si le dejo en este momento— añadió levantándose;– tengo muchísimas cosas que arreglar. Ya sabe usted lo que es un viaje con niños.

      Al decir tales palabras, el conde extendía la mano, sin mirarle, al señorito, que también se había levantado. Después le volvió la espalda y dió unos pasos hacia el gabinete.

      – El señor cura de la Segada desea ver á los señores— anunció la voz del criado.

      Volvióse rápidamente el conde y dió un paso hacia la mesa. El aya llamó apresuradamente á los niños y cuchicheó con ellos un instante. El señorito Octavio permanecía de pie.

      En el marco de la puerta apareció de pronto la figura de un sacerdote anciano. Era de estatura más que mediana y vestía un balandrán bastante deteriorado y grasiento, y mostraba en lo erguido de su cuello y en su actitud firme que poseía una complexión recia. Como tenía el sombrero en la mano, dejaba al descubierto una cabeza que aún estaba regularmente provista de cabellos blancos y rizos sin aliño ni compostura alguna. La tez excesivamente morena y los ojos negros y un poco hundidos ofrecían tal fuego y viveza, que contrastaban notablemente con las arrugas del rostro y la blanca color de los cabellos. Colocado á la puerta, sin avanzar un paso y sonriendo campechanamente, comenzó á hacer reverencias mundanas, diciendo al mismo tiempo:

      – ¡Conque al fin no se nos han perdido por allá! ¡Conque al fin estos despegados señores se acuerdan de que hay un rincón en el mundo que se llama la Segada! ¡Conque al fin todavía los lugareños valemos algo para los cortesanos!

      Los niños avanzaron hacia él, y tomándole una mano se la fueron besando sucesivamente. Después el aya, que venía detrás, quiso hacer lo mismo, pero el clérigo la retiró velozmente y con sorpresa. El conde le abrazó respetuosa pero afectuosísimamente.

      – ¡Vaya si valen los lugareños, y vaya si se les quiere también por allá!

      – Señor conde, usted tiene algún diablo metido en el cuerpo; está usted tan mozo y tan fresco como la última ves que le vi. La señora condesa no tiene tan buen color, pero ha de ser por culpa, si no me engaño, de estos diablejos que veo por aquí tan gordos y sonrosados. Vaya, vaya con el señor conde, ¿qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?… ¿Qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?

      El cura de la Segada tenía por costumbre repetir dos, tres y hasta cuatro veces la misma frase, mirando fijamente al interlocutor, y abriendo desmesuradamente la boca para reir y también para dejar ver unos enormes y desvencijados