Armando Palacio Valdés

El idilio de un enfermo


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entonces me los comería con mucho gusto— replicó ella en tono irónico.

      – ¿De veras, cielo?– preguntó Celesto cogiéndola al mismo tiempo por la barba y clavándole sus ojos claros de besugo, encendidos por una chispa amorosa.

      Andrés consideró que debía salir a ver cómo andaban los caballos. No se habían movido del sitio; tranquilos, cabizbajos, abstraídos. Los examinó detenidamente, revisó sus cascos a ver cómo estaban de herraduras, arregló los aparejos, mientras escuchaba dentro de la taberna un alegre y continuado retozar, salpicado de frases tiernas, carcajadas y no pocos golpes. Allá, después de bastante rato, salió Celesto con las mejillas pálidas de fatiga y las narices más requemadas que antes.

      – Vamos, en marcha… Hay que apretar el paso… ¡Qué moza, D. Andrés! ¿verdad?… Pues tiene una hermana que va a ser mejor que ella todavía… ¡Qué chiquilla más espetada y más rica!– tan bien formadita por delante como si tuviera veinte años, y no tiene más de catorce… ¡Arre caballo! ¿No repara usted, D. Andrés, cómo agradecen los caballos que el jinete eche unas copitas? Es cosa sabida; para hacer andar un caballo remolón, no hay como verterse entre pecho y espalda un jarrito de ginebra… Pues ahí donde usted la ve, D. Andrés, la Amalita no tiene nada de arisca.

      – Ya, ya veo que sabe usted buscarle los pliegues.

      Celesto rió de satisfacción hasta saltársele las lágrimas.

      – ¡Bah! Ya se los han buscado antes que yo otros muchos. Me divierto un poco con ella cuando voy y vengo… pero no pasa de ahí… Por supuesto, D. Andrés, que esto no dura más que hasta que tome las órdenes mayores, porque no quiero ser un mal sacerdote…

      – Hará usted muy bien; de otro modo, más vale que siga usted distinta carrera.

      – Nada, nada, estoy resuelto a ello: el mismo día que me ordene sanseacabó… fuera vino, fuera mujeres, y vida nueva como Dios manda…

      Siguió moviendo la lengua el seminarista con creciente brío mientras duraba la operación que en la cabeza le hacían las copitas de ginebra. Cuando se cansaba de hablar, entonaba alguna canción picaresca con ribetes de obscena, que hacía reír no poco al joven cortesano. La alegría es contagiosa, como la tristeza. La de Celesto consiguió pegársele y llegó pronto a hacerle el dúo, poniendo en inusitado ejercicio las fuerzas de sus desmayados pulmones.

      No por eso dejaban de caminar a paso vivo por la amena carretera, que ceñía como una cinta blanca las faldas de las colinas.

      El valle se iba cerrando. Por detrás de las colinas frondosas asomaban ya sus crestas algunas montañas anunciando que los viajeros no tardarían en penetrar en otra región más fragosa, en el corazón mismo de la sierra. En efecto, la carretera terminó bruscamente cerca de una fuerte apretura de los montes, donde se asentaba un caserío de poca importancia. Desde allí siguieron por un camino tan pronto ancho como estrecho, que faldeaba la montaña a semejanza de la carretera, y estaba sombrado a largos trechos por los avellanos de las fincas lindantes. El paisaje era cada vez más agreste. El valle se había trasformado en cañada, por donde un río bullicioso y cristalino corría entre angostas aunque muy deleitosas praderas. A trechos la cañada se amplificaba, como si desease merecer tal nombre; otras veces se cerraba hasta más no poder trocándose en verdadera garganta, donde había poco más espacio que el que ocupaban el camino y el río.

      Éste, a medida que caminaban hacia su nacimiento, iba perdiendo en caudal, aunque ganando mucho en amenidad y frescura: más vivo, más diáfano y sonoro. Los grandes guijarros de color amarillo que formaban su lecho dejábanse ver con toda limpieza, y hasta en los pozos más hondos, labrados al borde de alguna peña, exploraban los ojos todos los secretos del fondo… Las montañas a veces se levantaban sobre él a pico, y eran blancas y coronadas de vistosa crestería, entre cuyos agujeros se mostraba el azul del cielo. El musgo formaba en ellas grandes machones de un verde oscuro, que resaltaban gallardamente sobre la blancura de la caliza. Muchedumbre de arbustos, y en ocasiones árboles, metían las raíces dentro de sus grietas y aparecían como colgados en retorcidas y fantásticas posiciones sobre el río.

