Armando Palacio Valdés

El idilio de un enfermo


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vida, y al cabo concluirá con ella demasiado pronto… Hábleme usted con franqueza… Nosotros, los médicos, somos los confesores de los hombres que no creen en la confesión… ¿Es usted casado, o soltero?

      – Soltero.

      – Pero usted tiene una mujer que le ama demasiado…

      – Acaso…– repuso el joven sonriendo y ruborizándose levemente.

      – ¿Tendría usted fuerzas para alejarse de ella por una temporada?

      La frente del enfermo se arrugó, y sus ojos adquirieron expresión fija y dura.

      – No deseo otra cosa.

      – Perfectamente… ¿Y pudiera usted también dejar sus negocios y pasar una larga temporada en el campo, sin hacer absolutamente nada?

      – Creo que sí.

      – Entonces nos hemos salvado. No importa que sea un sitio u otro donde usted vaya, en el Norte o en el Mediodía; lo indispensable es que usted descanse y respire aire más puro, que corra usted entre los árboles unas veces y otras al sol, que coma usted alimentos suaves y nutritivos, que se levante usted temprano y no se retire tarde, que trueque, en fin, la vida artificial y antihigiénica que lleva, por otra natural y sencilla, y que dé a ese pobre cuerpo lo que está reclamando a gritos.

      El anciano médico se alargó todavía bastante dándole consejos sobre su proceder en lo futuro. El joven le escuchó religiosamente, concediéndole la razón en su interior. Cuando hubo terminado, se levantó y quiso pagarle. El médico no lo consintió: sentía mucha simpatía hacia los jóvenes escritores, y en el caso presente comprendíase que la simpatía era aún más viva. Llevole de la mano hasta la puerta de la estancia, y al despedirse le pronunció otro corto discurso, dándole afectuosas palmaditas en el hombro:

      – No ser loco, no ser loco, joven. Tenga firme por la vida, que usted no sabe lo que pasará cuando la suelte… Y sobre todo, más vale pájaro en mano… Los hombres que tienen, como usted, valor e inteligencia, deben reservarse para las empresas grandes y útiles. Cúrese usted, robustezca usted su cuerpo, y verá cómo después no siente tanto desprecio por la existencia… Adiós, joven… No deje usted de escribirme pronto desde su retiro, para que le envíe una receta. Por ahora no quiero darle medicamentos. Necesito saber la influencia del cambio de vida y de clima sobre su organismo… ¿Se llama usted D. Andrés Heredia, no es verdad?… Perfectamente: no me olvidaré… Adiós, Sr. Heredia; no deje usted de irse cuanto antes de Madrid.

      Al pasear la mirada por la sala, el médico tropezó con un cliente que, sentado en un diván, tosía apretando las sienes con las manos. Bajando la voz, añadió al oído del joven:

      – Ese pobre se curará en otro campo distinto del que usted va a visitar… Adiós, querido, adiós.

      II

      Andrés Heredia perdió en la niñez a su padre, magistrado del Tribunal Supremo, que había tenido la flaqueza de casarse, ya viejo, con una sobrinita de diez y ocho años. Su tardío matrimonio y algunos quebrantos de fortuna, que por la baja repentina de los fondos públicos había experimentado, dieron con él en la sepultura. El fruto de esta unión desacertada fue un niño menudo y enteco, que se crió trabajosamente a fuerza de mimos y cuidados.

