Armando Palacio Valdés

El Cuarto Poder


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todos los ojos se volvieron hacia el palco del alcalde.

      Era éste un hombre de sesenta, a setenta años, bajo de estatura y muy subido de color, el pelo bien conservado y enteramente blanco, las mejillas rasuradas, la nariz borbónica, los ojos grandes, redondos y saltones. Parecía un cortesano de Luis XV o un cochero de casa grande.

      Don Roque, que así se llamaba, se revolvió en el asiento y dió una voz.

      – ¡Marcones!

      Un alguacil octogenario se acercó al respaldo del palco con la gorra azul de grande visera charolada en la mano. El alcalde conferenció con él algunos momentos. Marcones subió a la cazuela bajando poco después con un joven en traje de marinero, agarrado del brazo. Ambos se acercaron al palco presidencial.

      Don Roque comenzó a increparle procurando apagar la voz y consiguiéndolo a medias. Se oía de vez en cuando:– «¡Zopenco!»… «no tenéis pizca de educación»… «animal de bellota»… «¿Te figuras que estás en la taberna?» El marinero aguantaba la rociada con los ojos en el suelo.

      Una voz gritó desde el patio:

      – Que lo lleven a la cárcel.

      Pero desde la cazuela contestó otra al instante:

      – Que lleven también a Pepe de la Esguila.

      – ¡Silencio! ¡Silencio!

      El alcalde, después de haber reprendido y amenazado ásperamente a Percebe, le dejó volver otra vez a su sitio, con gran satisfacción de la cazuela, que lo recibió con hurras y aplausos.

      La orquesta, callada un instante, tornó a su infernal preludio. Antes que éste se terminase, comenzaron a salir por las trampas del escenario hasta una docena de diablos con sendas y enormes pelucas de estopa, el rabo de etiqueta, y teas encendidas, en las manos. Así como se hallaron sobre el entarimado y cerradas convenientemente las trampas, dieron comienzo, como es lógico, a una danza fantástica; pues bien sabido es de antiguo que no pueden estar juntos cuatro demonios sin entregarse con furor al baile. Los espectadores seguían con extremada curiosidad sus vivos y acompasados movimientos. Un chiquillo lloró. El público obligó a su madre a que lo sacase.

      Mas hete aquí que con tanto ir y venir, pasar y rozarse los ministros de Belcebú en aquel no muy amplio recinto, una tea llegó a prender fuego a la peluca de uno de ellos. El pobre diablo, sin darse cuenta de ello, siguió bailando cada vez con más infernal arrebato. El público reía a carcajadas esperando el próximo desenlace de aquel incidente. En efecto, cuando sintió caliente la cabeza más de la cuenta el espíritu maligno, se apresuró a arrancarse la peluca, y la careta, quedando al descubierto el rostro de Levita, donde se pintaba el terror.

      – ¡Levita!– gritó el público alborozado.

      El granuja que tenía este apodo, privado de sus atributos infernales, confuso y avergonzado, se retiró de la escena.

      Al poco rato empezó a arder otra peluca. Nuevos murmullos y mayor ansiedad por ver la metempsícosis de aquel ángel exterminador. No se hizo esperar. Al cabo de pocos minutos la peluca y la careta volaban por el aire como encendido cometa.

      – ¡Matalaosa!– gritaron todos. Una inmensa carcajada sonó en el teatro.

      – Mátala, no te descubras que te vas a constipar— dijo uno desde la cazuela.

      Matalaosa se retiró avergonzado como su compañero Levita.

      Todavía ardieron otras dos o tres pelucas, poniendo a la vergüenza a otros tantos pillastres de la calle que servían de comparsas en el teatro. El baile se terminó al fin sin más incendios.