      La voz del seminarista, entonando sin cesar sus groseras anacreónticas, resonaba formidablemente entre las peñas.

      Andrés callaba ya como un mudo. Se hallaba sobrecogido de respeto y emoción ante aquella vigorosa naturaleza, que no había visto más que en los paisajes al óleo o a la aguada.

      – ¿Estamos muy lejos de Riofrío, amigo?

      – No, señor; ya hemos entrado en el concejo de las Brañas. Riofrío, que es la capital, está en el centro mismo. En cuanto salgamos de esta apretura y subamos un repechito corto, lo veremos. A usted no le gustarán estos peñascotes, ¿verdad? acostumbrado a vivir en las ciudades…

      – Al contrario, me encantan: esto es hermosísimo.

      El seminarista volvió su rostro inflamado por la ginebra, temiendo que Andrés bromease; pero viéndole muy serio, hizo una leve mueca de sorpresa, y arreando al caballo con la vara de avellano que empuñaba, tornó a coger el hilo de su canción favorita.

      «La mujer que es gorda y tierna

      Y tiene buena pierna…

      Y al cura hace pecar,

      Mereciera ser condesa, marquesa, duquesa

      Y el cura cardenal.»

      Y no dio paz al cántico hasta que divisó a una muchacha que llegaba con un cesto sobre la cabeza.

      – Hola, Telva, cuerpo bueno: ¿adónde te vas a estas horas, chiquirritilla? Supongo que no será a Lada…

      Al mismo tiempo le cerraba el camino con el caballo y le aplicaba golpecitos en las mejillas con la vara.

      – Pues a Lada me voy.

      – ¿Y si te comen los lobos?

      – Poco se perdería.

      – Se perdía una moza como un sol.

      – ¡Sí, del mediodía! Déjame pasar, Celesto.

      – En seguidita; pero antes vas a decirme adónde vas.

      – A Lada, ¿no lo sabes?

      – Eso no es verdad: tú te vas a Marín a llevar fruta a tu tía, y de camino a ver a tu primo.

      – ¡Buena gana tengo yo de ver a primos ni a tíos! Vamos, déjame paso, que llevo prisa.

      Andrés había seguido caminando, en la sospecha de que la conversación iba a ser larga y no muy divertida (para él al menos).

      Subió el repechito de que había hablado Celesto, avanzó algo más, y al dar vuelta a un recodo del camino, ofreciose de improviso a su vista un espectáculo que le dejó suspenso. A sus pies, allá en el fondo, se columbraba un vallecito ameno y virginal, surcado por un riachuelo cristalino que hacía eses, dejando a entrambos lados praderas de un verde deslumbrador. Cerraban este valle algunas colinas pobladas de árboles de tono más oscuro. Por detrás de las colinas, en segundo término, alzaban su frente altísimas montañas de piedra blanca; más allá de éstas alzábanse otras aún más altas; después otras más altas todavía, y así sucesivamente una serie indefinida de peñascos, apoyándose los unos sobre los otros, cual si se empinasen para echar una ojeada a aquel rinconcito fresco y deleitoso.

      La tarde fenecía y comenzaba el crepúsculo. Andrés quedó en éxtasis ante aquel semicírculo inmenso de montañas, que parecían los escaños vacíos de un congreso de dioses. En los más altos tocaban casi las nubes rojas que acompañaban al sol en su descenso. Desde las colinas a los más bajos mediaba cortísima distancia, aunque la vista suele engañar en tales casos. Manchando de blanco el verde oscuro de las colinas, aparecían sembrados, o mejor, colgados sobre el valle algunos caseríos. En lo más hondo se percibía uno mayor que los otros, descansando entre el follaje de una vegetación soberbia.– Aquél debe de ser Riofrío— se dijo Andrés poniéndose la mano por encima de los ojos, a guisa de pantalla, para examinarle con más comodidad. Mas la gentil aldea se resistía a la inspección, ocultándose a medias