      A la muerte de su padre heredó 40.000 reales de renta que, unidos a la viudedad de su madre, les consintió vivir con bienestar en la corte. La joven viuda no quiso contraer nuevo matrimonio, aunque no le faltaron buenas coyunturas para ello. Cifró los anhelos y las esperanzas todas de su vida en aquel niño, que necesitaba de su maternal solicitud para no perecer al golpe de las muchas dolencias que padeció en la infancia: para ella era un goce intenso y continuo irlas venciendo y verle salvo y cada vez más robusto. El chico, al mismo tiempo, iba descubriendo un natural sensible y despejado: adoraba a su madre y la enorgullecía con sus triunfos en el colegio: todos los meses diploma de honor: en todos los exámenes sobresaliente o notablemente aprovechado. Más tarde, cuando alcanzó los diez y seis años, le trajo un periódico donde aparecían unos versos firmados por él. Lisonjeada en su vanidad de madre, la pobre mujer rompió a llorar. Desde entonces la carrera de Andrés quedó fijada: fue poeta. No hubo revista literaria ni periodiquillo de provincias que no se viese comprometido a insertar alguna de sus lacrimosas composiciones, ni certamen poético o juegos florales donde no ganase una escribanía de plata, algún libro lujosamente encuadernado, y tal vez que otra hasta la misma flor natural reservada a los poetastros más preclaros. El género en que más sobresalía eran las leyendas. Con una cruz de piedra, un par de jinetes rebujados en sendas capas, un camarín bien amueblado, una dama de rara belleza, un castillo con ventanas ojivales y una noche de luna llena, tenía lo bastante nuestro mancebo para armar un belén de seis mil diablos muy interesante, capaz de poner la carne de gallina a cualquiera. Cuando tuvo bastante número de composiciones, publicó (a ruego de algunos amigos) un tomo; y después otro; y después otro. Le costaban un caudal; pero lo daba por bien empleado, porque los periódicos donde tenía amigos comenzaban a llamarle «el inspirado poeta, nuestro particular amigo D. Andrés Heredia.» Por desgracia, su madre se murió antes de verle en el pináculo de la gloria: murió rápidamente de una tisis pulmonar. Andrés, que sólo contaba veinte años a la sazón, tuvo por curador de sus bienes a un hermano de la difunta; pero no quiso vivir con él, y se trasladó con algunos de sus bártulos a la fonda.

      Aquí da comienzo para el joven Heredia una era muy diversa del resto de su vida anterior. Pasó repentinamente de la atmósfera tibia de su casa al fresco de la calle, de la existencia dulce y tranquila que el amoroso cuidado de su madre le hacía observar, a la desarreglada y trashumante de las fondas. El exceso de libertad le hizo daño. Su naturaleza había cambiado bastante desde los diez y seis años. El método riguroso, la conducta ordenada, habían conseguido darle una robustez relativa; de suerte que, al trasladarse a la fonda, se hallaba bastante fuerte para disfrutar de la vida. Por otra parte, su curador le pasaba una muy bastante cantidad para sostenerse con desahogo. De todas estas ventajas comenzó a usar largamente nuestro joven, presentándose en el mundo con el brío y la petulancia de los pocos años. Pisó los teatros a menudo, y los cafés, y los salones, y hasta los lugares menos santos; contrajo amistades y deudas; despeñose en aventuras amorosas que no son el amor. Todo le sonrió en un principio. Mas no se pasó mucho tiempo sin que la naturaleza diese el grito de alarma. De nuevo se presentó la antigua dolencia del estómago, más áspera que nunca, por la falta de método en las comidas y el desdén de los remedios oportunos. Y el constante padecer que le envenenaba todos los placeres, comenzó a influir de modo notable en su carácter: se tornó hipocondríaco, pesimista, irascible. Llegó un instante en que se vio precisado a retirarse del comercio social, para no tener a cada instante alguna reyerta. Se hizo susceptible, desconfiado; una palabra le desconcertaba, una mirada le hería; no transcurrían ocho días sin que riñese con algún amigo por cualquier bagatela. Uno de ellos, médico, después de cierta escena violenta, le dijo que no discutiría más con él mientras no se pusiese en cura. Esto le hizo volver en sí: comprendió que estaba efectivamente enfermo, huyó con particular cuidado toda ocasión de disputa, y comenzó a jaroparse con los remedios que usualmente se dan contra la bilis. No le fue mal con ellos: el estómago se le entonó, comió con más apetito, y al cabo pudo volver a la vida ordinaria, aunque resentido y quebrantado.

      En esta época había dado paz temporalmente a las musas, y descendió a escribir en prosa, no vil, sino poética y ensortijada como ninguna. Entró de revistero en un periódico, y con ocasión de los saraos, banquetes, funciones de teatro, corridas de toros y toda laya de fiestas públicas y privadas, comenzó a soltar de la pluma un millón de lindas frasecillas ingeniosas y acicaladas, que no había otra cosa que alabar entre las damas. Y como natural consecuencia de la boga de sus artículos, también su persona alcanzó inusitado favor en los salones. Se le juzgó fino, gentil, elegante: las mamás le bloquearon con sonrisas y lisonjas. Pero no estaba por los amores lícitos: gustaba de morder en la manzana prohibida, y es fama que en poco tiempo le dio muchos y fuertes bocados. Por cierto que uno de ellos le costó un lance de honor, del cual salió levemente herido; pero esto le hizo ganar prestigio entre el sexo femenino. Últimamente, tuvo la mala ventura de ligarse a una mujer no joven, ni bella, ni rica, pero tan hábil y experta, de tal infernal atractivo, que en poco tiempo