      Una vez sepultados de nuevo en el Averno los demonios que se habían salvado de la quema, se presentaron en la escena un gallardo mancebo, de oficio pastor, a juzgar por el pellico que le tapaba la espalda, y una hermosa doncella de idéntica profesión. Los cuales, en el mismo punto, siguiendo el antiguo precepto que obliga a todo pastor a estar enamorado y a toda pastora a mostrarse esquiva, comenzaron su diálogo, donde las quejas amorosas y los tiernos lamentos de él contrastaban con las indiferentes carcajadas de ella. Alegres y regocijados se hallaban todos, lo mismo los del patio que los de la cazuela, con las sabrosas razones que pasaban en la escena, cuando a la puerta del teatro se oyó una gran voz que dijo:

      – Don Rosendo, está entrando la Bella-Paula.

      El efecto que aquel inesperado grito produjo, fué inexplicable. Porque no sólo don Rosendo se levanta como impulsado por un resorte y se apresura con mano trémula a ponerse el abrigo para salir, sino que por todo el concurso se esparció un fuerte rumor acompañado de viva agitación que estuvo a punto de interrumpir el diálogo pastoril. Los menestrales del patio lanzáronse acto continuo a la calle. De la cazuela bajaron con fuerte traqueteo casi todos los marineros que allí había. Y de los palcos y butacas salieron también numerosas personas. A los pocos minutos no quedaban apenas en el teatro más que las mujeres.

      Cecilia se había quedado inmóvil, pálida, con los ojos clavados en la escena. Su madre y hermana la miraban en tanto con semblante risueño.

      – ¿Por qué me miráis de ese modo?– exclamó volviéndose de pronto. Y al decir esto se puso fuertemente colorada.

      Doña Paula y Venturita soltaron una carcajada.

      II.

      del feliz arribo de la «bella-paula»

      El pelotón de espectadores corrió por las calles en dirección al muelle. Delante, rodeado de seis u ocho marineros, de su hijo Pablo y algunos amigos, iba don Rosendo, silencioso, preocupado, escuchando los comentarios de sus acompañantes, que los pronunciaban con la voz entrecortada por la fatiga.

      – Tiene suerte don Domingo; llega con más de media marea— dijo un marinero aludiendo al capitán de la Bella-Paula.

      – ¿Qué sabes tú si llega ahora? Bien puede estar fondeado desde la tarde— respondió otro.

      – ¿Dónde?

      – ¿Dónde ha de ser, mamón? en la concha— replicó el otro enfureciéndose.

      – Si hubiera estado se vería, tío Miguel.

      – ¿Cómo lo habías de ver, papanatas?… ¿Has estado por si acaso en la peña Corvera?

      – La bandera de la Bella-Paula se ve por encima de la peña, tío Miguel.

      – ¡Qué bandera ni qué mal rayo que te parta!

      – ¿Qué carga trae, don Rosendo?– preguntóle al armador uno de los que le acompañaban.

      – Cuatro mil quintales.

      – ¿Escocia?

      – No; todo Noruega.

      – ¿Viene a bordo el señorito de las Cuevas?

      Don Rosendo no contestó. Al cabo de un momento de marcha cada vez más precipitada, se volvió diciendo:

      – A ver; es necesario avisar a don Melchor que está entrando la Bella-Paula.

      – Yo iré— respondió un marinero destacándose del pelotón y marchando a internarse otra vez en el pueblo.

      Llegaron al muelle. La noche estaba fría, sin estrellas: el viento acostado: la mar en calma. Dejaron el antiguo y diminuto muelle y se dirigieron a la punta del Peón recién construída que avanzaba bastante más por el mar. Brillaba en la obscuridad tal cual farolillo de los barcos anclados. Apenas se advertía la espesa red de su jarcia. Los cascos aparecían como una masa negra informe.

      Los recién llegados no vieron un grupo mucho mayor de gente que se apiñaba en la punta misma del malecón hasta que dieron sobre él. Todos guardaban silencio con los ojos puestos en el mar, esforzándose por advertir entre las tinieblas las maniobras del buque. Las olas, que rompían blandamente contra las peñas más próximas, blanqueaban de vez en cuando en la obscuridad.

      – ¿Dónde está?– preguntaron varios de los espectadores del teatro sacándose los ojos por ver algo.

      – Allí.

      – ¿Dónde?

      – ¿No